
Aida en Málaga

Rocío Ignacio (Aida) y Jorge de León (Radamès) en Aida de Giuseppe Verdi en Málaga © Daniel Perez / Teatro Cervantes
Marzo 7, 2025. Pocas óperas han conseguido despertar tanto el interés del público como la que estos días se representa en el Teatro Cervantes de Málaga. Aida es, sin duda para el espectador, el genio de su gran compositor. Giuseppe Verdi (1813-1901) sabía entonces que había tocado techo: el drama egipcio es, con toda certeza, la cima de su arte, su “trono vicino al sol”.
En la segunda mitad del siglo XIX, la marea verdiana era ya imparable, el público italiano comenzaba a frotarse las manos, entregado por completo al maestro de Busseto que, tras el enorme éxito adquirido con su “trilogía popular”(Rigoletto, Il trovatore y La traviata),veía como poco a poco iba ganando terreno a su colega alemán, Richard Wagner.
Verdi mostraba siempre un nerviosismo atroz en los días previos al estreno de sus óperas y en esta ocasión se vio incluso redoblado, pues el “drama musical” de Wagner estaba triunfando por toda Italia con su Lohengrin, lo que inquietaba sobremanera a su homólogo italiano que no dudaría un ápice en desplegar todo su arsenal para que el estreno de Aida en suelo milanés en 1872 fuera, cuanto menos, apoteósico. A Verdi no le preocupaba, en demasía, la recepción que tuvo su ópera en El Cairo en su estreno menos de dos meses antes. De hecho, ni estuvo presente. Prefería asegurarse un triunfo en su tierra natal ante un público que le había sido siempre fiel, incluso en “los años de galera”.
Temeroso, realizó algunos cambios, como la extensísima obertura que preparó para la obra, y que después desestimó porque su calidad era obviamente mala. En su lugar escribió un eficacísimo “preludio” con el que hoy se abren las representaciones de la ópera. Enseguida, el maestro se dio perfecta cuenta de sus infundados miedos, pues el estreno en Milán se saldó con un éxito colosal, hasta el punto de que Verdi tuvo que salir hasta 30 veces para ser ovacionado.
La puesta en escena de Aida tuvo lugar en el país norafricano seis semanas antes del triunfo en el Teatro alla Scala. fruto de un encargo que le llegó a Verdi, nuevamente proveniente de “la grande boutique” de París (después de haber sido rechazado por Gounod) para mantener el buen tono de las conmemoraciones que habían tenido lugar en todo Egipto por la reciente inauguración del Canal de Suez en 1869. En esta ocasión se representó Rigoletto, ya que Aida, en contra de la creencia popular, no había sido encargada para las efemérides: Verdi no tuvo el texto en sus manos hasta la primavera de 1870, de modo que el estreno en Egipto llegaría un año más tarde, el 24 de diciembre de 1781 en el Teatro de la Ópera de El Cairo, sobre un boceto argumental de la mano del egiptólogo Auguste Mariette, que había sido convocado para la ocasión y con libreto de Camille du Locle adaptado al italiano por Antonio Ghislanzoni.
Verdi aceptó el compromiso pese a no tener apenas libertad para intervenir en el texto, debido a la obligada condición de escribir una ópera faraónica. Aida es la gran ópera, la de mayor éxito del repertorio operístico del siglo XIX, y casi dos siglos y medio después conserva intacto su poder de convocatoria. El coliseo andaluz, con lleno absoluto, se entregó por completo al que es sin duda el “drama verdiano” por excelencia.
Una monumental puesta en escena, todo un clásico basado en la idea original del cineasta italiano Franco Zeffirelli, nos transporta al exótico “Valle de los Reyes”, un marco elaborado con la dosis ideal de intimismo y dramaturgia para liberar pasiones. Igualmente pasional fue la genial dirección de escena de la productora irlandesa Vivien Hewitt, que se sirvió para ello del sobresaliente trabajo del equipo de maquillaje y vestuario, sobre los bocetos originales de la “oscarizada” diseñadora italiana Anna Anni. Otro activo, sin duda, en la veraz recreación faraónica vino de la mano del contrastado director de iluminación, el florentino Gianni Paolo Mirenda.
El asturiano Óliver Díaz, encargado de liderar la Orquesta Filarmónica de Málaga, hizo una muy buena lectura de la obra, estupenda simbiosis foso-escenario, así como el control del volumen, siempre complejo, pero absolutamente necesario sobre todo en óperas, como la que nos ocupa, donde existe una gran presencia coral. De aplaudir, el enorme trabajo del también asturiano Pablo Moras, responsable en la dirección y coordinación del Coro Titular del Teatro Cervantes, así como del Coro de Intermezzo. Interesante —y muy divertida, a la vez—, la actuación del ballet bajo la atenta mirada de la coreógrafa, y también solista, la granadina Zaida Ballesteros.
El personaje de Aida recayó en la soprano sevillana Rocío Ignacio, de bello timbre y una buena técnica, quien estuvo muy a la altura de su rol, aunque en algunos pasajes se mostró reservada en la zona alta. Discreta en su aria del primer acto ‘Ritorna Vincitor’, fue de menos a más en la romanza del tercer acto, para doctorarse en el final del cuarto acto, firmando, junto a su amado, el maravilloso dúo final ‘Oh terra, addio’, de impecable lirismo y emotividad, posiblemente el más exquisito dúo de amor salido de la pluma del compositor. Nada que objetar al Radamès de Jorge de León, el canario de reconocida proyección y técnica, quien defendió de forma notable su rol. Siempre atrevido y valiente, rubricó una excelente ‘Celeste Aida’, exprimiendo su cálido timbre de tenor dramático. Se mostró algo más lírico y dócil en los dúos amorosos.
La mezzosoprano rusa Olesya Petrova, de voz oscura y grandísima proyección, fue una Amneris que no dejó indiferente a nadie, e hizo gala de su envidiable potencia, así como de una gran personalidad interpretativa que no desaprovechó en ningún momento. Incluso arrancó un “bravo” en su lamento del final del cuarto acto, ‘A lui vivo, la tomba!’. El rol de Amonasro recayó esta vez en el barítono malagueño Carlos Álvarez, de voz timbrada y enorme proyección, demostrando una vez más sus magníficas dotes actorales, que le sirvieron para firmar uno de los pasajes más tiernos de la noche: el dúo con su hija, ‘Rivedrai le foreste imbalsamate’.
Las voces oscuras tuvieron, también, un papel de absoluta relevancia en el equilibrio de los personajes: brillante, el “vozarrón” del burgalés Rubén Amoretti que resolvió a la perfección el rol del Sumo Sacerdote de Ptah, Ramfis, de igual modo que el malagueño Luis López Navarro defendió al justiciero Rey de Egipto, con el timbre bien definido de bajo-barítono. Mención especial merece el resto del elenco: bien, la mezzosoprano madrileña Laura Orueta (Sacerdotisa), al igual que su compañero, el tenor Francisco Arbós (Mensajero).

Rubén Amoretti (Ramfis) y Carlos Álvarez (Amonasro) © Daniel Perez – Teatro Cervantes