Beatrix Cenci en Bellas Artes
“…Porque el tiempo lo destruye todo.
Porque algunos actos son irreparables.
Porque el hombre es un animal.
Porque el deseo de venganza es un impulso natural.
Porque la mayoría de los crímenes quedan sin castigo (…)
Porque toda la historia se escribe con esperma y sangre (…)
Porque el tiempo lo revela todo. Lo mejor y lo peor.”
IЯЯƎVƎЯSIBLƎ
Gaspar Noé
Octubre 13, 2024. La Compañía Nacional de Ópera salió de su letargo lírico y estrenó en el Teatro del Palacio de Bellas Artes una perturbadora producción de Beatrix Cenci (1971) del compositor argentino Alberto Ginastera (1916-1983), que cuenta con libreto de Alberto Girri (1919-1991) y William Shand (1902-1997), basado en Chroniques italiennes de Stendhal (1783-1842) y The Cenci de Percy Shelley (1792-1822).
Esta trágica historia real de violación incestuosa, venganza parricida, revictimización y abusos físicos y psicológicos ambientada en la Roma del siglo XVI ya es en sí misma un crudo platillo para ciertos públicos de la ópera tradicional. Pero, sin duda, es más áspera y opresiva —hasta puntos repulsivos— a través de los recursos musicales contemporáneos que utiliza Ginastera para plasmar una yuxtaposición de emociones lóbregas que muestran abismos terribles del alma humana.
Y, por si ello fuera poco para despertar la reserva o franca reticencia de los degustadores convencionales del arte operístico y de prismas hacia la vida acaso más amables y luminosos, la directora española Marta Eguilior configuró una propuesta escénica descarnada y provocadora que no se limitó a marcar el simple tránsito de los artistas o a cumplir con docilidad las didascalias autorales, sino que ensanchó el texto espectacular de la obra con sus decisiones creativas, formación de simbolismos, resignificaciones temporales y espaciales, además de una confrontación directa con la temática para encontrarle alusiones vigentes, inscritas incluso en la agenda sociopolítica de la actualidad.
En la semblanza profesional de la puestista incluida en el programa de mano, Eguilior parece sentirse cómoda con la clasificación de la crítica especializada que la describe como “Enfant terrible de la ópera” y eso significa, claro, incomodar o escandalizar a quienes pueda o se dejen. En primera instancia, lo logra. Remece el entorno con su mirada estética y a la vez discursiva, acaso activista.
Las ideas de la directora llegan a incluir personajes que no existen en la obra, como otra Beatrix futura y traumatizada (Viridiana Tovar) que ya ha sufrido la descorazonadora violación de su padre —el Conde Francesco Cenci (Genaro Sulvarán)— y es capaz de consolar el destino trágico de la Beatrix del presente (Hildelisa Hangis), oprimida y temerosa en el seno familiar.
También nahualiza la condición de fieros perros que ladran —y sí muerden— con la calaña y degradación humana; caracteriza invitados orgiásticos como representantes de la iglesia católica; y sintetiza los escenarios originales en claustrofóbicas celdas traslúcidas donde se concentran, como en vitrina, las esencias físicas y mentales de los seres que el público mira encapsulados en sus perturbaciones (Itzel Alba, diseño de escenografía).
No obstante ese remarcado tuneo de Eguilior —aun con la inclusión de llamativos interludios electrónicos con luces estroboscópicas comandados por una DJ, como en un antro que da la sensación de contemporaneidad mientras se separan las escenas—, la conceptualización de la obra consigue una lectura consternadora que se sintoniza con el contenido de la obra y su significado.
Pero es una apuesta arriesgada, desde luego. No solo porque puede discutirse y generar desacuerdo, sino porque dejó de lado a mucha gente que rechaza la puesta en escena quizá llevada a sus límites estéticos e incluso morales y de fe, por lo que en plena legitimidad como público abandona la sala. O, enterada de lo que podría presenciar, ni siquiera va.
Los desnudos totales, la escatología explícita, la vulgaridad relativa, lo grotesco incluso si es en tono satírico o paródico, pueden alejar a cierta gente. A otra, claramente, no. Pero, en ese sentido, es válido preguntar si el género lírico en la actualidad —con sus crisis de audiencias y financiamientos— o la Ópera de Bellas Artes en particular —señalada por tirios y troyanos por su programación no siempre atractiva, irregular, aleatoria o caprichosa y acrítica—, requerirían como objetivo prioritario que a su público nicho le piquen la cresta.
No pocos integrantes del Coro del Teatro de Bellas Artes deslizaron sus inconformidades en redes por ser parte de “lo más horrendo, desagradable y repulsivo” que han hecho en sus carreras profesionales. Algunos de ellos aseguran que abuchearon al final de la función de estreno.
Canta la agrupación en la primera escena: “Somos el coro, y aunque hemos de participar con nuestra exaltación en cuanto aquí ocurra, queremos advertirte que aquí no hallarás piedad (…) No somos inocentes, también nosotros sentimos la fascinación que el poder ejerce sobre los que viven para ser sometidos. Escondemos, detrás de abalorios y máscaras, la humana cobardía. Siglos caerán, y estos gritos de angustia, que ahora nos rodean, sonarán como madrigales. Nuestras inquietudes se ensanchan, nuestros valores tambalean. ¿Qué hacer, oh Dios, qué hacer?”. La vida es teatro, escribió William Shakespeare.
Expresado lo anterior —y con respeto al gusto y preferencia entre la diversidad de públicos, no despreciándolos o estigmatizándolos como algunos hacen—, la puesta en escena de Eguilior se nutrió de diversas inspiraciones estéticas que consiguió oscura belleza para expresar el terror que persigue a Beatrix como una pesadilla que se intuye, ocurre y no deja de repetirse como en el estrés postraumático.
El Marqués de Sade, Caravaggio o Guido Reni rigen tonos plásticos del montaje o la paleta de color dispuesta en la escena (Patricia Gutiérrez, diseño de iluminación). La Maddonna della Pietà de Miguel Ángel, Las dos Fridas de Frida Kahlo o los Eye Benches de Louise Bourgeois fluyen como herramientas discursivas que brindan profundidad cultural al montaje.
El coro en grito o súplica fervorosa —bajo la dirección huésped de Luis Manuel Sánchez— lucía grandes ojos sobre el rostro, como testigos casi voyeristas de las acciones y la aflicción de Beatrix o la depravación de su padre. Aunque, paradójicamente, aquello contrastó con los ojos bien cerrados de quienes ya habían rechazado la propuesta o voltearon para otro lado para así no mirar el abismo moral de la historia bordada con hilos y fluidos.
Sin duda, uno de los momentos más logrados por Marta Eguilior fue la violación de Beatrix, por su impacto contundente y simbólico. Después de la violación del personaje de Alex (Monica Bellucci) que muestra en “tiempo real” el cineasta Gaspar Noé en su película de 2002 Irreversible —uno de los momentos más demoledores e inquietantes jamás filmados en la historia del séptimo arte—, no tiene mucho sentido seguir el camino realista para un ultraje si se quiere que cale en la conciencia del público.
Eguilior opta por que los figurantes inspirados en Sade, ecos de la sordidez del Conde Francesco, agravien con perversión el cuerpo de Beatrix, mientras que su padre finaliza el acto arrancándole el corazón. La puestista en escena visibiliza una herida brutal que permanece en el tiempo. Y para ello solo convoca la desnudez y algunos elementos mínimos pero referenciales en color y época de vestuario, diseñado por Eloise Kazan.
En lo musical, Beatrix Cenci representa un desafío para el público acostumbrado a melodías fluidas, armonías consonantes y virtuosismo vocal desprendido de la línea de canto y el fraseo cadencioso. Ginastera no busca nada de eso de manera constante, en la utilización del lenguaje que consolidó como destacado representante de la lírica del siglo XX.
Las tramas truculentas, fermentadas por violencia, sangre, abusos y otras bellaquerías de la desvergüenza y la maldad, no son extrañas en la historia de la ópera. Pero es como si fueran mejor recibidas con expresión renacentista, barroca, clásica, romántica o verista. La acidez chocante deriva de las obras etiquetadas como contemporáneas, que experimentan y concretan otros patrones artísticos.
Ginastera fragmenta la melodía, la interrumpe, cuando no más bien prescinde de ella en busca de texturas emotivas o colores sugerentes para la atmósfera escénica, la psicología o el ánimo de los personajes. Aunque hay remembranzas de género o estilo clásico, por ejemplo de alguna danza barroca, es más abundante la crispación o el entramado ríspido de la sonoridad, lo que puede sobreexcitar la sensibilidad del espectador hasta el punto del rechazo.
La labor de la directora de orquesta española Julia Cruz fungió como un faro para aclarar el camino por un entramado sonoro que por momentos es apabullante, complejo y contradictorio en el sentido de las emociones que cruzan los personajes de un instante a otro. Ante las irregularidades tímbricas o del ritmo de la propia escena, del canto o del declamado, recursos que se mezclan con ladridos, gritos o lamentaciones, se precisa una concertación que brinde seguridad al conjunto y eso es lo que logró la batuta invitada.
Esa solvencia desde el foso, además, permitió apreciar la destreza técnica de Ginastera, sus recursos expresivos, que comienzan con una admirable y sofisticada orquestación y que materializa una partitura riquísima en inflexiones que no solo acompaña la escena, sino que la determina o hace surgir. Lo que, ciertamente, no evita la legitimidad de un rechazo, desprecio o crítica por un sonido que suena al siglo XX y que hoy no pareciera del todo vigoroso ni mucho menos vanguardista o de moda.
Además de la soprano Hildelisa Hangis en el rol epónimo (que alternará funciones con Rosario Aguilar) y el barítono Genaro Sulvarán como su padre, ambos ya mencionados igual que Viridiana Tovar como la otra Beatrix, en el elenco se contó con la Lucrecia Cenci de Elba Flores (que alternará con Rosa Muñoz) y el Bernardo Cenci de Guadalupe Aguirre (papel travestido que alternará con Belem Rodríguez).
Juan Marcos Martínez interpreta a Giacomo Cenci, Jesús Estrada a Orsino, Alejandro Paz Lasso a Andrea, y de los tres invitados se encargan Luis Alberto Sánchez, Álvaro Anzaldo y David Echeverría.
Podría describirse la belleza tímbrica de Hangis que de manera intermitente relucía en el tapiz sonoro como su vestido fucsia lo hacía en la tiniebla, la firme y experimentada voz de Sulvarán o instantes de luz y sombras técnicas e histriónicas en los intérpretes, pero ese intento se toparía con gemidos, estridencias, silencios, acentos disonantes, ladridos, rezos, onomatopeyas estilizadas, aullidos y otros recursos expresivos entre musicales y teatrales propios para discurrir una historia, en esencia, infernal.
Pasado el estreno del domingo 13, habrá tres funciones más de Beatrix Cenci los días 15, 17 y 20 de octubre, que como se sabe es el mes del terror. Esta producción de la Ópera de Bellas es ejemplo de ello.