
Carmen en Múnich

Clémentine Margaine (Carmen) y Jérôme Boutillier (Escamillo) en Carmen de Georges Bizet en Múnich © Geoffroy Schied
Marzo 7, 2025. Carmen es una obra que no falta en casi ninguna temporada de la Ópera de Baviera. La representación que reseñamos aquí tuvo el gran aliciente de contar con la presencia de Piotr Beczała en el papel de Don José. El inicio de la función fue desagradablemente abrupto. De improviso se apagaron todas las luces y simultáneamnte sonó estruendoso el primer acorde.
Dejar que las luces se extingan con una cierta lentitud y permitir que director y público se saluden no es un ritual vano, pues permite al espectador concentrarse y disfrutar de la placentera tensión que precede al comienzo del espectáculo. Esa magia faltó totalmente: fue como si nos hubieran tirado al agua desde un trampolín.
A ello se añadió el hecho de que el director, Alexandre Bloch, hizo una lectura bastante atropellada del preludio, muy estridente, con tiempos demasiado rápidos y un énfasis casi ridículo por lo exagerado de su acentuación y fraseo. Posteriormente tuvo, ciertamente, momentos acertados, como en los entreactos orquestales, interpretados con el sosiego necesario y muy ricos en colorido. Pero una y otra vez, a lo largo de toda la ópera, Bloch volvía a caer en la premura y en algo que pretendía ser fogoso temperamento español, pero que no era más que un cúmulo de lugares comunes más bien caricaturescos.
Si uno está dispuesto a tomarse la ópera por el lado humorístico, se podía, como oyente, pasar un buen rato y reír un poco, pues la orquesta es excelente, pero esta españolada a todo trapo restó hondura a determinados pasajes (por ejemplo el aria de Micaëla) y encanto a otros (como el quinteto del segundo acto).
El papel de Carmen fue interpretado por Clémentine Margaine. Aquí estamos ante una mezzosporano de voz muy voluminosa en toda su tesitura, igualmente poderosa desde los graves hasta los agudos, así como con buenos armónicos, si bien el timbre no es muy grato. En el primer acto se advierten cambios de color algo descontrolados, pero ya se sabe: hay muchos cantantes que necesitan entrar en calor antes de dar lo mejor de sí. El mayor inconveniente de su interpretación es precisamente eso: la interpretación, la lectura que hace de su parte. En la habanera tenemos la impresión de asistir casi a una parodia, no porque falle la voz, sino porque, muy de acuerdo con el director, que marca unos acentos casi cómicos de tan exagerados, el énfasis y el amaneramiento en el fraseo rozan lo humorístico. Lo mismo sucede en la seguidilla y en el dúo con Don José en el acto segundo (‘Je vais danser’). Sin embargo, en el serio dramatismo del tercer y cuarto actos se muestra como una intérprete entregada, eficaz y convincente, aunque desde luego no muy elegante.
Beczała fue un Don José de inmensas cualidades. Al oírlo cantar ‘La fleur que tu m’avais jettée’ diríamos que, dejando aparte un inevitable pero leve oscurecimiento, por su voz no pasan los años. La elegancia, la perfección, la musicalidad, la siempre bien dosificada carga emocional, la límpida emisión… son un bálsamo para los oídos. Hasta que apenas a cuatro compases del final, en el Si bemol agudo, la voz se rompió y las últimas notas se quedaron en un murmullo. No importó. No le costó sobreponerse. A partir de aquí la belleza de su interpretación fue aún mayor. En el cuarto acto su canto alcanzó un zénit de intensidad y de musicalidad.
En ballet existe el término —“danseur noble”—, que denomina a un tipo de bailarín apropiado para interpretar papeles que requieren una cierta dosis de heroísmo y, por encima de todo, una gran elegancia. En la ópera la expresión equivalente, tenor noble, se usa muy poco y de modo nada sistemático, pero si a alguien le corresponde en nuestros días es sin duda a Piotr Beczała, como quedó de manifiesto en la función que aquí comentamos.

Rosa Feola (Micaëla) y Piotr Beczała (Don José) © G. Schied
La tercera figura de esta ópera, Micaëla, tuvo como intérprete a Rosa Feola, una soprano ligera excepcionalmente carismática, capaz de dar una notable carga dramática a su parte y de configurarla huyendo de lugares comunes, de modo que tanto musical como teatralmente resultó creíble y bastante menos sumisa de lo que suele ser habitual. Aunque no posee una voz totalmente homogénea, sabe convertirla en un instrumento extraordinariamente atractivo gracias a un uso muy inteligente de los medios de los que dispone. Técnicamente es una cantante sólida, como lo demuestra su hermosa y bien controlada messa di voce. Sin duda la deliciosa actuación de Rosa Feola fue uno de los aspectos más gratos de la velada.
Jérôme Boutillier fue un Escamillo correcto, si bien en su “Toréador” el volumen de voz resultó sorprendentemente escaso, algo que en parte se subsanó a lo largo de la función. Los papeles de Frasquita y Mercédès fueron encarnados respectivamente por la sudcoreana Seonwoo Lee y la australiana Xenia Puskarz Thomas, dos muy notables y jóvenes cantantes a las que nos gustaría poder oír en partes de mayor envergadura. El Zuniga de Roman Chabaranok resultó bastante pálido, mientras que Vitor Bispo (Moralès), Yosif Slavov (Dancaïre) y Dafydd Jones (Remendado) cumplieron dignamente su cometido. El coro, dirigido por Franz Obermair, hizo un buen trabajo, en especial el coro infantil.
La puesta en escena de Lina Wertmüller tiene ya sus años y no carece de debilidades, pero tiene la inmensa y hoy rarísima virtud de contarnos la historia de Carmen y Don José en la Sevilla del siglo XIX, sin añadidos ni reinterpretaciones pretendidamente geniales. En conjunto, sin ser brillante es, o mejor dicho era, eficaz y discreta. Y decimos era porque ha sido bastante modificada. En el programa se informa que la escenificación es “según Lina Wertrmüller”, sin mencionar a quienes la han reelaborado de modo bastante desafortunado.
Abundan aquí los tópicos sobre España, los malentendidos y las incongruencias no solo de la puesta en escena original, sino sobre todo los nuevos. Así, hay toreros con medias blancas o con melena, un sacerdote que se pasa el primer acto delante de la fábrica de de tabacos haciendo no se sabe qué (y que desde el coro canta que “l’amour est un oiseau rebelle”), una plaza de toros adonde la gente va con globos y banderitas españolas, soldados sevillanos con uniformes que parecen austrohúngaros de la Primera Guerra Mundial, Mercédès y Frasquita embutidas en vestidos hechos con tela de mantón de Manila, etcétera.
Especialmente hilarante es la anónima coreografía del segundo acto (en la que no faltó una muy pizpireta gitana ¡pelirroja!), mientras que el personaje de Lillas Pastia es un señor muy gordo con los labios pintados y vestido de andaluza. De una dirección de actores apenas se puede hablar.