Eugenio Oneguin en Madrid

Escena de Eugenio Oneguin de Chaikovski en Madrid, con la soprano rusa Kristina Mkhitaryan y el barítono ucraniano Iurii Samoilov © Javier del Real

 

Febrero 6, 2025. El estreno tardío de la ópera Eugenio Oneguin del compositor ruso Piotr Ílich Chaikovski en el escenario del Teatro Real madrileño hizo justicia con una de las más bellas composiciones del repertorio ruso, y convirtió esta presentación en todo un acontecimiento. Para la ocasión, la elección del reparto vocal resultó muy acertada, pues reunió a un grupo de jóvenes y talentosos intérpretes que demostraron gran afinidad con el repertorio ruso.

Frío, arrogante y despreocupado en el inicio y todo fuego, pasión y desesperación en el final, Iurii Samoilov resultó un excepcional intérprete de la parte de Oneguin. Con una voz de timbre lírico y cautivador que manejó con notable pericia, musicalidad y expresividad, el barítono ucraniano le dio bellísimos momentos a la representación como en el aria ‘Kogda bi zhizn’, todo un dechado de virtuosismo vocal, especialmente en el dúo final donde lo entregó todo y por lo que se llevó a casa una interminable ovación una vez caído el telón. 

En una parte cuya tesitura le resultó particularmente cómoda, la soprano rusa Kristina Mkhitaryan dio perfecta réplica con voz de rico lirismo, fresca, aterciopelada y dúctil, delineando un ingenua y soñadora Tatiana de manual. Asimismo, Mkhitaryan supo revelarse como una intérprete muy comprometida en lo expresivo, destacando por la variedad de colores y acentos con los que fue nutriendo su canto para plasmar en su voz la evolución de la campesina joven e inocente a la aristocrática esposa del príncipe Gremin. Cantó una intensa versión de la famosa escena de la carta que le significó un merecido triunfo personal. 

Su hermana en la escena, la mezzosoprano rusa Victoria Karkacheva retrató una coqueta y caprichosa Olga que funcionó a la perfección en la escena, pero vocalmente solo resultó eficaz, sin más. Mucha mejor suerte corrió el personaje de Vladimir Lenski a cargo del tenor ucraniano Bogdan Volkov quien, en una parte que pareció escrita a su medida, exhibió una voz pequeña, pero de atractivo lirismo y musicalidad que dispensó con supremo buen gusto. Su aria ‘Kuda, Kuda’, generosa en matices, medias voces, legato en pianissimo y aristocrático fraseo, resultó conmovedora y fue celebradísima por el público. 

En cuanto al bajo ruso Maxim Kuzmin-Karavaev, a pesar de sus buenas intenciones y la corrección de su canto, su voz resultó ligera y poco grave para la parte de Gremin, lo que hizo que su única y bonita aria ‘Lyubvi vsye vozrasti’ pasara sin pena ni gloria, lo mismo que la concepción general de su personaje, que careció de autoridad. 

Convertido en un payaso, el tenor español Juan Sancho dio vida a un Triquet desdibujado, producto de las exigencias de la régie, aunque muy vocalmente eficiente en los cánticos del cumpleaños de Tatiana. Un lujo desmedido significó contar con la veterana mezzosoprano italiana Elena Zilio como la nodriza Filipievna, parte a la que dotó de enorme relieve incluso cuando no cantaba. Aunque con menos recursos que la anterior, la mezzosoprano sueca Katarina Dalayman le puso mucho empeño y sacó adelante sin contratiempos la parte de la rica lugarteniente Larina. 

El coro titular de la casa, que dirigió el argentino José Luis Basso, estuvo en buena forma en cada una de sus intervenciones. Al frente de la orquesta de la casa, el director español Gustavo Gimeno supo mantener el pulso dramático, lucirse en las introducciones orquestales solistas y sacar buen partido de la vena melódica de la partitura, ofreciendo una lectura, en términos generales, muy bella, cuidada y atenta a cuanto sucedía en el escenario. 

Muy en su línea creativa, la producción hiper intelectualizada de Christof Loy dejó mucha tela para cortar. La propuesta escénica estuvo dividida dos partes: la primera, a la cual el director de escena alemán definió como cinematográfica, en donde la esencia la trama no se vio sustancialmente alterada; y una segunda, donde —amparado en una muy personal visión “psicológico-obsesiva”— le causó no pocos dolores de cabeza al público más conservador de la casa. Y así fue como se vieron sirvientes calientes buscando tener sexo con quien se les cruzara, una amante de Oneguin apadrinándolo en el duelo y hasta la resurrección de Lensky, quien de la mano de Oneguin se unió a los invitados en el baile de la polonesa del inicio del tercer acto. 

Sin ninguna referencia a Rusia, tanto la despojadísima escenografía compuesta de una cocina primero y una caja blanca después, de Raimund Orfeo Voigt, como el moderno vestuario del diseñador Herbert Murauer y el cuidadoso tratamiento lumínico de Olaf Winter fueron fieles hacedores de las ideas del director de escena. En fin, un espectáculo muy discutible que cosechó tantos partidarios como detractores y que no dejó indiferente a nadie.

Compartir: