Fedora en Ginebra
Diciembre 17, 2024. La ópera Fedora (1898) de Umberto Giordano, título salido del nombre de pila de su protagonista —la Princesa Fedora Romazov—, fue una adaptación de la pieza de teatro homónima que Victorien Sardou había presentado en París en 1882, un año después del asesinato del zar Alejandro II en Moscú.
La relación entre el magnicidio ruso y la obra de Sardou es evidente. De aquella Rusia zarista que generó movimientos políticos violentos y anarquistas adversos al régimen, Arnaud Bernard, director de escena de la ópera presentada hoy, nos trasladó al Imperio Soviético en el momento anterior a la glasnost y a su posterior desintegración. El patético KGB imponía todavía sus métodos brutales por todos los medios disponibles, desde la electrónica más sofisticada a las escort-girls más llamativas. Para que no quedaran dudas sobre sus intenciones, el director añadió a los tres actos canónicos un prólogo en el que de manera muy explícita ilustró y quiso enseñarnos, diccionario en mano, la palabra rusa “kompromat”, que designa una maniobra malintencionada con el fin de comprometer a una persona —en general será un político o un hombre de poder— para hacerle desaparecer físicamente de la cancha de juego: política, económica, financiera…
En estas condiciones, Bernard hizo frente con pericia a la decena de personajes que poblaban el escenario durante el primer acto de la obra. Los incesantes ires y venires de tantos cantantes, algo menguó la brillantez de la música y, por desgracia, la de la bella aria de Fedora (‘Su questa Santa Croce’) que pasó casi desapercibida. El público saludó con un aplauso espontáneo nutrido y bien merecido el cuadro presentado a la subida del segundo telón, modelo de elegancia y equilibrio pictórico, logrado por el elegante decorado y el lujoso vestuario en negro firmados por Johannes Leiacker.
También en este segundo acto, el director de escena, secundado por Yamal Das Irmisch, se las vio y se las deseó para regir el coro (muy bien preparado por Mark Biggins) además de los múltiples solistas. El resultado fue sorprendente porque mantuvo la atención del público sobre los solistas principales mandando parar a todos los demás durante los momentos de mayor transcendencia dramática. Al tiempo, dejó a los dos protagonistas la responsabilidad de caracterizar dramáticamente sus personajes. Ellos lo hicieron con gran éxito acompañando con el gesto sus decires con la naturalidad exagerada que pedían las situaciones del drama.
Roberto Alagna hizo un majestuoso regalo profesional a su esposa Aleksandra Kurzak sumándose él al reparto de Fedora, una obra explícitamente dedicada a la soprano. Ella se lo agradeció con creces dando a la protagonista voz y alma. Si bien, como viene dicho, por exigencia del libreto y un pequeño descuido del director de escena, no brilló lo que debía en su primera aria, dio con ciencia y arte las réplicas a su amado en el segundo —en el que por otra parte le permitió triunfar vocalmente— y, por encima de todo, mostró al final del tercero el arrepentimiento de su relación con lirismo y elegancia, con el sentimiento de un dolor infinito que trascendió a la sala.
Aleksandra Kurzak (como Fedora Romazov) creó entonces un momento de gran lirismo porque su arrepentimiento pareció verdadero. Roberto Alagna (como el Conde Loris Ipanoff), valiente y osado, como es su costumbre en el escenario, sacó fuerzas de flaqueza por momentos para salvar situaciones vocales comprometidas. Fue siempre vencedor: vehemente en la página de ‘Amor ti vieta’, o divino pensando en su madre ‘Mia Madre’, alcanzó el diálogo final con las mejores condiciones vocales para acompañar magistralmente a su amada en la obra y en la vida.
Salúdese a los comprimarios todos en el escenario. Por supuesto al barítono Simone Del Savio (un De Siriex brillante vocalmente sólido); Yuliia Zasimova (una condesa Olga Sukarev algo métome-en-todo), o también a Vladimir Kazakov (un Cirilo el cochero con su explícito relato de la enrevesada situación causa de todo el mal).
Dígase de Antonino Fogliani el máximo elogio que se puede decir de un director musical: solamente hizo sonar su orquesta —la maravillosa orquesta de la Suisse Romande esta vez— durante los espacios sinfónicos. Por lo demás, la orquesta, totalmente integrada a la acción y del todo respetuosa de los artistas en escena, no se oyó. Pocos directores, pocas veces, consiguen a este punto la simbiosis entre el escenario y el foso. Esta noche, gracias a Antonino Fogliani fue el caso. ¡Muchas gracias, Maestro!