Gurre-Lieder en Milán
Septiembre 16, 2024. Partitura grandiosa, exuberante y monumental los Gurre-Lieder de Arnold Schönberg (1874-1951) vuelven al Teatro alla Scala después de medio siglo. La única vez que esta extraordinaria obra maestra se pudo escuchar en la sala del Piermarini fue en 1973 bajo la batuta de Zubin Mehta.
De compleja realización e interpretada raramente a causa de las enormes dimensiones del conjunto previsto, los Gurre-Lieder fueron programados en el teatro milanés en ocasión del 150 aniversario del nacimiento del compositor. Además de la Orquesta y el Coro del Teatro alla Scala, estuvo también involucrado el Chor des Bayerischen Rundfunks.
Las canciones fueron compuestas entre 1900 y 1911 en un periodo de profundos cambios y renovación de su estilo propio, y su debut tuvo lugar en la sala Grosser Musikvereinssaal de Viena, en febrero de 1913, con un éxito triunfal. Aunque el músico vienés poco a poco metió a punto la técnica innovadora de componer con los doce sonidos (“dodecafonía”, como a él no le gustaba que fuese llamada), nunca los negará. Por el contrario, los consideraría un hito fundamental en la evolución de su propio lenguaje.
En palabras del propio Schönberg: «Esta obra es la clave de toda mi evolución y me hace entender cómo todo a continuación iba a suceder así». La partitura de los Gurre-Lieder tiene un claro sello romántico tardío, impregnado de wagnerismo hasta la médula, probablemente el último homenaje a un período de la historia de la música que entonces se acercaba a su ocaso.
¡Cómo no encontrar en la leyenda nórdica de amor y muerte entre el rey Waldemar y la delicada Tove, ecos tristanianos! Pero también Brahms y Mahler fueron modelos para Schönberg, el cual logró transportar al oyente a un mundo poético naturalista de belleza interior, y supo seducir con un uso sapiente de timbres orquestales. Un manejo virtuosístico de la técnica del Leitmotiv luego sirve de unión para los diversos episodios vocales que se suceden intercalados por breves e intensos interludios.
En el podio, Riccardo Chailly mantuvo con firmeza y rigor las riendas de la imponente partitura, sin ceder a efectos decadentes fáciles, exhibiendo una carga dramática explosiva y capturando sobre todo los aspectos expresionistas de la partitura, que nos sumergió en una atmósfera nocturna y visionaria. Por tanto, Chailly miró hacia adelante, viendo lo que habría sido, y esto se notó especialmente en la tercera parte de la obra, instrumentada por Schönberg tras sus primeras experiencias atonales. Aquí, el director milanés regaló páginas de rara complejidad y tensión dramática con extrema lucidez y nitidez.
Cada interludio fue cincelado a través de un análisis meticuloso y refinado. Chailly supo mantener siempre viva la narración, estimulando, incitando, y exhortando implacablemente a la óptima Orquesta del Teatro alla Scala. De alto nivel estuvo el elenco, en el que Andreas Schager personificó a un Waldemar con voz segura, robusta, y con un squillo fuera de lo común. Probablemente Schager es el único y verdadero Heldentenor hoy en día. El tenor alemán superó con aparente simplicidad las dificultades que están diseminadas en su parte llegando a lo más alto con naturaleza.
Camilla Nylund, experta en el canto wagneriano, mostró un hermoso timbre y musicalidad perfeccionando las preciosas frases musicales confiadas a la dulcísima Tove. Acento esculpido y perfecta dicción tuvo Okka von der Damerau, quien cantó la pieza más célebre, Lied der Waldtaube (El canto de la paloma del bosque) con intensidad, emoción y teatralidad, esa teatralidad de la que efectivamente no careció Michael Volle, quien también es un célebre intérprete wagneriano (y que será Wotan en el próximo Ring scaligero), intérprete que aquí tuvo dos papeles en la tercera parte de la obra: el campesino y la voz recitante en el episodio en forma de melólogo, un episodio en el que la recitación toma la forma de una especie de Sprechgesang, abriéndose así a esas nuevas perspectivas en la relación entre la palabra y la música que Schönberg supo aprovechar al máximo en los años posteriores. Volle, con su timbre cálido y viril, puso en evidencia un canto matizado y comunicativo.
Norbert Ernst se desenvolvió con agilidad, ligereza y humorismo en la parte del Bufón Klaus. Y aquí, finalmente, el merecido aplauso para Alberto Malazzi y Peter Dijkstra por haber preparado a sus dos coros con lo mejor de sus posibilidades, en páginas muy intrincadas y de gran dificultad, para una velada que será seguramente para recordar.