
Iphigénie en Tauride en Sevilla

Edward Nelson (Oreste) y Raffaella Lupinacci (Iphigénie) en Iphigénie en Tauride de Christoph Wilibald Gluck en el Teatro de la Maestranza de Sevilla © Guillermo Mendo
Febrero 11, 2025. Sorprende la escasez con la que el compositor alemán Christoph Willibald Gluck (1714-1787) aparece en el programa lírico de los grandes teatros. De entre todas sus obras, tan solo dos o quizá tres se escuchan de vez en cuando. El Teatro de la Maestranza de Sevilla estrenó la que es, sin duda, su ópera más emblemática, Iphigénie en Tauride (estrenada en 1779 en París).
Gluck no alcanzó la plenitud del genio que caracterizaba a los grandes compositores del barroco o, ni qué decir, a su colega de Salzburgo, mucho más joven que él, pero su carisma y su popularidad hicieron de él uno más de los grandes. De hecho, es tenido como el “compositor clásico” por excelencia, a quien se debe mucho del prestigio de que goza la ópera hoy en día. Una vida acomodada le permitió actuar con libertad y no depender, así, del mecenazgo imperante en la época.
En Viena conoció al poeta y libretista toscano Ranieri di Calzabigi (1714-1795), que había leído sobre los excesos ornamentales de la música italiana (los ensayos de Francesco Algarotti) y estaba decidido a llevar a cabo una reforma operística que en realidad no era sino abandonar los preceptos de un barroco ya enfermo, para adoptar los valores del neoclasicismo en un momento en que se estaba redescubriendo la sobriedad del mundo antiguo.
Seducido por estos preceptos, Gluck comenzó su andadura reformista con el estreno de Orfeo ed Euridice, en el Teatro de la Corte de Viena en octubre de 1762, donde tras varios años de arduo trabajo llegó a la conclusión de que el verdadero sentido de su reforma pasó por triunfar en la capital francesa. Viajó a París, que por aquel entonces era ya una avanzadilla de la ópera italiana, en busca del patrocinio necesario para afrontar sus últimos trabajos, recurriendo, incluso, a su amiga y ex alumna María Antonieta, ahora delfina de Francia, quien no dudó en mostrar todo el apoyo necesario a su fiel compositor.
Fue entonces cuando Gluck puso fin a su periodo como reformador, alcanzando su cima compositiva con el estreno de su obra Iphigénie en Tauride en el Teatro de la Ópera de París el 18 de mayo de 1779, con libreto en francés de Nicolas-François Guillard sobre el drama homónimo de Eurípides.
La tragedia de Gluck se da cita, por primera vez, en El Teatro de la Maestranza, en colaboración con las óperas de Bruselas y Montpellier, donde el sevillano Rafael R. Villalobos fue el responsable de la puesta en escena. Un teatro en ruinas, en mortecina penumbra, fue el marco elegido para dar espacio a estas “pasiones familiares”. Está claro (o no) que la provocación funciona, y más aún, con un aderezo de obscenidad. Más que aprobado, en lo tocante a la dirección actoral, así como los efectos especiales (iluminación y diseño de escena), de la mano de Felipe Ramos y Emanuelle Sinisi.
La Real Orquesta Sinfónica de Sevilla tuvo la suerte de contar con la directora griega Zoe Zeniodi, que hizo una muy buena lectura de esta genial partitura, con gran dominio tanto de la musicalidad como de las voces en el escenario, buen control del volumen en todos los registros. El otro gran beneficiado del buen hacer de la maestra helena fue el Coro del Teatro de la Maestranza que, con la genial dirección de Iñigo Sampil, volvió a adueñarse del escenario, debido en buena parte a la magnífica coral de “las sacerdotisas”, así como el apoteósico final ‘Les dieux, longtemps en courroux’.
La cantante italiana Raffaella Lupinacci fue la gran triunfadora de la tarde, que lució una bellísima voz de mezzosoprano pura, de timbre muy consistente. Mostró, asimismo, gran personalidad interpretativa, armonizada, con momentos de auténtico lirismo, tanto en la zona alta como en los sotto voce. Genial, su lamento en el inicio del cuarto acto ‘Je t’implore et je tremble’, donde arrancó más de un “bravo”.
El rol de Oreste recayó esta vez en el norteamericano Edward Nelson, quien hizo gala de una voz de barítono con tintes dramáticos. Demostró grandes dotes actorales además de un bonito fraseo en el aria del acto segundo, ‘Le calme rentre dans mon coeur’. El amigo de Orestes tuvo más problemas de lo debido para salir airoso, pero lo cierto es que el tenor australiano Alasdair Kent fue de menos a más. Después del intermedio fue otro Pylade, de agudos más refinados y bonitos discursos, acabó firmando uno de los pasajes más bonitos de la tarde, el dúo del tercer acto ‘Et tu prétends encore’, que despertó los aplausos del público.
Por último, debo subrayar el trabajo del barítono jienense Damián del Castillo en el rol de Thoas, así como la apacible interpretación de la cubana Sabrina Gárdez en el doble rol de Sacerdotisa/Diane. Algo más reservada fue la propuesta vocal y actoral de la catalana Mireia Pintó, que se desdobló también en una sacerdotisa y en una mujer griega. Mención aparte merecen las interpretaciones de Beatriz Arjona (Clytemnestre) y Nacho Gómez (Agamemnon).