La forza del destino en Milán
Diciembre 22, 2024. Parecería que La forza del destino de Giuseppe Verdi (1813-1901) tiene todas las cartas en regla para ser programada en la apertura de una temporada operística, con su amplia estructura heterogénea, siguiendo el modelo de la obra teatral del siglo XIX, repleta de grandes páginas solistas y corales que resultan satisfactorios para el público tanto desde el punto de vista musical como dramatúrgico; en pocas palabras, tanto para los oídos como para los ojos.
Sin embargo, desde el lejano 1965 este título verdiano no se programaba el 7 de diciembre, día de la tradicional inauguración de la temporada del Teatro alla Scala de Milán. En aquella ocasión, Gianandrea Gavazzeni dirigió un elenco estelar encabezado por Ilva Ligabue, Carlo Bergonzi, Piero Cappuccilli, Nicolai Ghiaurov y Giulietta Simionato.
En esta nueva producción, la dirección escénica le fue confiada a Leo Muscato, un director al que nunca le ha atraído hacer elucubraciones mentales sobre la trama de la ópera o intervenir en el libreto, como tampoco se ha mostrado interesado en utilizar diabluras hiper tecnológicas o invadir la escena con proyecciones de video.
De hecho, su espectáculo es sustancialmente tradicional, con una dirección escénica tranquilizadora (¡muy bien hecha!) que ambientó cada acto de la ópera en una época diferente, con los personajes situados sobre una amplia plataforma giratoria que los hacia transitar a través de los siglos, pero que en realidad fue como si los dejara siempre detenidos en el mismo punto, en un tiempo dominado por una persistente y perenne guerra (algo que desafortunadamente es hoy bien conocido). Esa plataforma en rotación representó el paso del tiempo, el paso del destino, la rueda de la fortuna, en un contexto de guerra transversal que demuestra cómo la humanidad, a pesar de creer en el progreso y la evolución, en realidad queda atrapado en un dramático círculo del tiempo. En suma, la guerra es el triste leitmotiv de la historia del hombre.
Quizás la dirección escénica no presentó alguna novedad desde el punto de vista visual, como tampoco en lo que respecta a la profundidad interior de los personajes. Todo fue como debía ser: respetuoso del libreto, con escenografías y vestuarios apropiados, las primeras diseñadas por Federica Parolini y los segundos confeccionados por Silvia Aymonino, y en conjunto todo se mostró verdaderamente agradable.
Riccardo Chailly condujo con cierta atención, sin dejarse abrumar por el tumulto de lo que ocurrió. Sin embargo, estuvo atento al ritmo teatral, como también al cincelado de las líneas internas, nunca como en esta ocasión tan inesperadamente intrigante y estimulante. La balada de Pereda, al inicio del Acto II, por ejemplo, no pareció tan crepitante como en otras ocasiones, sino que fue más íntima y suspendida; y la sinfonía inicial se desenvolvió entre inusuales sombras de claroscuros. La interioridad buscada por el director milanés como tal se notó un poco a lo largo de la partitura, pero esto ciertamente no afectó su envolvente capacidad para narrar. Después, ¡qué decir de la mayúscula prueba de la Orquesta del Teatro alla Scala!
El elenco para esta inauguración scaligera fue de alto perfil con una Anna Netrebko en gran forma. Su Leonora gustó por la credibilidad del personaje interpretado, que obtuvo con medios vocales exquisitos, timbre aterciopelado, extraordinaria proyección vocal, perfecto control de las dinámicas y facilidad de emisión también en los pianissimi, como también con una indiscutible presencia escénica. Su dicción no pareció siempre ser impecable, pero se trata de un pecado venial frente a una prestación del todo convincente.
A su lado, Luciano Ganci vistió el papel de Don Alvaro mostrando un instrumento vocal sólido y seguro, a pesar de un fraseo que no lució siempre muy refinado. El romano, un tenor lírico de voz sana y natural, convenció mostrándose apasionado y evidenciando brillo tonal, impulso y un hermoso squillo. Ludovic Tézier, barítono grand seigneur, interpretó a Don Carlo de Vargas con acento esculpido, voz bien proyectada, amplia y bien timbrada y con un fraseo siempre intento. Su mórbida emisión vocal y su acento noble le permitieron dibujar un personaje de gran espesor.
A su vez, Vasilisa Berzhanskaya no pareció estar siempre a gusto en el papel de Preziosilla, a causa de un color vocal demasiado claro y un volumen por momentos un poco débil, pero no careció de determinación y tenacidad. El papel de Il Padre Guardiano fue interpretado de manera relevante por Alexander Vinogradov, con voz profunda, hieratismo y solidez que le permitieron construir un personaje confiable, aunque su dicción era un poco imperfecta. Mientras tanto, el Melitone de Marco Filippo Romano, cínico y alejado del cliché del caricaturismo, hizo justicia a la dicción en la mejor tradición de la escuela italiana, representada por Alessandro Corbelli y Sesto Bruscantini.
Carlo Bosi (Mastro Trabuco) se confirmó como uno de los mejores tenori caratteristi que existen. Completaron el elenco Fabrizio Beggi (Marchese di Calatrava), Marcela Rahal (Curra), Huan Hong Li (Alcade) y Xhieldo Hyseni (Chirurgo), quienes recrearon sus roles con una actitud ejemplar. Por último, un gran elogio para Alberto Malazzi y para su Coro del Teatro alla Scala, el verdadero coprotagonista de la ópera.