
La sonnambula en Texcoco

Anabel de la Mora (Amina) y Carlos Alberto Velázquez (Elvino) en La sonnambula en Texcoco © Daniel Ortiz
Abril 12, 2025. Bajo la batuta de su titular artístico, el maestro Rodrigo Macías, la Orquesta Sinfónica del Estado de México (OSEM) no solo se ha distinguido como una de las agrupaciones de mayor fiabilidad musical en nuestro país, sino también por integrar opciones operísticas en sus temporadas.
Esas ocasiones para el género no siempre han sido escénicas, pero la sensibilidad y el gusto del director de orquesta por la lírica se despliegan en sus programas con la riqueza, además, de títulos no tan habituales en el panorama mexicano. Así ocurrió los pasados 12 y 13 de abril en la Sala-Teatro Elisa Carrillo del Centro Cultural Mexiquense Bicentenario de Texcoco, fechas en las que la OSEM ofreció un par de funciones de La sonnambula (1831) de Vincenzo Bellini (1801-1835), una de las cumbres del bel canto que, sin embargo, no se presentaba en México desde hace más de 60 años.
Para traer nuevamente a la escena nacional esta ópera en dos actos, que cuenta con libreto en italiano de Felice Romani (1788-1865), basado en un guion de Eugène Scribe (1791-1861) y Jean-Pierre Aumer (1774-1833), la OSEM colaboró con Escena 77 Producciones para concretar un montaje realizado con el apoyo del estímulo fiscal EFIARTES. De esa forma, la agrupación volvió a escenificar un título operístico, luego de no hacerlo desde 2019, si bien durante este lapso había presentado en versión de concierto obras tan importantes como Die tote Stadt (1920) de Erich Korngold (1897-1957).
La familiaridad de la OSEM con la ópera pudo apreciarse en las funciones de La sonnambula, ya que tanto la música como la puesta en escena propiciaron, en general, la belleza melódica y el tejido vocal virtuoso que caracterizan al periodo belcantista y a Bellini en específico como autor, uno de los tres grandes compositores de ese estilo, junto con Gioachino Rossini (1792-1868) y Gaetano Donizetti (1797-1848).
La puesta en escena correspondió a Rodrigo Caravantes, con diseño de escenografía e iluminación de Patricia Gutiérrez, vestuario de Aurelio Palomino, maquillaje de Francisco Luna, coreografía de Mónica Armas y diseño de imagen de Sandra Escamilla, con producción ejecutiva de Patricia Pérez.
Caravantes, en la actualidad uno de los directores de escena más activos en diversos foros de nuestro país, es conocido por recontextualizar las historias que tiene entre manos en afán de presentarlos con modernidad y frescura, y esta producción no fue la excepción.
De la original aldea en los Alpes suizos en una época indeterminada, su concepto trasladó al público a una vialidad actual, frente a un edificio en construcción. Así, los habitantes del barrio se convirtieron en trabajadores de la obra negra (como buena parte de la escena), ataviados con chalecos de seguridad de alta visibilidad, cascos de protección, que entre conos y barreras de tránsito color naranja, atestiguan (y chismean sobre) los enredos amorosos y pasionales de los protagonistas.
La labor interpretativa de la soprano Anabel de la Mora destacó en el elenco y dio una brillante referencia a estas funciones. Ello gracias a una voz equilibrada y expresiva, dispuesta en seguridad y estilo para enfrentar el registro alto y la deliciosa coloratura que hace del personaje de Amina uno de los más complicados, pero a la vez más lucidores del bel canto. Su instrumento se proyectó sanamente en pasajes como: ‘Come per me sereno’ y, por supuesto, ‘Ah!, non credea mirarti’.
No podría decirse lo mismo del Elvino del tenor Carlos Alberto Velázquez, ya que, si bien en su carrera ha dado muestras de su capacidad para explorar la zona alta de su emisión y de brindar pulidas líneas melódicas, esta vez su canto pareció fatigado, incapaz de hacer frente a la escarpada redacción vocal, no solo percibido en agudos derretidos, sino también en colaboraciones flojas con el conjunto y con Amina.

Gabriela Thierry (Teresa), Antonio Azpiri (Rodolfo) y Angélica Alejandre (Lisa) © Daniel Ortiz
Algunas otras voces mostraron una grata consolidación en sus respectivas carreras, como la soprano Angélica Alejandre en el papel de Lisa, confiable en una salteada redacción belliniana y muy simpática en actuación, que incluyó sus mejores pasos de baile; o el bajo-barítono Antonio Azpiri en el rol del Conde Rodolfo, interpretado con homogeneidad de color y balance en su registro.
La mezzosoprano Gabriela Thierry (Teresa), el bajo-barítono José Manuel Valenzuela (Alessio) y el tenor Ricardo Calderón (Notario) complementaron los créditos vocales con buena integración a este argumento que transita entre el amor ingenuo y cierto drama por las confusiones y triquiñuelas a que da pie el sonambulismo de Amina, pero que se resuelve festivamente como en las mejores óperas bufas belcantistas.
Las funciones, además del supertitulaje de Francisco Méndez Padilla y Jorge Cervantes (seguir las acciones operísticas sin este valioso recurso hoy ya parecería un despropósito en el mundo lírico), también contaron con un joven coro de emisión educada y estilística, preparado por Teresa Rodríguez, que si bien en términos de movimiento escénico fue algo monótono, logró buenos números en lo musical y brindó un marco adecuado para el desarrollo de las aldeanas y sentimentales aventuras de los solistas, lo que no es poco mérito si se considera no solo la trama y su trazo sino también, por ejemplo, la discapacidad visual del tenor Velázquez.
La OSEM (o la reducción a un ensamble de ella) tocó en estilo y proyectó el encanto melódico y vocal de la obra. Con ritmo fluido y dinámicas que cuidaron la voz solista y coral, Macías demostró que es un director lírico confiable, cuya pasión por el género se percibe no en alardes y presunciones, sino en la configuración de una oferta atractiva y gozosa para el público, animado incluso a trasladarse por una tarde a Texcoco.