L’Olimpiade en París
Junio 20, 2024. Aún faltaba un mes para el comienzo de los Juegos Olímpicos, pero París ya había empezado a animarse: la ciudad estaba abarrotada, las calles bullían hasta altas horas de la noche, aprovechando cada rayo de sol veraniego; los más variados eventos proliferaban, haciendo la ciudad más alegre… y más caótica.
Afortunadamente, la ópera no era ajena a este ambiente olímpico: Michel Franck, director general y artístico del Théâtre des Champs-Elysées, y el director de orquesta Jean-Christophe Spinosi, titular del Ensemble Matheus, decidieron llevar al escenario del TCE L’Olimpiade de Antonio Vivaldi (1678-1741).
Con libreto de Pietro Metastasio (1698-1782) —uno de los iconos de la opera seria—, la ópera se estrenó en Venecia en febrero de 1734. El libreto está considerado uno de los mejores de Metastasio: ha sido musicado cerca de 80 veces y la primera de esas óperas, estrenada en Viena, fue con música de Antonio Caldara, justo un año antes de la creación de la versión de Vivaldi. La trama, ambientada en la antigua Grecia —muy del gusto de los venecianos, herederos autoproclamados de Troya—, no trata directamente de los Juegos Olímpicos, sino que los sitúa en un segundo plano.
Aunque la simplicidad es uno de los principios de la opera seria, la trama se basa en un argumento que es todo menos simple. Clistene, rey de Sición en Grecia, manda matar a su hijo porque un oráculo le dijo que podría ser asesinado por él. Como siempre ocurre en estos casos, el niño es llevado a otra tierra, Creta, donde es criado con el nombre de Licida, quien eventualmente se enamora de la dama cretense Argene, pero el rey de Creta se opone al matrimonio.
Argene huye cerca de Olimpia, a Elide, donde vive como pastora. Licida también va a Olimpia, pero para presenciar los Juegos Olímpicos. Cuando llega, se entera de que el rey Clistene ofrece la mano de su hija Aristea al vencedor. Licida, que no sabe que Aristea es su hermana gemela, se enamora inmediatamente de ella.
Para ganar los juegos, Licida pide a su amigo ateniense Megacle, un campeón olímpico al que una vez salvó la vida, que participe en la competencia con su nombre. Megacle, leal a su amigo, acepta, pero el problema es que Megacle y Aristea están enamorados el uno del otro, pero no se casaron porque el rey Clistene no permitió que su hija se casara con un ateniense. Tras algunos dramas, la victoria de Megacle disfrazado de Licida y un intento fallido de suicidio por parte de Megacle, la farsa se desenmascara, se descubre la verdadera identidad de Licida y todo acaba bien.
Para Reinhard Strohm en The Operas of Antonio Vivaldi —el libro más completo sobre la vasta producción operística del compositor—, “los cuatro jóvenes (…) son conducidos por sus pasiones miopes y su bondad innata, así como por su capacidad de ser fieles y verdaderos —y por su incapacidad de serlo siempre—, a un final que no solo es feliz, sino que también revela una verdad sobre ellos. En este sentido, el objetivo del drama es filosófico. Una moral secundaria de la obra es social: los errores de los padres —el chovinismo y los prejuicios— se revelan como el único obstáculo real a la felicidad”.
¡Y empiezan los juegos!
El director de escena Emmanuel Daumas ha sabido aprovechar con inteligencia y buen humor el ambiente olímpico y poner el deporte en primer plano. La escenografía de Alban Ho Van utilizó diversos elementos que aluden a las Olimpiadas de nuestro tiempo y a la Antigua Grecia, recordándonos toda la tradición que conllevan los Juegos Olímpicos, mientras que el vestuario de Marie La Rocca y, sobre todo, la atrevida coreografía de Raphaëlle Delaunay transformaron a los cantantes, que se mezclaron con acróbatas y bailarines, en auténticos atletas contemporáneos. La iluminación de Bruno Marsol fue notable en varios momentos: hizo calentarse a los atletas a contraluz durante la apertura; creó una atmósfera propicia para que la hechicera inventada por Daumas hiciera sus ofrendas; y creó una atmósfera más íntima en el bello dúo entre Megacle y Aristea.
Daumas y el director musical, Jean-Christophe Spinosi, partieron de la vivacidad de la música de Vivaldi para poner el canto en su lugar como deporte de alto rendimiento. Esa fue una buena idea. Otra idea interesante fue un sutil cambio en el final. A diferencia del libreto de Metastasio, la puesta en escena de Daumas sugiere que Megacle muere: vuela con alas de ángel e intenta salvar a Licida. Como resultado, se suprime el último recitativo: en lugar de Clistene preguntando al pueblo si debía o no sacrificar a Licida —que, para entonces, todos sabían que era en realidad su hijo Filinto—, es Megacle (o más bien su espíritu) quien introduce el coro ‘Viva il figlio delinquente’ que absuelve a Licida.
En mi opinión, sin embargo, el mayor mérito de la dirección de Daumas residió en los recitativos. Se hicieron con entonación, sin la monotonía que deja al oyente esperando la siguiente aria. Esta puesta en escena dinámica, con su teatralidad y musicalidad, donde se mezclaron el teatro, el canto y el deporte, fue muy eficaz para crear un espectáculo agradable y mantener la atención del público hacia la obra barroca.
Sin embargo, no todas las ideas eran tan felices. Aminta, el preceptor de Licida, un papel para una soprano travestida, se transformó en una especie de hechicera. Su primera aria, la hermosa ‘Fidarsi della speme’, en la que, casi en un amargo lamento, advierte a Licida del error al que conducen los que confían demasiado en la esperanza, es desfigurada, transformada en el cacareo de la gallina que es sacrificada mientras Aminta canta.
Luego, antes del coro pastoral ‘Oh care selve’, se introdujo un ritmo que parecía proceder de La consagración de la Primavera de Igor Stravinski (estrenada en el mismo TCE en 1913), una atmósfera musical totalmente ajena al resto de la ópera. Estas exageraciones no pusieron en peligro el espectáculo, pero sí revelaron un intento por todos los medios de hacer disfrutar al público con una ópera barroca, de demostrar cómo una opera seria puede ser ni tan seria ni tan aburrida.
Durante la obertura, una cautivadora sinfonía en tres movimientos, vemos a los atletas en pleno calentamiento —entre ellos Licida, interpretado con espíritu olímpico por el contratenor polaco Jakub Józef Orliński, quien canta su primer aria, la rápida ‘Quel destrier che all’albergo è vicino’, como un acróbata, incluso haciendo equilibrios sobre un caballo gimnástico durante el da capo. El contratenor ofreció una bella interpretación del aria ‘Mentre dormi’, al final del primer acto, cuando bajo el espíritu pastoral coexisten una nana para Megacle y el egocentrismo de Licida, para quien todo debe girar en torno a su propio amor por Aristea, incluso los sueños de Megacle. Lo que prevaleció en la interpretación de Orliński, sin embargo, no fue la inventiva musical, sino una cierta monotonía en su canto, rota por su actuación de gimnasta, perfectamente adecuada al papel.
Orliński compartió protagonismo con el Megacle de la mezzosoprano suiza Marina Viotti, mucho más atenta a los detalles y a las variaciones musicales. Entre las exigencias físicas a las que se vio expuesta, nada comparable a su aria final, ‘Lo seguitai felice’ —precisamente la de más coloraturas—, cuando tuvo que cantar el da capo suspendida por un par de alas. Aun sin poder apoyar los pies, Viotti consiguió mantener la calidad de su canto.
Para mí, la gran revelación de la función fue la mezzosoprano italiana Caterina Piva, quien interpretó a Aristea. Además de ser una gran actriz —la mejor actriz sobre el escenario—, Piva utilizó hábilmente el vasto color de su voz al servicio de la interpretación y de un fraseo inventivo. Su aria ‘Sta piangendo la tortorella’, con las acrobacias del gimnasta francés Quentin Signori de fondo, fue una de las sensaciones de la noche.
El mejor momento, sin embargo, fue el ingenioso y delicioso dúo “Ne’ giorni tuoi felice”, entre Aristea y Megacle, cuando Aristea, que no sabía nada de la farsa, no entiende a Megacle y le dice que hable, mientras él le pide que se calle. Las voces de Piva y Viotti se mezclaron maravillosamente, pero en ningún momento fueron indistinguibles. Fue la joya musical de la noche.
La Argene de la contralto francesa Delphine Galou fue el punto débil. Abrazando un papel que aparentemente no favorecía su tesitura, la voz de Galou sonó opaca y se proyectó con dificultad. Con buena agilidad, la soprano rumana Ana Maria Labin fue una gran Aminta, y habría sido aún mejor si se le hubiera permitido cantar ‘Fidarsi della speme’ como debía. La nota triste es que Labin se incorporó a la producción para sustituir a Jodie Devos, fallecida de cáncer solo cuatro días antes, a la edad de 35 años. Por este motivo, el director artístico del TCE, Michel Franck, rindió un emotivo homenaje a Devos y le dedicó la función.
Al principio, el bajo italiano Luigi De Donato parecía poco confortable, especialmente en los recitativos de Clistene. Su interpretación, sin embargo, creció considerablemente en el transcurso de la velada. Como Alcandro, el barítono chileno Christian Senn destacó sobre todo en su aria “Sciagurato, in faccia a norte”, en la que estuvo acompañado únicamente por el violonchelista, que subió al escenario. Una vez más, la música fue alterada, pero de una forma tan bella que solo podemos perdonarlo.
Dirigido por Spinosi, el Ensemble Matheus cometió sus excesos, como ya se ha mencionado, pero en conjunto el resultado fue una actuación dinámica, con mucha musicalidad y un gran sonido.
Trailer de L’Olimpiade en París.