Madama Butterfly en Los Ángeles
Septiembre 21, 2024. Septiembre marca el arranque de casi todas las temporadas de los teatros operísticos estadounidenses, y la Ópera de Los Ángeles, uno de los teatros más importantes del país, inauguró su propio ciclo con la ya célebre y apreciada Madama Butterfly de Giacomo Puccini (1858-1924), en el momento en el que se acerca la conclusión del año conmemorativo del centenario de la muerte del reconocido compositor operístico.
Una pregunta que se escucha frecuentemente es: ¿Por qué se sigue recurriendo a un título tan visto y recontravisto? Y la respuesta está en la música, y en la capacidad del compositor de tocar las fibras mas profundas del público, que la sigue pidiendo, sigue asistiendo y la sigue disfrutando. Allí radica la grandeza del compositor, que creó la manera de hacer aflorar sentimientos y comunicarlos al público en cada repetición del título. No tengo duda de lo anterior, pero a cada función a la que asisto de esta obra, aunque podría argumentarse que es ya una rutina innecesaria, me demuestra la universalidad del arte de Puccini, quien siempre logra el mismo efecto en el público del teatro, país y ciudad donde sea escuchado.
Pero aquí es donde comienza el trabajo de los teatros. ¿Cómo ofrecer este título con una visión renovada o un ángulo diferente? El resultado puede variar según el elenco, el director y la orquesta. El problema radica en la manera de escenificarla, la envoltura, por decirlo de una manera coloquial. La Ópera de Los Ángeles buscó más allá de sus fronteras hasta encontrar una producción novedosa del Teatro Real de Madrid, si bien el concepto y la idea no lo son tanto y ya han sido vistos en otras puestas.
Se trata de una idea hollywoodesca, que situó la acción y la trama en un set de filmación cinematográfica en la época de los años 30 del siglo pasado. Generalmente se habla del concepto del teatro dentro del teatro; este sería más bien un concepto de cine dentro del teatro. La función se realizó a escenario abierto, donde el público pudo observar cámaras de cine antiguas, personal encargado de la grabación que se desplazaba por el escenario ajustando los preparativos técnicos, maquillistas, comparsas y extras ataviados con vestuarios de la época.
Incluso, un detalle que me pareció simpático, antes del inicio de la función, fue ver al director de orquesta James Conlon caminando sobre el escenario y saludando a los camarógrafos y al director de escena, como si él mismo estuviera supervisando el set. Minutos después, Conlon bajó al foso y, después de que la orquesta interpretara el himno nacional estadounidense —costumbre muy común al inicio de cualquier temporada musical, sinfónica, operística o deportiva—, comenzó la función.
La escenografía consistió en un enorme cubo giratorio, con grandes columnas y puertas corredizas que giraban, para cado cambio de escena. La puesta en escena se realizó dentro de ese cubo y esas columnas. Con tonalidades oscuras y doradas, se vio un montaje sencillo, pero atractivo. Al fondo había una pantalla donde se transmitían algunas imágenes, y cambios de color en el cielo. Todos estos diseños e ideas son de Ezio Frigerio, con adecuados vestidos de época y orientales bien diseñados por Franca Squarciapino, con iluminación concebida por Vinicio Cheli y aquí ejecutada por el iluminador mexicano Pablo Santiago. La dirección escénica fue del uruguayo-catalán Mario Gas, que tuvo la virtud de enfocarse particularmente en el personaje de Cio-Cio San, en su desarrollo, su comportamiento, su dramatismo y desesperación, que la llevan casi a niveles de insanidad por el sufrimiento que vive, así como su desdén por la cultura japonesa a la que pertenece para adoptar una manera de actuar y vestirse como “estadounidense”.
La dirección de Gas fue directa y fluida, llena de garra y emocion, y capaz de captar la atención. Otra virtud fue que los extras y comparsas, los encargados de realizar la película, jamás intervinieron en la escena o la obstruyeron, permaneciendo siempre a los lados del escenario y, aunque eran visibles para el público, no supusieron una distracción, como tampoco lo fueron las cámaras de grabación. Cabe por último señalar el detalle de que la transmisión de la ópera pudo verse toda en su totalidad, incluso escenas en el interior del cubo escenográfico, en blanco y negro, en la enorme pantalla colocada en la parte superior del escenario, donde debajo se podían leer los subtítulos. La función llegó a ser vista por gente fuera de los confines del teatro, como en el muelle de la vecina ciudad de Santa Mónica, donde se congregó una multitud que la vio como si fuera una película en blanco y negro.
En resumen, el cometido para un teatro con cercanía a Hollywood y el mundo cinematográfico se cumplió de manera cabal, y formó parte de la larga lista de colaboraciones con los estudios cinematográficos. Por ejemplo, hay que recordar el exitoso Trittico de Puccini de hace algunos años, que logró juntar a Woody Allen con William Friedkin, director de la película El exorcista.
Desde el punto de vista vocal y actoral, la atención se centró en el desempeño de la soprano sudcoreana Karah Son como Cio-Cio San, artista a quien por cierto descubrí cantando el mismo personaje a mediados del año pasado en San Francisco, y aunque es prematuro hablar o predecir el futuro de un artista, su dominio del papel fue total, convirtiéndose ya en su caballo de batalla por la cantidad de teatros en los que lo ha cantado. Su actuación fue sorprendente, admirable y convincente. El nivel de dramatismo que imprimió a su caracterización la hizo una joven determinada, que derrochó dramatismo, emoción y sensibilidad. Su voz es amplia y posee brío y metal, pero su canto no se basa solo en el nervio, sino que sabe dotarlo de nitidez, claridad, matices y una fragilidad y dulzura de unos pianissimos casi susurrados y conmovedores. Sorprendió por su presencia escénica y la estruendosa ovación de pie que se llevó al final, que fue el mínimo premio a su trabajo.
A su lado contó con la Suzuki de la mezzosoprano sudcoreana Hyona Kim, quien alternó también en San Francisco con Son, y por su desenvolvimiento actoral y vocal tan categórico, resaltó el personaje de Susuki, que suele ser un personaje en segundo plano, y quizás fueron aquellas funciones de San Francisco por las que Los Ángeles las contrató a ambas.
Muy bien estuvo el Pinkerton del tenor chileno-americano Jonathan Tetelman quien, en su debut local como coprotagonista, mostró presencia y porte en escena. Su voz es robusta, con brío, homogénea y de elegante fraseo, además de que conmovió con el espléndido uso de su registro agudo. Como Sharpless, Michael Sumuel, bajo-barítono estadounidense con una carrera ascendente, mostró buenas cualidades vocales. Tiene una voz importante y vigorosa, aunque en sus movimientos y apariencia escénica se vio un poco rígido y desapegado de la historia. Un cantante que seguro madurará y cuyo nombre se escuchará con más frecuencia.
Activo y malicioso fue el Goro del tenor filipino Rodell Aure Rosell, como determinado estuvo el bajo chino Wei Wu como Bonzo. Para mencionar al resto del elenco, algunos cantantes pertenecientes al programa de jóvenes artistas del teatro, y que aportaron lo suyo, fueron la soprano canadiense-americana Gabrielle Turgeon como Kate Pinkerton, el bajo-barítono brasileño Vinicius Costa como El comisionado imperial, el barítono subcoreano Hyungjin Son como el príncipe Yamadori, el barítono Ryan Wolfe como El registrador oficial, y el niño Enzo Ma en el papel mudo de Dolor.
Muy profesional y seguro se mostró el Coro de la Ópera de Los Ángeles, que dirige el maestro Jeremy Frank, en especial en el “coro a boca cerrada” cantado desde ambos lados del escenario. Es difícil imaginar que después de veinte años en la dirección musical del teatro, el maestro Conlon dejará su puesto al finalizar la próxima temporada. El experimentado maestro estadounidense ha dejado su propio sello en esta orquesta que interpreta cada partitura con contagioso entusiasmo, pasión y ánimo, atención a los detalles y una búsqueda profunda de los matices orquestales y musicales. Su influencia en el teatro será difícil de sustituir.