Pagliacci en Seattle
Agosto 17, 2024. Comenzó una nueva temporada de la Ópera de Seattle (el único teatro estadounidense que inicia sus actividades en el mes de agosto) y lo hizo ofreciendo, en solitario, Pagliacci (Payasos), celebre título del compositor napolitano Ruggero Leoncavallo (1857-1919); en una función —más allá de que el teatro haya indicado que su escasa hora y treinta minutos de duración es suficiente para transmitir la teatralidad, la magia y la intensidad del verismo italiano— en la que quedó una sensación de insatisfacción y vacío entre los melómanos presentes, pues se ofreció sin su complemento, Cavalleria rusticana (Nobleza rústica) de Pietro Mascagni.
Hace varios años que asistí por última vez a una función aquí, y desde hace algunas temporadas —imagino que como como efecto pospandemia— uno de los teatros importantes de Estados Unidos, un bastión de las óperas de Wagner y Strauss en Norteamérica, ha adolecido de interesantes y atractivas elecciones de títulos, y de la ausencia de importantes nombres de cantantes y directores de la lírica, que visitaban esta ciudad frecuentemente.
De esta nueva temporada, me entusiasma especialmente la oferta —aunque en versión concierto— de la poco representada grand-opéra Les Troyens de Hector Berlioz y el anuncio de la llegada, el próximo mes, del director de escena James Robinson, quien después de más de quince años al frente del teatro Opera Theatre de Saint Louis, asumirá la dirección artística en Seattle, esperando que pueda devolverle la grandeza de épocas pasadas a este escenario.
Acerca de Pagliacci, alguna vez leí una definición, con la que concuerdo, que la describía como una mezcla de amor, obsesión, muerte y notable música orquestal en escena. Algunos de esos elementos estuvieron presentes en esta ocasión, comenzando con la segura y elocuente conducción del maestro italiano Carlo Montanaro, quien sacó adelante la función acentuando los momentos de júbilo, tensión, zozobra e inquietud que transmite la orquestación. Con buen pulso y dinámica, adecuada para el verismo, extrajo cohesión y conexión de los instrumentas de la orquesta quienes entregaron una óptima interpretación musical desde el foso.
La puesta en escena, situada en Italia alrededor de los años 40 del siglo pasado e ideada por Steven C. Kemp (con los adecuados vestuarios de Cynthia Savage e iluminación de Abigail Hoke-Brady), aunque ocupaba más espacio del necesario, tenía una enorme escalera que dificultaba los movimientos de los cantantes, coro, comparsas y figurantes, hizo que surgiera la imaginativa mano del director de escena Dan Wallace Miller, quien logró desenmarañar los retos de la trama logrando que no decayera el entusiasmo y la energía de los artistas principales.
Con un trabajo puntual y cuidado en los momentos más violentos e impulsivos, el tenor mexicano Diego Torre dotó de profundidad y sentimiento y mesurada pasión al personaje de Canio/Pagliaccio. Vocalmente se notó su instrumento con cuerpo, sustancia y seguridad en su registro agudo, con buena proyección. Queda como constancia su gustada y aplaudida interpretación del aria ‘Vesti la giubba’.
Agradó, convenció y sedujo la Nedda/Colombina de la joven soprano cubanoamericana María Conesa, en su debut escénico americano, ya que su carrera la ha realizado en Europa. Se vio una actriz desenvuelta, dentro de su papel, atractiva y deseada en escena, y con exuberante brillo y color en su canto. El barítono Michael Chioldi como Tonio/Taddeo, cantó con una voz potente algo destemplada, el tenor John Marzano compuso un Beppe/Arlecchino correcto. El barítono Michael J. Hawk como Silvio completó el grupo de solistas. El coro de la Ópera de Seattle, que dirige Michaella Calzaretta, fue muy profesional y notable en su interpretación del coro de las campanas.