Rigoletto en Bellas Artes

Alfredo Daza (Rigoletto) y Leticia de Altamirano (Gilda) en la producción de Enrique Singer para el Teatro de Bellas Artes © Ángel Reyes

 

“Lo viejo funciona, Juan”
Favalli, en El Eternauta

Mayo 8, 2025. La Compañía Nacional de Ópera, bajo la dirección artística del argentino Marcelo Lombardero, estrenó en el Palacio de Bellas Artes una nueva producción de Rigoletto, el infaltable título de Giuseppe Verdi que, desde 1851, desgarra los sentimientos del público a través de la fuerza de su melodrama de amores, abusos y una maldición kármica inexorable.

Con dirección escénica de Enrique Singer, esta ocurrente y anticanónica propuesta trasladó la acción de la Mantua del siglo XVI al México de los años 60, al parecer un cuadro de tugurios en exceso lujuriosos —indecisos entre la vibra a gogó o el exclusivismo del antro rooftop—, callejuelas sombrías y la típica vecindad enrejada barriobajera. 

Por fortuna, ante un trazo con las acciones centrales desenfocadas y a ratos somnífero, el montaje fue protagonizado por un elenco mexicano de estupendo nivel: el barítono Alfredo Daza en el rol de Rigoletto; la soprano Leticia de Altamirano en el de Gilda; el tenor Arturo Chacón como el Duque de Mantua y la mezzosoprano Guadalupe Paz como Maddalena. En las próximas funciones, programadas para los días 11, 13, 15 y 18 de este mes, los tres primeros papeles serán alternados con el barítono Jorge Lagunes, la soprano Génesis Moreno y el tenor Leonardo Sánchez.

La puesta en escena de Singer fue acompañada por el diseño de escenografía de Auda Caraza, la iluminación de Víctor Zapatero, el vestuario de Carlo Demichelis e Indira Aragón, el maquillaje de Cynthia Muñoz, así como las labores de coreógrafo de Raúl Támez y de régisseur de coreografía de Rodrigo González. El concepto, incoherente en la mayoría de sus partes, apostó por una relectura audaz, pero al extraviarse en sus propias ambiciones y cargas de agendas contemporáneas, quedó lejos de capturar el torbellino dramático y emocional verdiano.

Giuseppe Verdi delineó en Rigoletto —primer inciso de su conocida trilogía popular completada con Il trovatore y La traviata— un drama donde el bufón jorobado, su hija pura y un duque libertino chocan bajo el peso del destino de una venganza malhadada. 

El libreto de Francesco Maria Piave, inspirado en Le roi s’amuse (El rey se divierte) de Victor Hugo, destila pasión romántica, abusos de poder y, desde luego, la fatalidad de esos ingredientes, mientras la brillante partitura, con lucidores pasajes melódicos y vocales herederos del bel canto, seducen y estrujan a un mismo tiempo. Es favorita del público y de las programaciones líricas. Por algo es la décima ópera más representada en el mundo, según datos de Operabase.

Al frente del Coro (preparado por Rodrigo Elorduy) y la Orquesta del Teatro de Bellas Artes, la dirección concertadora corrió a cargo del maestro Benjamin Pionnier. El conjunto ofreció una imagen sonora pulcra y melódica, aunque con escasas chispas y honduras dramáticas. Las diversas secciones orquestales tocaron con cuidado del error, y lo consiguieron a cambio de una cautela que se tradujo en momentos de contención expresiva o mero y discreto acompañamiento.

El coro, uniformado de traje, si bien resultó expresivo y elocuente en un repertorio que le viene bien, podría haber sido mejor calzado por la música, sobre todo en sus pasajes estelares, en los que se percibieron ligeros desfases: ‘Zitti, zitti, moviamo a vendetta’ y ‘Scorrendo uniti’, donde de hecho la agrupación perdió foco ante una tríada de improvisados y anodinos bailarines, que refrendó la sensación de un trazo escénico con demasiado ruido visual, distracción al canto que comenzó desde la primera escena en la que había que encontrar dónde estaba el Duque o, luego, su bufón.

Las voces, en cambio, fueron el alma auténtica de la noche. Alfredo Daza, como Rigoletto, abordó su papel con un bel canto refinado, más que desde el dramatismo crudo del llamado “barítono verdiano”. Su ‘Cortigiani, vil razza dannata’ destiló un dolor íntimo, con fraseos matizados que, aunque menos explosivos, conmovieron aun sin joroba o vestido de domador de circo.

Leticia de Altamirano desplegó una Gilda de canto educado, agudos seguros y cristalinos, que le hizo brillar sostenidamente a lo largo de sus intervenciones. Su ‘Caro nome’, de coloratura precisa y lirismo sutil, evocó delicado candor, pero su vestimenta de colegiala religiosa y el entorno de vecindad —sube incluso a la azotea a lavar la ropa, al lado de vecinas fisgonas y cuchicheantes— diluyeron el aislamiento trágico de su personaje.

 

Arturo Chacón (Duca di Mantova) como «Gualtier Maldé» seduce a Gilda © Ángel Reyes

 

Arturo Chacón, un Duque de smoking, chaqueta norteña con barbas o bata para “ponerse cómodo” —en cualquier caso muy lejos de Mantua—, brindó una interpretación equilibrada en los conjuntos y de gran lucimiento en sus pasajes solistas. Es un rol que conoce y al que ha hecho justicia durante ya más de un centenar de ocasiones en su carrera. Esta vez, aunque quizá su mejor momento llegó con ‘Ella mi fu rapita!… Parmi veder le lagrime’, el aplauso conseguido en ‘La donna è mobile’ le llevó a bisar la famosa canzonetta insignia del personaje, como lo hiciera en Bellas Artes el entonces joven tenor italiano Giuseppe di Stefano, en 1948 (completa) y 1952 (solo la segunda parte).

Guadalupe Paz configuró una atractiva y juvenil Maddalena, de vocalidad oscura y cubierta, pero dulce, seductora y seducida por el antagonista, querido por casi todos a su alrededor. El bajo español José Antonio García como Sparafucile enfrentó dificultades con una emisión imprecisa e irregular que restó peso y contundencia a su sicario, lo que involuntariamente evitó la apología del delito. Con muchas mejores credenciales se presentó el bajo-barítono Óscar Valázquez, un Monterone impetuoso y juvenil en su apariencia, aunque sin escatimar poderío en sus demandas de justicia. Édgar Villalva (Borsa), Amed Liévanos (Marullo), David Echeverría (Conde de Ceprano), Hildelisa Hangis (Condesa de Ceprano), Mariana Sofía (Giovanna), Ingrid Fuentes (Paje) y Juan Marcos Martínez (Ujier) complementaron los créditos.

Al margen de la relectura de Enrique Singer en ese México sesentero, la ambientación escénica resultó algo déjà vu, ante la probable reutilización de elementos y decorados estéticamente pobres y narrativamente confusos propios de su procedencia de otras producciones. Esos aspectos y las agendas sociopolíticas —feminicidios, trata de blancas, misoginia, etcétera— ensuciaron el drama verdiano, desenfocando la maldición y los conflictos específicos de los protagonistas. 

Solo en el acto final, con el apuñalamiento, la agonía y muerte de Gilda, la puesta halló algo de redención al romper sus propias reglas y principios cosmogónicos iniciales. En esos momentos plasmados con un minimalismo de luces y sombras en lo alto, una suerte de río con cadáveres femeninos flotantes en lo bajo, se reveló el peso del destino en un juego visual depurado, como si la maldición, al fin, le hablara claro al director de escena antes que al público.

Aunque hubo una paradoja no menor. Lejos de redimir el montaje, el momento más aplaudido de la noche, ‘La donna è mobile’, encarnó con éxito el espíritu misógino que la producción pretendió denunciar. Que el Duque bisara esa declaración de principios del personaje, cantada con brío por Chacón, revela una contradicción: que la ópera, como todo arte, seduce y confronta por su propia verdad puesta en música y escena, no por agendas impuestas como ésta o la de México Canta.

Rigoletto es un grito frente al destino, no un panfleto, por más censura que hayan sorteado sus autores a mediados del siglo XIX. Cuando no se tienen los recursos, las herramientas conceptuales, técnicas o discursivas para resignificar un clásico, es más revolucionario, épico y valeroso seguirlo al pie de la letra. 

Para no ir muy lejos, la Lady Macbeth de Mtsensk firmada por Marcelo Lombardero, estrenada hace un par de meses en este mismo recinto y que reubicó su contexto con maestría, eclipsa esta propuesta igual de pretenciosa, pero mediana en sus resultados. Como dice aquella vieja consigna, “el destino no se negocia; se cumple”.

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