
The Old Maid and the Thief en Múnich

Sophia Keiler, Frances Lucey y Anna Agathonos en The Old Maid and the Thief de Gian Carlo Menotti en el Gärtnerplatz Theater de Múnich © Anna Schmauss
Junio 17, 2025. La generalizada ausencia de obras de Gian Carlo Menotti del repertorio teatral es un fenómeno que no puede explicarse por motivos artísticos. Las modas, casi siempre tan dañinas, y tal vez el costo de los derechos de autor, que aún no han caducado, pueden ser factores que en parte provoquen este olvido.
Afortunadamente, el Teatro Gärtnerplatz, nadando contra la corriente, puso en escena The Medium (La médium) en 2021 y ahora ha presentado una producción de The Old Maid and the Thief (La solterona y el ladrón), con libreto del compositor. Desgraciadamente, en ambos casos las óperas de Menotti no han merecido el honor de ser representadas en la sala principal de la casa, sino solo en el escenario de ensayos y sin que entren a formar parte del repertorio habitual del Gärtnerplatz. En el caso de la producción que ahora nos ocupa, tendrán lugar seis representaciones este año y tres más en 2026, y nos tememos que de ahí no pasará… En todo caso bienvenida sea y ojalá haya más.
El reparto de esta producción no deja nada que desear. La veterana mezzosoprano griega Anna Agathonos, en el papel protagonista de Miss Todd, luce buenas facultades vocales y, sobre todo, es capaz de convertir a su figura en un personaje verosímil y cómico al mismo tiempo. Sus medios musicales bastan y sobran para alcanzar esta meta, pero a ellos añade un excelente y versátil carisma como actriz. Es difícil imaginar una interpretación más acertada de este personaje.
A su lado sobresale la soprano irlandesa Frances Lucey, quien ha desarrollado en esta casa una larga y muy fructífera carrera como soprano. Su Miss Pinkerton es musical y dramatúrgicamente impecable, y complementa a la perfección al personaje protagónico. También aquí nos encontramos frente a una artista carismática y que domina sin debilidades tanto la vertiente musical como la dramática de su parte.
La joven cantante austriaca Sophia Keiler, una notable soprano lírico con buena coloratura, vigorosa messa di voce e indiscutibles dotes de actriz, es Laetitia, la figura de contraste que sirve de motor a la acción. El único varón del reparto, el australiano Jeremy Boulton, en el papel de Bob, es un barítono de buena impostación y timbre bastante claro, casi tenoril. Su interpretación musical es grata, si bien como actor resulta pálido: el personaje da para más.
Capítulo aparte merecen la orquesta y su director ucraniano, Oleg Ptashnikov. En una formación reducida, apta para la sala de ensayos sin foso, la Orquesta de Teatro Gärtnerplatz da pruebas de su competencia habitual. Ptashnikov supo dar a su versión un carácter que —sin perder su naturaleza propiamente sinfónica— tuvo la intimidad y la ductilidad propias de la música de cámara. Esta tensión entre ambos polos otorgó a esta versión una inusual vitalidad. Pero quizá el mayor mérito de este maestro fue el de captar a la perfección los matices psicológicos que en la partitura definen situaciones y caracteres, manteniendo a lo largo de toda la representación un seguro pulso dramático. En ese sentido, la orquesta contribuyó decisivamente a crear una intriga que arrastró al espectador como si estuviera leyendo uno de esos libros que no se dejan antes de haber llegado a la última página.
La puesta en escena del suizo Alexander Kreuselberg es un auténtico mirlo blanco. Es un gran placer ver esta escenificación en la que el director se atiene sobriamente al libreto y, a partir de él, profundiza en sus aspectos humorísticos, ofreciendo al público un espectáculo de buen gusto, inteligente y muy placentero. Los personajes son presentados de tal modo que podrían haber sido extraídos de una historia de Agatha Christie. No hay, milagrosamente, pretensiones pseudofilosóficas ni intentos de provocar por medio de presuntas transgresiones, sino solo teatro muy bien hecho, vivo, respetuoso con la obra (para nada se corrigen las “incorrecciones políticas” de “género” contenidas en el libreto) y pensado para transmitir ésta al público, no para gustar a los críticos ni para la autosatisfacción del director de escena.
La obra ofrece diversas posibilidades de interpretación, desde la psicológica hasta la sociológica, pasando por la sexual. Kreuselberg, sin descuidar la evolución psicológica de las figuras, pone el acento en la ironía y la comicidad (por mesurada doblemente eficaz) y deja de lado los matices trágicos que no faltan en la pieza. El vestuario y la escenografía de Rainer Sinell, así como la iluminación de Peter Hörtner, son sobrios, coherentes y eficaces y demuestran cómo sin extravagancias y con medios muy parcos se puede lograr una configuración visual congruente y harto satisfactoria.
En conjunto, estamos ante una producción en la que el trabajo de equipo funcionó a la perfección y que fue capaz de mantener en vilo al espectador y hacerle reír francamente, al tiempo que halagó su oído. Sin duda, serían éstas una obra y una puesta en escena ideales para introducir en el mundo de la ópera a jóvenes y a personas poco habituadas al género, sin por ello dejar de satisfacer a un público iniciado y exigente.