Turandot en Milán

Anna Netrebko protagonizó Turandot de Giacomo Puccini en la Scala de Milán © Brescia e Amisano

Julio 6, 2024. Turandot es una ópera muy vinculada al Teatro alla Scala, ya que justo aquí, en la sala del Piermarini, se puso en escena el estreno mundial de la ópera con Arturo Toscanini en el podio, el 25 de abril de 1926, velada en la que el célebre director de orquesta bajó su batuta después de la muerte de Liù, interrumpiendo la función para recordarle al público que, en ese punto, en las conmovedoras estrofas del Coro ‘Liù bontà, Liù dolcezza, dormi, oblia! Liù poesia!’, había muerto el Maestro. 

Como es sabido, el dueto final, del que Puccini solo dejó bocetos, fue completado por Franco Alfano, pero la versión original e íntegra de este final (Toscanini inmediatamente hizo numerosos cortes) casi nunca se interpreta. También esta vez se optó por la versión abreviada, que es menos pesada para los cantantes. 

La última ocasión que Turandot fue vista en la Scala, en 2015, Riccardo Chailly, en cambio, eligió otro final, aquel que fue elaborado siempre con base en los apuntes del compositor toscano por Luciano Berio, mucho más matizado y ambiguo de aquel demasiado triunfalista de Alfano. 

Pero, volviendo al espectáculo con el que ha concluido la temporada del teatro milanés, antes de la pausa estival, el Pekín pensado por Davide Livermore para esta nueva Turandot scaligera es una “Sin City” o “ciudad del pecado” oriental, geográficamente indefinida. El telón de abre con la visión de un barrio oscuro y escuálido delimitado por una hotel-burdel a la izquierda del escenario, y la acción se desarrolla en modo funcional y legible en lugar-no-lugar, que después se transformará en el palacio de Altoum y que también será la jaula dorada (un florido jardín púrpura suspendido) en el que Turandot vive encarcelada. Sí, ¡encarcelada!, porque la cruel princesa, en la idea de Livermore, tiene cuerpo y alma aun poseídos por los de su antepasada Lo-u-Ling, casi como si fuera su reencarnación, la abuela violada y asesinada más de mil años antes, y cuyo grito aún la devasta en los más profundo. 

Turandot aparentemente no le quita el ojo a la venganza, pero en realidad aspira a la paz interior, sublimada por el amor. Turandot, como todos los personajes principales de la ópera, hará una especie de viaje iniciático en busca de sí misma, librándose de una condición de opresión psicológica para encontrarse finalmente madura y libre de elegir. El elemento distintivo de este muy bien logrado montaje es un espectacular led circular see through que desciende desde lo alto e invade la escena, y en cuyo interior de destilan fantasmagóricas policromías que amplifican las sensaciones y las emociones, que emergen del libreto, como la sangre, la muerte, y la pasión, sobre las cuales se pueden admirar las sugestivas proyecciones creadas por D-Wok. 

Michele Gamba, que reemplazó en esta producción al previsto Daniel Harding, dirigió la partitura pucciniana con decisión y agilidad, aunque quizás con demasiada exuberancia fónica. Se distinguió por la agudeza de la parte rítmico-percusiva más que por las sutilezas tímbricas. Su lectura fue como del siglo XX: áspera, esencial, con poca languidez, para ser claros. Pero se notó también cierta desconexión entre el foso y el escenario.

Escena de la producción de Turandot de Davide Livermore para la Scala de Milán © Brescia e Amisano

La protagonista absoluta fue Anna Netrebko, quien nos dio una Turandot justamente glacial, cantada con un timbre suntuoso, un fraseo refinado y atención a las dinámicas. Su Turandot pareció imperiosa en la escena de los enigmas, como también humanamente frágil en el final de la ópera. Cuando se encuentra en escena, la soprano rusa mostró siempre un gran magnetismo. Yusif Eyvazov cantó con generosidad y pasión. Su Calaf impresionó por su presencia vocal y robustez. El tenor azerbaiyano mostró una cierta musicalidad, a pesar de la presencia de un color vocal no particularmente seductor. Pero la facilidad en el registro agudo emergió, por ejemplo, de las puntuaciones al estilo de Franco Bonisolli en “ti voglio tutta ardente d’amor”, y en otros momentos, con interminables coronas sobre los agudos, conquistó al público. 

Agradó la concentración, la intensidad expresiva y la capacidad de legato de Rosa Feola, una Liù de gran impacto emotivo; sobre todo en sus memorables páginas del tercer acto, donde Feola pudo demostrar belleza tímbrica y preciosidad en el cuidado de la línea vocal. Vitalij Kowaljow fue un Timur aceptable por presencia escénica y vocal, aunque su línea de canto no pareció ser muy refinada. Las tres máscaras —Sung-Hwan Damien Park (Ping), Chuan Wang (Pang) e Jinxu Xiahou (Pong)estuvieron vocalmente discretas, y gustaron por aptitud y predisposición, y gracias a la dirección escénica de Livermore evitaron la típica imagen caricaturesca que a menudo se encuentra en estos roles. 

Buena presencia vocal la de Raúl Giménez en el papel de Altoum, hecho fuera de los clichés habituales que a menudo lo retratan demacrado y rígido, y lo mismo para Adriano Gramigni, Un mandarín vigoroso de voz franca y nada estentórea. Excepcional fue el desempeño del Coro del Teatro alla Scala de Milán, dirigido con la conocida pericia de Alberto Malazzi, y una mención meritoria va también para el coro infantil o Coro di Voci Bianche della Accademia del Teatro alla Scala guiado por Marco de Gaspari. 

Para concluir, una nota quizás un poco kitsch: al público le fueron proporcionadas unas luces para ser encendidas después de la muerte de Liù, para conmemorar el centésimo aniversario de la desaparición de Giacomo Puccini, en el punto exacto en el que Toscanini interrumpió el estreno en 1926, con la cara del maestro que se destacaba en el gran led al centro del escenario. El conmovido público en la sala homenajeó, con un minuto de silencio, a uno de los más grandes operistas de todos los tiempos.

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