Heinrich Heine, el teatro y la ópera
Heinrich Heine es el máximo poeta de la lengua alemana, su más brillante y punzante caricaturista, además de agudo autor de reflexiones político-sociales, atributos estos que sin duda le han acordado su mayor fama.
La gran mayoría de aquellos que han leído sus obras, y saben de sus persecuciones, su exilio, y la cruel enfermedad que lo mantuvo recluido en su lecho mortal durante ocho años, lo aman profundamente y le profesan admiración casi ilimitada.
Sus versos, del más elegante lirismo, son muchas veces conmovedores, algunas veces trágicos y muy a menudo risueños. Baste con mencionar su popularísimo poema “Lorelei”, del año 1824, aquel que desde siempre se ha convertido en parte del folklore alemán y que los nazis adjudicaron a sabiendas a un autor anónimo. Su sentido del humor en las circunstancias más diversas se ha hecho proverbial. A veces parecería que nos observara con pícara sonrisa, pero su ceño se mantiene fruncido, porque ríe por no llorar y porque —parafraseando de algún modo a Shylock— ese es un distintivo típico y un recurso característico de su raza.
Así lo hemos conocido, querido, admirado, y compartido, sabiendo que Heine es ineludiblemente nuestro, por más que haya nacido en suelo alemán y se haya convertido. El odio que le expresó el establishment germano, celoso de su fuego y popularidad, no ha logrado marginarlo ni hacerlo callar. Heinrich Heine siempre ha sido, y siempre será joven, revolucionario empedernido, nunca ingenuo y siempre consecuente. Su pluma es implacable, exenta de trivialidades, irónica y sufrida a la vez.
Entre sus obras más famosas, algunas traducidas al español, una tarea casi imposible, por más que sus autores la hayan afrontado con buenas intenciones, por desgracia casi siempre insuficientes, y en este caso más que en otros, por aquello de “traduttore tradittore”, debemos señalar ante todo su inmenso Buch der Lieder (Libro de las canciones) de 1827, sus numerosas poesías amorosas, sus Hebräische Melodien (Melodías hebreas) de 1851, los relatos de sus viajes en diferentes zonas de Alemania y a otros países, sus divertidas y socarronas Florentinische Nächte (Noches florentinas) de 1837 o Aus den Memoiren des Herren von Schnabelewopski (Las memorias del señor Schnabelewopski) de 1831, su poema épico ‘Atta Troll’ de 1843, Das Buch Le Grand (El libro Le Grand) de 1827, el fragmento de su novela Der Rabbi von Bacherach (El rabino de Bajaraj) de 1840, sus artículos y sus intercambios epistolares. Todo eso en mayor o menor medida ha trascendido. Mucho menos, en cambio, sus escritos para el teatro, aspectos no menos interesantes de su creación.
Corre el año 1821. El joven Heine, ya entonces impetuoso, estudia en Berlín, después de pasar por las universidades de Bonn y Göttingen, de cuya fraternidad estudiantil ha sido excluido por ser judío. El rabino Leopold Zunz (1794-1886) acababa de fundar la Sociedad para la Cultura y la Ciencia de los Judíos en medio de un ambiente de creciente efervescencia en torno a las discusiones entre los rabinos ortodoxos y los liberales, y una ola de conversiones al cristianismo de numerosos jóvenes judíos, salidos de los guetos con la ilusión de una eventual pertenencia a la sociedad alemana y la apertura de puertas a oportunidades hasta entonces negadas.
Simultáneamente, Heine dicta clases de historia judía dos veces por semana en la sociedad arriba mencionada, y acude a las disertaciones universitarias de August Wilhelm Schlegel (1767-1845), donde absorbe las enseñanzas de este profundo conocedor, autor y traductor de literatura teatral hispánica, y especialista en todo lo referente al Nibelungenlied (Cantar de los nibelungos).
Heine dedica menos tiempo a la carrera de derecho que absuelve con disgusto años después, que al estudio de la historia. Es en esa época que comienza a expresar un interés especial y un amor de por vida por los avatares de los judíos españoles en la Edad Media, un tema que trata frecuente y repetidamente en sus poemas. En cuanto a los nibelungos, escribe sobre ellos muchos años antes que Wagner, que comenzó a trabajar sobre esta antigua saga en 1848.
1821 también es el año en que Heine hace sus primeros tanteos en el teatro. Su primera obra será Almansor, tragedia en dos actos, publicada un año después, que no se ocupa de aquel Almanzor que reinó en Al-Ándalus (la península ibérica) desde 938 a 1002, sino de aquel Ibn Abdullah, más conocido por el nombre de Boabdil, o sea Muhammad XII de Granada, cuyo reino se desmoronó definitivamente en 1491 cuando la caída de esa ciudad se constituyó en la etapa final de la reconquista cristiana.
Para esta tragedia, dicen que Heine consultó la Historia de las guerras civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita (1544-1619). Otros opinan que ha influido en él el “Romance de don Gaiferos” (del siglo XIII), y no faltan quienes afirman que ha leído The Conquest of Granada de John Dryden (1631-1700).
Sea como fuere, Heine escribió un drama con elementos autobiográficos, de rica poesía, poca acción y largos discursos, como tantos escritores de su época, en que muchos consideraban al teatro como entretenimiento básicamente literario. La frase principal que se ha grabado para siempre en la memoria de numerosos judíos es aquella, en boca del personaje de Hassan, cuando dice que “la quema de libros es solo el prefacio, por cuanto en donde queman libros acabarán por quemar personas”. Una profecía, dicen muchos, que se refiere a la quema de libros organizada por los nazis y celebrada por Joseph Goebbels en 1933.
Pero no hacía falta ser profeta. Alcanzaba con recordar las innumerables quemas de libros judíos desde los tiempos más antiguos, sin olvidar en modo alguno aquellas instigadas por los papas Inocencio IV, Clemente IV y muchos otros, pasando por las incineraciones francesas del Talmud y de los libros de Maimónides, o aquellas de Tomás de Torquemada, cuya saña llevó a tantos miles a las hogueras inquisitoriales, o aquella quema del 18 de octubre de 1817 durante el festival estudiantil de Wartburg, que Heine recordaba sin lugar a dudas.
Almansor subió a escena una única vez en vida de su autor, y con muy poco éxito, el 20 de agosto de 1823 en el Teatro Nacional de Braunschweig, en una representación interrumpida repetidamente por exclamaciones antisemitas de algunos espectadores. En cambio, la obra ha servido de base a una ópera en cuatro actos, del mismo título, compuesta por Tito Antonini (1850-1907), estrenada en el Teatro Constanzi de Roma en 1881, y de otra, nuevamente con el mismo título, en tres actos de Albert Thierfelder (1846-1924), publicada tres años después.
Heine produjo su siguiente intento teatral, la tragedia breve en un acto William Ratcliff a ritmo acelerado, en Berlín, en solo tres días de enero de 1822. Se trata de una especie de balada escocesa, tal vez un tanto truculenta, producto, en palabras del propio Heine, de su período de fogoso Sturm und Drang (tempestad y vehemencia), provista de bellas metáforas rimadas. Desde la perspectiva del teatro escrito y representado en los siglos XX y XXI, esta obra es mucho más lograda, ágil e interesante para el público actual.
Ya lo percibió el mismo Heine, cuando reconoció treinta años después que con Almansor sus textos se habían extendido en demasía, y que en su segundo intento creía haber aprendido la lección. Sin embargo, su autor no logró que William Ratcliff fuera llevada a escena, tal vez porque en ella había incluido no pocas críticas a problemas de injusticia social y miserias humanas, algunas curiosamente referidas a Londres, ciudad que aún no conocía y que visitaría varios años después.
Pero el texto de esta tragedia ha inspirado la composición de no pocas óperas. Cabe mencionar el Guglielmo Ratcliff de Emilio Pizzi (1862-1940), estrenada en Bologna en 1889, William Ratcliff del célebre compositor ruso César Cui (1835-1918), estrenada en San Petersburgo en 1869; otra con el mismo título del holandés Cornelis Dopper (1870-1939), estrenada en Weimar en 1909; y otras, una de ellas del suizo Volkmar Andreae (1879-1962) estrenada en 1914, aquella del húngaro Mauritius Vavrinecz (1858-1913), y principalmente la más conocida, Guglielmo Ratcliff de Pietro Mascagni (1863-1945), estrenada con éxito en el Teatro alla Scala de Milán en 1895, y mantenida en el repertorio de compañías europeas y americanas.
Pese al desaliento de Heine, por no lograr que teatro alguno pusiera en escena sus dos obras, volvió a considerar la composición de una nueva gran tragedia a partir del verano de 1823, anunciando en 1824 que sería muy profunda y lúgubre, que incluiría material de su novela El Rabino de Bajaraj y transcurriría en Venecia, donde el carnaval y la magia del amor desempeñarían un papel determinado.
Este proyecto nunca llegó a cristalizar. De la novela mencionada, que comenzó a escribir en 1824, se conservarían solo tres capítulos. Los demás fueron víctima de un incendio en casa de su madre, en Hamburgo. “Tal vez haya sido mejor así —comentó el autor— por cuanto hubiera creado grandes controversias e irritado a muchos.” Los tres capítulos disponibles, en los cuales aparece entre otras la figura de Isaac Abravanel (1437-1508) en clásico atuendo español, no carecen por cierto de una teatralidad potente, en que lo trágico se funde con exquisito humor.
En 1825, aprobó los últimos exámenes de sus estudios de abogacía, percibiendo de inmediato los grandes obstáculos que debido a su condición de judío se le interponían en el desarrollo de una carrera jurídica. El 28 de junio de ese año se hizo bautizar en privado y se convirtió al protestantismo, un acto al que no adjudicó importancia o significado alguno, y que, así creía, le abrirían muchas puertas.
De hecho, ello no ocurrió, porque su entorno nunca dejó de percibirlo como judío. En su fuero interior también él siguió sintiéndose como tal hasta el fin de sus días, se arrepintió casi enseguida de su conversión, y proclamó oficialmente su regreso compungido a la religión y al Dios de sus ancestros cuando en 1848 una cruel enfermedad lo confinó para siempre a lo que él denominó “la cripta del colchón”. Así dijo con profundo dolor:
Por mí nadie cantará una misa,
ni nadie dirá Kadish.
Nada dirán, ni habrá cantos,
cuando yo deje de vivir.
En 1831, perseguido por las autoridades alemanas a causa de sus escritos, y con orden de captura en todos los puestos fronterizos, Heinrich Heine se refugió en París, en cuyo exilio permaneció hasta su muerte. Allí se convirtió de inmediato en una celebridad. En Alemania, que añoró con alma y vida, fue calumniado y odiado, pero muchos leyeron sus ensayos y poemas con avidez.
También pusieron música a más de cuatro mil poesías de su Libro de las Canciones, y más de diez mil para la totalidad de su obra poética compositores como Franz Schubert, Robert Schumann, Félix Mendelssohn, Franz Liszt, Johannes Brahms, Richard Strauss, Piotr Ilich Chaikovski y Hans Werner Henze, para mencionar solamente a algunos.
En 1827 Heine escribió el ciclo de poemas Die Nordsee (El mar del Norte), después de un extenso viaje por esa región. Fue la primera vez que mencionó el relato del holandés errante. Pero fue en el séptimo capítulo de Las memorias del señor Schnabelewopski, seguramente uno de sus escritos más risueños, que describió con lujo de detalles una función teatral con ese título a la que dijo haber asistido en Ámsterdam, e interrumpió para una conquista amorosa.
Con ese relato Heinrich Heine volvió en forma indirecta, aunque decididamente, al teatro, ya que Richard Wagner (1813-1883) se basó en él para su ópera del mismo nombre. El músico de 26 años, recién llegado a París en 1839, sin fama, sin gloria y sin dinero, pero sí con arrogancia, pidió reunirse con el ya célebre poeta en el restaurant Brocci, donde solían reunirse los artistas y escritores alemanes, y éste lo recibió muy cordialmente, le ofreció ayuda, y le dio algunas cartas de recomendación, entre ellas para Giacomo Meyerbeer, el compositor de óperas de mayor prestigio y poder entonces en la capital francesa.
Ese no es fue su único encuentro con Heine, a quien todavía admiraba en los años cuarenta, y él mismo reconoce en 1842, en su Autobiographische Skizze (Bosquejo autobiográfico), que “…el auténtico tratamiento dramático inventado por Heine, sobre la redención de este Asuero del océano, ha puesto en mis manos todo aquello para utilizar esta saga como tema para una ópera. Me comuniqué en relación con esta historia con Heine mismo para la realización de un esbozo…”
Típicamente, unos veinte años después, Wagner cambió esa clara afirmación por esta otra: “Heine tomó el tratamiento de la redención de este Asuero de una obra de teatro holandesa del mismo título.” Recordemos de paso que, ya en 1850 y nuevamente en 1869, Wagner había publicado su acerbo panfleto Das Judenthum in der Musik (El judaísmo en la música), en el que atacó ferozmente al judaísmo en general y especialmente a Meyerbeer y a Mendelssohn, a quienes debía grandes favores, y que “Asuero” es uno de los nombres que fueron dados al judío errante, ese personaje infame inventado por antisemitas del siglo XIII.
No hay duda de que, si no hubiese dispuesto de la versión original del relato de Heine, Wagner no hubiera podido escribir su ópera Der fliegende Holländer (El holandés errante) de 1843. Pero ese era Wagner que, si bien puso música a poemas de Heine, entre ellos a ‘Die Grenadiere’ (‘Los granaderos’), no tuvo empachos luego en calificar a su autor de “poeta de mentiras”.
En más de una ocasión Meyerbeer le había ayudado a presentar sus óperas y le había prestado dinero cuando más lo necesitó, pero Wagner nunca pagaba sus deudas, ni las morales ni las financieras. Nunca tuvo escrúpulo alguno. Era un canalla, pero esa es otra historia.
Wagner también le debe a Heine la idea para su ópera Tannhäuser, de 1845. Nueve años antes, en 1836, Heine escribe en sus Elementargeister (Espirítus elementales) un poema titulado ‘Der Tannhäuser’, una leyenda. Claro que, contrariamente a la ópera wagneriana, el protagonista de Heine no es perdonado ni redimido, sino que regresa presuroso al monte de Venus, donde la diosa no solo le vuelve a ofrecer placeres eróticos, sino que además le cocina una sopa, le lava los pies heridos de tanto caminar y, mujer al fin, no puede menos que preguntarle dónde estuvo y se entretuvo, a lo cual responde Tannhäuser con relatos sobre las ciudades que ha recorrido en su viaje de regreso de Roma, y entre ellas:
“A Frankfurt llegué un Schabbes.
Schalet y Kneidlaj con ganas comí.
Tenéis la mejor religión.
También kishkes de ganso ingerí.”
[Schabbes es el Shabat en yiddish o idioma judeoalemán. Schalet es un típico plato judío alemán, una especie de budín o pastel de fideos con pasas y manzanas, y Kneidlaj (en el original Klöse) son unas albóndigas de harina de matzá (pan sin levadura) o fécula de papas. Kishkes (en el original, Gänsegekröse), son tripas de ganso rellenas.]
No es la única vez que Heine pone en boca de un personaje su gusto por la gastronomía popular judía. Vuelve a hacerlo en ‘Prinzessin Sabbath’ (‘Princesa Shabat’), un poema que forma parte de sus Melodías hebreas escritas en 1851. Comienza por parafrasear la ‘An die Freude’ (‘Oda a la Alegría’) de Friedrich Schiller (1759-1805), diciendo en lugar de “Freude, schöner Götterfunken…” (“Alegría, hermosa chispa divina”):
“Schalet, hermosa chispa divina…”
y a continuación:
“Schalet es el manjar divino
que a Moisés enseñó a cocinar
el Señor personalmente
junto al Monte Sinaí.
“Schalet es del Dios verdadero,
la ambrosía kasher;
deleite del paraíso…”
El teatro estuvo siempre en la mente de Heine. Si bien sus tragedias fracasaron, y se preguntó a menudo cómo era posible que no se hubieran podido representar, el elemento dramático está presente en casi todos sus escritos, por ejemplo, en las seis breves estrofas de su poesía ‘Lorelei’. Una de las mayores evidencias de sus anhelos teatrales se encuentra en su poema épico ‘Atta Troll’, escrito en 1841.
Es la historia de un oso amaestrado llamado Atta Troll, cuyo domador, Lascaro, lo hace bailar con su hembra Mumma en la plaza central de Cauterets, ciudad del Pirineo francés a cuyas aguas termales acuden en el siglo XIX los famosos, entre ellos George Sand y Victor Hugo, con la esperanza de curar sus males. Así también Heine. El oso rompe las cadenas que lo sujetan, huye y se oculta en una caverna cercana al Pont d’Espagne. Una vez allí, extrañando a su hembra que no ha logrado escapar, transmite a sus crías sus experiencias con la raza humana, y el poeta aprovecha para poner en su boca severas críticas políticas, sociales y literarias, en tanto Lascaro, ayudado por su madre, la bruja Urraca, se apresta a cazarlo y vender su piel.
El relato es vertiginoso. El ritmo es teatral, por momentos cinematográfico. Las imágenes del poeta alcanzan aquí una de las cimas más elevadas, trascendiendo en más de una ocasión las fantasías de los mejores directores de escena. Pocos autores lograron llevar a sus héroes tan allende los bastidores y telones de un teatro, y plantarlos en plena platea. La musa de Heine es dramática. Pone en pocas líneas un espectáculo entero. Desarrollarlas y ampliarlas seguramente le aburre.
La creación de un oso bailarín no es casual. Una cita del mismo Heine parece ofrecernos una clave, cuando afirma, quizás con sonrisa sarcástica y burlona: “El escenario del siglo XIX ya no se presta a poetas fantásticos. Debemos mantener el ballet…” Y como por encanto se le ofrece la oportunidad de aportar dos libretos para ese género, cuando en 1846 viene a Paris, con esa propuesta, el entonces poderoso e inspirado director de Her Majesty´s Theatre londinense Benjamin Lumley (nacido Benjamin Levy) (1811-1875).
Lumley goza de una reputación excelente. Ha traído a Londres a cantantes y bailarines famosos, a compositores importantes, y ha promovido el estreno inglés de muchas de sus óperas más conocidas. Llega a Paris con el expreso propósito de hablar con Heine y proponerle la confección de un libreto para un ballet sobre Fausto con grandes y lujosas escenografías y despliegues de efectos especiales, todo ello en el plazo de un mes.
Preocupado por su solvencia económica, y por entrever aquí una posible fuente de buenos ingresos, Heine accede y escribe en pocos días Der Doktor Faust, ein Tanzpoem (El doctor Fausto, un poema danzable), en cinco actos, cuyo texto Lumley puede llevarse consigo cuando regresa a Londres.
Este Fausto, le explica Heine en una carta, no intenta competir con el de Goethe, cuya riqueza de lenguaje admira y reverencia, pero a quien reprocha inexactitudes con respecto a las leyendas que circulan sobre este personaje y a los folletos sobre el tema que pueden adquirirse en los mercados. En cuanto a la segunda parte del Fausto goetheano, le parece aburrido, por no decir tedioso. En el suyo, en cambio, describe para la corte de Helena de Troya personajes, situaciones y efectos escénicos con imaginación ilimitada.
Pero este libreto parece poco representable en las condiciones técnicas de los escenarios de su época. Su texto, con indicaciones escénicas premeditadamente exageradas e irónicas, delatan a un crítico implacable del género. El ballet, como probablemente lo ha previsto Heine, no llega a representarse, pero no por culpa suya, sino por intrigas en el teatro, y por la presencia en Her Majesty’s Theatre de la codiciada soprano sueca Jenny Lind, con la que Lumley se promete lucros mayores.
El año de 1847 se presenta difícil y pleno de desafíos para el empresario londinense. Ha traído a Giuseppe Verdi, con la idea de estrenar su Macbeth, pero esta ópera ya ha sido presentada en Italia, o sea que en su lugar estrena I masnadieri (Los ladrones), inspirada en una obra de Schiller. A duras penas convence a Verdi a dirigirla en una exitosa función a la que asisten la Reina Victoria y su consorte.
También produce Robert le diable de Meyerbeer, y negocia con Mendelssohn para que éste componga música para The Tempest (La Tempestad) de Shakespeare, con base en un libreto de Eugene Scribe. Este libreto disgusta a Mendelssohn, que no acepta el encargo, pero Lumley, jugándose una carta osada, anuncia su estreno. La muerte prematura del genial compositor durante ese mismo año lo libra de un tremendo papelón.
Ese año Lumley también se hace cargo de la dirección del Théâtre des Italiens parisino. Aprovecha su estadía en la capital francesa para un nuevo encuentro con Heine, y proponerle un tema para otro ballet. El poeta, deseoso de acceder a una fuente respetable de derechos de autor, escribe velozmente el libreto de la pantomima mitológica en cuatro cuadros Die Göttin Diana (La diosa Diana). Nuevamente se trata de un libreto que se presta más al goce de la lectura que a la interpretación escénica, pero esta vez también porque Heine propone técnicas de danza y un lenguaje corporal que los intérpretes de su tiempo todavía no conocen, y uno se pregunta si Heine no poseía dotes de coreógrafo o estaba adelantado a su época también en este sentido.
Aquí abundan los personajes. Vemos guerreros en brillantes armaduras, ninfas, bacantes, gnomos, silfos, salamandras, musas, máscaras, espíritos de fuego, incluso leones, asnos y caballos blancos. En el cuarto cuadro el poeta, como en Tannhäuser, vuelve a conducir al espectador al monte de Venus, decorado en estilo del Renacimiento, con recursos técnicos, tales como la transformación de capiteles corintios en ramas de árboles. Los trajes sugeridos son de diferentes períodos, de esos que todo teatro guarda seguramente de espectáculos anteriores. Y ahora Heine hace desfilar junto a Diana, a Venus, Baco, Apolo, Helena de Esparta, la reina de Saba, Cleopatra, Herodías, Judith (que ha dado muerte a Holofernes), Alejandro Magno, Ovidio, Julio César, el rey Arturo, el Amadís de Gaula, Federico Segundo de Hohenstaufen, Godofredo de Estrasburgo, Klingsor y al infaltable Goethe.
Es indudable que Heine no desea ver esta pantomima en un escenario, sino que se propone denunciar el kitsch insoportable reinante en el mundo del ballet francés e inglés del siglo XIX. La burla de su pluma es feroz, y Heine sabe que ese es su último trabajo teatral.
Pero el poeta no se rendirá nunca. Aún en su lecho mortal seguirá componiendo poemas y ensayos, describiendo un mundo injusto y decadente, e incitará a sus lectores a una revolución total. Llega el año 1856, y la aguda mirada del sufrido poeta se apaga para siempre. Sobre su tumba en el cementerio de Montmartre han puesto estas líneas suyas que mejor expresan el dilema de su aceptación por parte de la sociedad que lo circunda, e ilustran el sufrimiento que le ha causado durante toda su vida su doble pertenencia racial, religiosa y cultural: