La oscuridad de la guerra a la luz de las dos «Ifigenias» de Gluck
Iphigénie en Aulide e Iphigénie en Tauride inauguraron la edición 2024 del «Festival d’Aix-en-Provence»
En medio de las divisiones provocadas por las guerras que asolan el mundo —por no hablar del radicalismo alentado por las redes sociales—, nada más apropiado para inaugurar un festival que volver a la universalidad y racionalidad características de la Ilustración. Con un par de óperas fuertemente asociadas a la Ilustración —Iphigénie en Aulide e Iphigénie en Tauride, de Christoph Willibald Gluck (1714-1787)— se inició en julio la edición 2024 del Festival de Aix-en-Provence.
Este artículo – el primero de una serie de cinco textos sobre óperas francesas que he visto recientemente en Francia – ofrece algunas reflexiones sobre las dos obras y el espectáculo presentado en julio pasado en el Grand Théâtre de Provence, cuyo video está disponible en Arte (https://www.youtube.com/watch?v=ynWWcHC754I) hasta el 11/01/2026.
Ifigenia, los antiguos y los modernos
Cinco años separan Iphigénie en Aulide (1774), la primera ópera compuesta por Gluck en París y estrenada hace exactamente 250 años, de Iphigénie en Tauride (1779). Aunque la comprensión del argumento de la segunda Iphigénie depende del conocimiento de los acontecimientos que tuvieron lugar en la primera, las dos obras no tienen un encadenamiento lógico, no forman un díptico. Al contrario: el final feliz de la primera ópera, con Diana liberando a Ifigenia de la inmolación y permitiéndole casarse con Aquiles, es casi incompatible con el hecho de que acabará sola en Táuride, donde se convirtió en la sacerdotisa que, irónicamente, ejecuta a los extranjeros que aparecen allí. Como señalaba en el programa de mano Dmitri Tcherniakov, director de escena de la producción estrenada en Aix, “en la primera ópera, Ifigenia es una víctima, y en la segunda, la vemos como verdugo”.
Entre los siglos XVI y XVIII, los temas de la Grecia y Roma antiguas dominaron la producción artística europea. En Francia, en el campo de la literatura, la querella entre antiguos y modernos marcó el tono de la disputa entre los autores que defendían el retorno a los temas clásicos, como fue el caso de Jean Racine (1639-1699) y los partidarios de una literatura moderna.
En su artículo “Opera’s ‘Return to Antiquity’: Adaptation, gender and the illusion of authenticity in Gluck’s Iphigénie en Aulide”, Rachel M. E. Wolfe señala que las artes escénicas intentaron recuperar el esplendor de las prácticas antiguas imitando sus formas teatrales, sus principios y su temática; el drama antiguo se celebraba en términos superlativos. Sin embargo, hay algo curioso: «Las obras teatrales que se conservan del periodo clásico prácticamente nunca se pusieron en escena. Entre finales del siglo XVI y principios del XIX, el número de representaciones públicas de tragedias griegas en traducción directa es de un solo dígito. En cambio, las adaptaciones de tragedias griegas se cuentan por miles. En el proceso, estas adaptaciones introdujeron cambios que encubrían cuidadosamente lo que resultaba demasiado extraño o culturalmente amenazador en el teatro antiguo (…)».
Según Vera Pereira en su tesis “O Mito de Ifigênia no Teatro: Eurípides, Racine e Michel Azama”, en Racine “es el tema del amor el que mantiene la unidad de acción de la obra (…), entrelazando la cuestión del sacrificio y la intriga política casi como accesorios al desarrollo de la acción. Hay todo un contexto ético-religioso subyacente a esta intriga amorosa. Esta interferencia, esta nueva línea establecida por Racine (…) no tiene otra finalidad que dialogar con su público y con lo que él esperaba de una obra de su época”.
Este fenómeno teatral se refleja en las dos óperas de Gluck, que no se basaban directamente en las obras homónimas de Eurípides. El dramaturgo y libretista François-Louis Gand Le Bland Du Roullet (1716-1786) se basó en Iphigénie (1674) de Racine para escribir el libreto de Iphigénie en Aulide, mientras que la obra de 1757 del dramaturgo Claude Guimond de la Touche (1723-1760) fue la principal fuente de Nicolas-François Guillard (1752-1814) para el libreto de Iphigénie en Tauride.
Es cierto que, en cuanto al argumento, Du Roullet ha acercado la ópera de Gluck a la obra de Eurípides. La Ifigenia en Aúlide de Eurípides (ca. 480-406 aC), centrada en la deuda, la trama política y el sacrificio, y llena de debates retóricos, es bien conocida: Agamenón debe sacrificar a su hija Ifigenia, a causa de una deuda con la diosa Artemisa (o Diana), para que soplen los vientos y las tropas griegas puedan llegar a Troya. En el ambiguo final, el mensajero cuenta a Clitemnestra que, tras el golpe, todos se maravillaron de que en realidad se hubiera sacrificado una cierva en lugar de Ifigenia: la diosa no quería manchar el altar con sangre humana. En cuanto al destino de Ifigenia, el Mensajero solo dice: «Tu hija ha volado ciertamente hacia los dioses». Clitemnestra no parece creerlo: «Oh hija, ¿cuál de los dioses te ha arrebatado? / ¿Cómo voy a convocarte? ¿Cómo no decir / que estas historias me consuelan en vano / para poder aliviar el dolor de tu pérdida?»
El final de la obra de Racine no deja lugar a dudas: Ifigenia se salva, la sacrificada es Erifila (Ériphile, en el francés original), una extraña en la trama griega. «Tomada de una veta del mito y reinventada por el escritor francés, Ifigenia, la hija nacida en secreto de un enlace entre Helena y Teseo, se llama Erifila. Así que, de hecho, hay dos Ifigenias: la hija de Agamenón y Clitemnestra, y la hija de Helena y Teseo, que no conoce su ascendencia ni su verdadero nombre, y ambas están implicadas en la disputa amorosa por Aquiles», escribió Vera Pereira.
Cuando, al final de la obra, Erifila va a consultar al oráculo para averiguar su origen, se revela que, en realidad, el oráculo había sido malinterpretado: la Ifigenia que debía ser sacrificada era ella, y no la hija de Agamenón. En el prólogo, Racine justifica el sacrificio de Erifila: “¿Hubiera sido de buena educación manchar la escena con el horrible asesinato de una persona tan virtuosa y amable como representaba Ifigenia? ¿Y sería también de buena educación resolver mi tragedia con la ayuda de una diosa y de una máquina, y mediante una metamorfosis que bien podría haber sido creíble en tiempos de Eurípides, pero que sería demasiado absurda y demasiado increíble entre nosotros?»
Gluck y Du Roullet abandonan a Erifila, introducen el deus ex machina al que Racine había renunciado cien años antes y vuelven a un final cercano al de Eurípides, pero sin la ambigüedad. En la primera versión, de 1774, el adivino Calcas da la noticia de que Diana ha liberado a Ifigenia del sacrificio y que en su lugar se sacrificará una cierva; Ifigenia celebra su vida con sus padres y Aquiles. En la revisión de 1775, Diana aparece en escena en persona, canta y libera a Ifigenia. Esta fue la versión presentada en Aix-en-Provence.
Es importante dejar claro que este retorno a la trama de Eurípides no hace que la Ifigenia de Gluck sea más griega que la de Racine. Como he subrayado antes, se trata de obras que reflejan la mentalidad de la época en que fueron escritas, no la de la Antigua Grecia. «La ópera de Gluck y Du Roullet (…) ocupa un término medio entre las dos que le permite pasar por alto los elementos culturalmente problemáticos del texto griego y, al mismo tiempo, parecer más auténticamente clásica que su inmediata predecesora francesa —escribe Wolfe—. Este movimiento crea una ilusión de autenticidad que refuerza las credenciales de la ópera en la estética del ‘retorno a la antigüedad’, al tiempo que evita cualquier compromiso directo con valores culturales extranjeros verdaderamente auténticos que podrían desafiar las construcciones hegemónicas contemporáneas, en particular la construcción del género.»
Para demostrar este punto, Wolfe toma como ejemplo el tratamiento de Clitemnestra. «La Ifigenia en Áulide griega es esencialmente una serie de enfrentamientos retóricos entre Agamenón y los demás personajes sobre el destino de Ifigenia, con Clitemnestra como antagonista última y más poderosa, dominando el escenario desde el momento en que aparece», argumenta Wolfe. Racine y Du Roullet suprimieron el enfrentamiento entre ella y su marido. Este enfrentamiento es doblemente revelador: expone la personalidad de Clitemnestra y contextualiza la trama como parte de un mito:
“(…) te casaste conmigo sin mi voluntad y me tomaste por la fuerza,
después de haber matado a mi primer marido, Tántalo,
y aplastado a mi hijo vivo contra el suelo
arrancándolo brutalmente de mi vientre.”
(Comienzo del monólogo de Clitemnestra (1146 a 1208), en Ifigenia en Áulide de Eurípides, traducido por Vera Pereira).
Wolfe explica que en los siglos XVII y XVIII, las mujeres eran consideradas el sexo débil:
“(…) un grupo caracterizado especialmente por rasgos como la indecisión, la fácil rendición y el impulso a buscar la protección de figuras masculinas fuertes en sus vidas». En la antigua Grecia, sin embargo, las cosas eran distintas. Según Wolfe, «las mujeres de los dramas y mitos antiguos poseían un poder aterrador y extremadamente peligroso. Se creía que los reinos de la magia y el engaño pertenecían a las mujeres (…). El derrocamiento del poder masculino por las mujeres, especialmente por medios violentos, sirve de base a muchas historias de terror sobre la posibilidad de la inversión de género en mitos y dramas, llegando incluso a algunas representaciones del tema en la comedia.”
Clitemnestra es, en la obra de Eurípides (y en el drama griego en general), un ejemplo de este amenazador poder femenino. En cambio, Racine y Du Roullet, en palabras de Wolfe, “borran el pasado de Clitemnestra y su conexión con un futuro sangriento; cambian sus amenazas reales de muerte a Agamenón por un enfoque centrado en el abrazo protector de una madre abnegada”.
Ifigenia y la Ilustración
Esta imagen de la mujer como madre bondadosa y moral que se entrega por sus hijos es muy fuerte en la Ilustración europea. De este modo, la mujer (o la concepción de la mujer) pasó por el proceso civilizador típico de la Ilustración para llegar a la ópera de Gluck.
Como recuerda Jean-Michel Gliksohn en Les Lumières, la musique et la Grèce, L’Avant-scene Opéra sur Iphigénie en Tauride, a finales del siglo XVIII, “el mito no es una fantasía caduca, un simple léxico que se puede utilizar a voluntad; representa, históricamente, el auge del pensamiento humano; es, en la era de la Razón, la expresión más elevada de la otra instancia que gobierna al individuo y al pueblo: la imaginación”.
Sin embargo, la marca más importante de la Ilustración presente no solo en las dos Iphigénies de Gluck, sino en la reforma que él introdujo, es la universalidad. Esta característica procede de la propia experiencia artística de Gluck.
Natural de Viena, Gluck estudió en Milán, donde dominó el estilo italiano, especialmente la opera seria. Durante su estancia en Londres, entró en contacto con Händel y su obra, y con la expresiva interpretación del actor David Garrick. De vuelta a Viena, Gluck comenzó a adaptar obras para el teatro francés de la ciudad, familiarizándose con la opéra-comique y el ballet pantomímico.
El dominio de diferentes estilos permitió a Gluck aprovechar distintos aspectos de cada uno de ellos, creando esa sensación de universalidad o, al menos, de ópera europea. Siempre en el espíritu de la Ilustración, los ornamentos de canto, típicos de la ópera italiana y cuya única función era mostrar el virtuosismo de los cantantes, dieron paso a una línea más directa, por la que el canto y la orquestación pasaron a estar al servicio del drama y del texto (lo que ya era una característica de la ópera francesa). La alternancia entre recitativo y aria ya no era tan marcada como en la opera seria.
Iphigénie en Aix-en-Provence
Han transcurrido dos siglos y medio desde los estrenos de las dos Iphigénies de Gluck. Si las obras llevan ya las marcas de dos épocas muy diferentes —la Grecia antigua y la Ilustración europea—, las representaciones contemporáneas añaden inevitablemente nuestro tiempo, nuestra mentalidad. Dmitri Tcherniakov ha situado en el centro de su puesta en escena el elemento que posiblemente sea el vínculo más fuerte que une estas tres épocas, que sigue siendo terrible, amenazador y destructor: la guerra. Como escribió en el programa del teatro, para él la guerra es el tema de las obras. Iphigénie en Aulide tiene lugar al principio de la guerra de Troya, y Iphigénie en Tauride unos años más tarde. «Es muy probable que todos los que estaban en Áulide fueran asesinados o mutilados en el momento de los acontecimientos en Táuride», escribió en el programa de mano.
Tcherniakov ambientó Iphigénie en Aulide en un drama familiar, en el que se percibe cierta tensión inminente desde la apertura, durante la cual seguimos la pesadilla del patriarca Agamenón. En Iphigénie en Tauride, en cambio, vemos a personas heridas psicológicamente que viven bajo el trauma de la guerra y el recuerdo de los seres queridos que han perdido la vida. En Aix, la guerra de Troya se mezcla con la guerra de Ucrania: el país donde hoy se encuentra la península de Crimea, la Táuride de la antigua Grecia.
Como las óperas se representaban juntas, había una coherencia entre los dos decorados, diseñados por el propio Tcherniakov. En la primera parte, había una casa con finas columnas y pilares y pantallas que hacían las veces de paredes, lo que, por cierto, perjudicaba la visión del público y la acústica. En la segunda ópera, las estructuras de la casa estaban iluminadas y las pantallas, afortunadamente, desaparecieron. Las luces dificultaban a veces un poco la visión, pero el decorado de Táuride funcionaba mucho mejor que el de Áulide.
En Áulide, el colorido y moderno vestuario de Elena Zaytseva nos acercó a la familia de Ifigenia. Los dramas de posguerra de Ifigenia en Táuride, donde los trajes desgastados son de colores pastel, nos impactaron más. El contraste entre los periodos anterior y posterior a la guerra es evidente.
En Music and Narrative in the Eighteenth Century: Gluck’s Iphigénie en Aulide as Dramatic Tableau”, Kieran Fenby-Hulse señala dos aspectos de la obertura de Iphigénie en Aulide: “(…) forma parte de la acción dramática de la ópera” y “consiste en una serie de pasajes musicales que anticipan algunas de las situaciones y personajes dramáticos de la ópera”. Esto no era lo habitual en la época. Al contrario: en general, la obertura de las óperas italianas no guardaba ninguna relación con el resto de la obra.
El objetivo aquí, más importante que comentar el furor y la buena acogida que tuvo la obertura en su época, es destacar que, en ese momento, Tcherniakov puso en escena precisamente un resumen de lo que veríamos durante la ópera.
La obertura comienza cuando Agamenón se acuesta en la cama y se queda dormido. Durante la primera parte, un tema que cita la primera aria de Agamenón, todo lo que vemos es a éste acostado; pero cuando comienza el segundo tema, más vigoroso y militar, la iluminación dinámica y creativa de Gleb Filshtinsky cambia, permitiéndonos ver a la gran familia, al principio todos de espaldas. De hecho, estamos ante el sueño (o la pesadilla) de Agamenón. Ifigenia llega vestida de blanco – es su boda –, con los ojos vendados, caminando sin rumbo, tropezando, hasta que Calcas le corta el cuello. Es una escena similar a la que veremos al final de la ópera.
Al final, sin embargo, la escena adquiere algunos elementos nuevos, el más significativo de los cuales es el doble de Ifigenia: ella y la soprano que interpreta la línea de Diana están caracterizadas de tal manera que es muy difícil distinguirlas. Diana canta y luego Calcas le corta el cuello. Ifigenia, en cambio, está aislada en un lateral del escenario, donde canta. ¿Está Tcherniakov retomando a Racine? ¿Deberíamos llamar a Diana Erifila? Tal vez sería más apropiado decir que al poner dos Ifigenias en escena y sacrificar a una de ellas en el altar nupcial, Tcherniakov ha reintroducido, como Eurípides, la duda sobre el verdadero destino de Ifigenia. Su reaparición en Táuride tiene así sentido tras el intermedio.
Entre las dos óperas, al cerrarse el telón, se proyecta en bold la palabra “guerra”. Entre las dos obras, mientras el público cena, en el Grand Théâtre de Provence transcurren casi dos décadas de sangrienta guerra.
Tras la ruptura y la guerra, encontramos a Ifigenia en Táuride. Como ya se ha descrito, el ambiente es sombrío, a pesar de las luces de las estructuras de la casa. Durante la introducción, un fuerte frío sacude a Ifigenia. Si en Áulide asistimos a la pesadilla de Agamenón, en Táuride nos enfrentamos a los recuerdos y delirios de Ifigenia, quizá la única superviviente de una familia destruida por la guerra.
En la concepción de Tcherniakov, parece que la llegada de Orestes es una ilusión por parte de Ifigenia: el que vemos y oímos es o bien algún soldado de la misma edad que Orestes, que Ifigenia imagina que bien podría ser su hermano, o bien una mera fantasía. Vemos a Orestes y a Pílades a través de los ojos de Ifigenia: siempre están peleando, chocando, como dos amigos de la infancia jugando a la guerra; pero es al final de la ópera cuando tenemos el indicio más fuerte de que Orestes y Pílades no están realmente ahí. Tras ser asesinado por Pílades (y lo vemos en escena), Toante (el rey de los tauros) regresa y se sienta a la mesa con Ifigenia; Orestes y Pílades se marchan; Ifigenia deja sobre la mesa los soldados de juguete de Orestes, que ya habíamos visto en Áulide en la ópera anterior, cuando era niño.
Como Orestes y Pílades se hacen fuertes declaraciones de amistad y lealtad, es frecuente que algunas producciones sugieran una relación homosexual entre ellos. Afortunadamente, Tcherniakov no cayó en esta tentación, porque este recurso fácil anula una característica importante de la obra, que procede de la tragedia de Claude Guimond de La Touche (1723-1760) y llamó la atención en el estreno (de la Iphigénie en Tauride de La Touche) en 1757: la ausencia de toda intriga amorosa. Voltaire alabó incluso la valentía del talentoso autor al ofrecer a las damas una bella obra sin amor.
El R-
Reparto
El Festival d’Aix-en-Provence ha optado por un único intérprete de Ifigenia para ambas óperas. Sin embargo, son obras escritas para voces diferentes: la Iphigénie en Aulide requiere una voz más ligera —escrita para la soprano Sophie Arnould (1740-1802)—, mientras que Iphigénie en Tauride —creada por la soprano Rosalie Levasseur (1749-1826)— y a menudo interpretada por mezzosoprano, una voz ligeramente más pesada.
Sin embargo, conviene recordar la ópera francesa valora la comprensión del texto, por lo que el canto tiene lugar predominantemente en el centro de la tesitura. Por eso, la soprano estadounidense Corinne Winters, de timbre aterciopelado y agudos fáciles, fue la protagonista de ambas óperas. En su interpretación, Winters dio vida a una Ifigenia melancólica que, de joven, en Áulide, aunque condenada a muerte, se pliega a la voluntad de su padre; y en Táuride vive atrapada en un pasado que ya no existe: “Ô malheureuse Iphigénie!”. Winters ofreció un fraseo limpio, sin mucho brillo, pero directo y con la naturalidad que caracteriza las composiciones de Gluck.
Como ya se ha comentado, Clitemnestra sufrió alteraciones y un debilitamiento en su transposición de Eurípides a Racine. Rachel Wolfe observa que, a pesar de la similitud entre los textos de Racine y Du Roullet, la música de Gluck amplía considerablemente la importancia de Clitemnestra en la ópera. Según ella, “es a Clitemnestra a quien Gluck da la poderosa aria de furia e indignación, mientras que el aria correspondiente de Ifigenia es dulce, triste y lenta. Tras conocer el plan de sacrificar a Ifigenia, Clitemnestra interpreta su conocida aria de súplica a Aquiles, mientras que Ifigenia se limita a pronunciar frases de efecto en un recitativo. Después de que Ifigenia parte para el sacrificio, Clitemnestra canta su poética y macabra visión de la terrible muerte de su hija (…), terminando con una desesperada plegaria, en un aria, para que Júpiter destruya a todos los griegos, una de las piezas musicales más impactantes de toda la ópera”.
La Clitemnestra de Tcherniakov es la típica esposa y madre de la alta sociedad: una mujer elegante, vanidosa, con personalidad y pero que cuida de sus hijos. De este modo, al igual que Racine y Gluck, Tcherniakov hace de Clitemnestra una mujer que reconocemos fácilmente en nuestra sociedad y con la que estamos familiarizados.
Afortunadamente, el Festival d’Aix supo elegir a una Clitemnestra que hacía justicia a la música de Gluck y que sabía construir el personaje creado por Tcherniakov: la mezzosoprano Véronique Gens. Gran artista de exuberante presencia escénica, Gens hizo sentir su presencia en cuanto apareció en escena.
Uno de los momentos más impactantes de estas dos Iphigénies fue sin duda el aria de súplica a Aquiles, ‘Par un père cruel à la mort condomnée’ (‘Por un padre cruel hasta la muerte perdonada’), con obbligato de oboe. Fue un momento de pura belleza. Cuando repitió la primera parte del aria, Gens lo hizo con un hermoso piano que bien podría haber sido acompañado por el oboe. En la impactante ‘Jupiter, lance la foudre!’ (‘Júpiter, ¡lanza rayos!’), la mezzosoprano demostró la solidez de su técnica, cantando con una voz segura y homogénea, a pesar de las agilidades y pasajes de registro exigidos por el aria, sin renegar ni un solo momento de la interpretación escénica.
Incluso en Iphigénie en Tauride, cuando Clitemnestra ya está muerta, Gens se robó el espectáculo al aparecer, ilustrando el recuerdo de Orestes, de pie y echándose en la cara el mismo spray que había utilizado cuando, al principio de la ópera anterior, llegó a Áulide con Ifigenia.
Tanto el barítono Russell Braun (Agamenón) como el bajo-barítono Nicolas Cavallier (Calcas) proyectaron al máximo sus potentes voces. Aunque ambos comenzaron la ópera con excesivo vibrato, sus interpretaciones fueron ganando consistencia. ¡El impactante recitativo acompañado ‘O dieux! Que vais-je faire?’ (‘¡Oh, dioses! ¿Qué voy a hacer?’) fue uno de los mejores momentos de Braun.
En cambio, el Aquiles del tenor de Belfast Alasdair Kent tuvo un resultado musical más flojo. Aunque resultó bastante convincente en escena, su canto, falto de legato y con agudos mal resueltos, dejó que desear, especialmente en Cruelle, non, jamais.
En Iphigénie en Tauride, lo más destacado fue el dúo Orestes y Pílades, los excelentes franceses Florian Sempey y Stanislas de Barbeyrac. El barítono Sempey ya había brillado el año pasado como Henri Ashton en la versión de concierto de Lucie de Lammermoor de Gaetano Donizetti; con el tenor Barbeyrac, además de mostrarse como excelentes actores y cantantes, ambos tienen voces poderosas y con un peso adecuado para este repertorio francés, cuyo canto respeta la prosodia y está predominantemente en el centro de la voz. El barítono Alexandre Duhamel también realizó una buena actuación como Toante, a pesar de su voz algo más apagada.
El coro desempeña un papel importante en las dos Iphigénies de Gluck. Preparado por Richard Wilberforce, el coro produjo un sonido bello y homogéneo, anunciando la llegada de Ifigenia y celebrando su boda, pero también fue duro y enfático, pidiendo que se obedeciera a los dioses y condenando el crimen de Orestes, ese monstruo que mató a su madre.
Emmanuelle Haïm dirigió al ensamble orquestal Le Concert d’Astrée con sensibilidad, extrayendo una bella sonoridad y favoreciendo la transparencia de la escritura de Gluck, dramática pero directa. A veces, sin embargo, esta fluidez natural rozaba la monotonía.