
Reflexiones sobre Lohengrin en Barcelona

Katharina Wagner con el cisne negro de su producción de Lohengrin en el Teatre Liceu de Barcelona © Xavi Jurio/La Vanguardia
Marzo 30, 2025. En su última representación, tuve la oportunidad de presenciar la controvertida puesta en escena de Katharina Wagner, quien diera de qué hablar ya desde años atrás con otras puestas en escena. Las preguntas que plantea su versión en épocas de revisionismo histórico no son pocas y me parece oportuno reflexionar, en la medida de lo posible, sobre los aspectos que nos interpelan a lo largo de su Lohengrin.
Con la intención de dimensionar el Gesamtkunstwerk, la obra de arte total wagneriana, resulta pertinente separar sus componentes para una mejor apreciación del todo. Por un lado, la batuta de Josep Pons es precisa, de una delicadeza en los momentos que la partitura lo requiere, mas con poderosa energía cuando el drama wagneriano nos arrastra con caudaloso ímpetu. Sin duda es uno de los directores importantes en la escena musical actual. Ya desde el inicio la orquesta nos augura una sonoridad e interpretación irreprochables. A lo largo de los tres actos, la entrega de cada uno de los elementos de la orquesta se evidencia, si bien los metales que tocan fuera del escenario hacia el final pueden cometer pequeñas imprecisiones, nos queda claro el reto extrínseco, ya que la mínima variación de temperatura puede afectar sus instrumentos notablemente. Sin embargo, los resultados musicales fueron excepcionales. El público se volcó en aplausos apasionados que los músicos recibieron con alegría y satisfacción, cosa que en otros teatros en ocasiones no sucede, pues los instrumentistas apenas comienzan los aplausos parecen tener prisa por partir a casa, ajenos al drama vivido en escena. No fue el caso en el Liceu.
En cuanto a los intérpretes, es imperioso resaltar su entrega en escenario. Sus interpretaciones fueron veraces, si bien la propuesta nos pudo chocar desde el comienzo. Sobre cada uno de ellos podríamos resaltar su afinada ejecución, pues se revisten de las intenciones trastocadas de cada personaje. El barítono islandés Ólafur Sigurdarson nos entregó una temerosa y dubitativa interpretación que encajó bien con el personaje de Telramund, que navega entre la seducción y la sumisión que las situaciones le van demandando.

Miina-Liisa Värelä (Ortrud), Elisabeth Teige (Elsa) y Ólafur Sigurdarson (Telramund)
El bajo austriaco Günther Groissböck, en el papel de Heinrich, y el barítono alemán Roman Trekel, como el Heraldo, hicieron mancuerna en que el segundo se llevó los aplausos más nutridos, por su energía y con una actitud marcial tan comprometida que opacó a un Heinrich a veces blando o alejado de todo el drama que acaecía en escena. Si bien los dos son notables intérpretes, la brillantez tímbrica de Trekel nos atravesó como un rayo gélido, como un Heraldo que cumplió con su labor sin plantearse ninguna pregunta sobre el bien o el mal.
Por otra parte, Ortrud, ese personaje misterioso que puede navegar entre lo malvado y reivindicativo, fue interpretado con potencia por Miina-Liisa Värelä. Con un recorrido innegable en el repertorio wagneriano, la soprano finlandesa nos impresionó en cada momento con un personaje que se reivindicó malévolamente de otras propuestas. Su presencia en esta temporada fue el resultado de desavenencias entre la directora de escena e Iréne Théorin, quien estaba en el elenco desde los intentos de estreno en tiempos de pandemia cuando la producción fue pospuesta. Sin embargo, Värelä nos envolvió en una interpretación por momentos desenfrenada, maquiavélica y, en otros, casi diabólica. La claridad de su voz atravesó la orquesta hasta atraparnos en la orilla de nuestra butaca. Una sólida técnica que no menguó a lo largo de la extenuante demanda wagneriana.
En el papel de Elsa von Brabante, la soprano noruega Elisabeth Teige nos conmovió con la delicadeza de su voz, que no por ello es débil, aunque su personaje manifieste lo contrario. Con agudos sólidos y timbre cálido, su musicalidad denota una sensibilidad nata que ha sido fortalecida a través de años de experiencia. Su cautivadora presencia dio pie en esta puesta a una dubitativa y sometida Elsa, que se debate entre anhelos y deseos irrealizables. Su personaje, que sin duda exigió todo en cada momento, se vio debilitado por momentos al final del drama con ligeros atisbos de cansancio, casi imperceptibles.

Escena de Lohengrin en Barcelona con el Coro del Teatre del Liceu
Debemos reconocer el trabajo del Coro Del Gran Teatre del Liceu y su director, Pablo Assante, cuya interpretación fue potente, con gran presencia y que revistió de majestuosidad a la obra entera. Cada momento de su intervención no pasó desapercibido y nos sorprendió con una cohesión y equilibrio tímbrico francamente ejemplar. Los guerreros y nobles interpretados por Jorge Rodríguez Norton, Gerardo López, Guillem Batllori, Toni Marisol, Carmen Jiménez, Mariel Fontes, Elisabeth Gillming y Mariel Aguilar, fueron esenciales y sin duda una elección acertada por parte del teatro.
Así pues, llegamos a Lohengrin, interpretado impecablemente por Klaus Florian Vogt, una referencia innegable en el repertorio wagneriano y en especial en este rol protagónico por su control vocal, la precisión de su fraseo y su timbre nítido. Fue una experiencia única presenciar el portento de su interpretación. La cualidad de su voz, que va de lo enigmático y lo oscuro a las más tiernas esferas de la interpretación, dotaron a su personaje de un amplio espectro interpretativo que, sin duda alguna, se ha visto robustecido por las numerosas encarnaciones del personaje que ha realizado a lo largo de su carrera.

El tenor Klaus Florian Vogt como Lohengrin © David Ruano
Es aquí donde volteamos la mirada, una vez admirado el acertado elenco, hacia Katharina Wagner, la directora de escena, y su visión sobre este mítico personaje. Siempre he sido de la postura de admirar y respetar el trabajo de un artista pues, aunque no podamos entender o comprender sus intenciones, son mentes que trabajan con la materia del arte y deben, por lo tanto, como todo creador artístico, moldear, reflexionar, proponer, arriesgarse y comprometerse con la creación. Un director de escena, así como un intérprete, es un creador. Si imita, se vuelve en un mero repetidor. Entonces cabe siempre preguntarse, pensar y meditar sobre las problemáticas que nos plantea una puesta en escena que sin duda es controversial. Destaquemos que no es la primera por parte de la bisnieta de Richard Wagner, ni la primera en la historia del drama musical que propone reimaginar un texto como Lohengrin. Baste recordar la propuesta de Hans Neuenfels, quien propuso una versión freudiana en la que Lohengrin es una proyección de la propia Elsa, entre otras cuestiones.
Sin embargo, nos preguntamos sobre los límites de la interpretación de un texto tal como el del caballero del cisne o lo pensado por el propio Wagner para su Lohengrin. La propuesta de Katharina Wagner nos muestra desde el inicio sus intenciones: Lohengrin no es más un caballero de altos ideales, sino un advenedizo sediento de poder, asesino del hermano de Elsa. La vuelta de tuerca nos es revelada desde los primeros compases del preludio y, desde ahí, la narrativa no ya wagneriana, sino de la propia Katharina, se va desarrollando por senderos muy opuestos al texto original. Es notable como un mismo texto puede provocar visiones de dramaturgia tan contratantes. Nada más lejos del mito que un Lohengrin que no solo es arribista y un psicótico en potencia, sino que además reniega de una herencia como la de los Caballeros del Grial. Ya no es un personaje redentor sino arrojado a su propio goce oscuro. El grial deja de ser un símbolo con peso para Lohengrin: se vuelve un nihilista que anula lo Otro, deja de tener una misión que lo sobrepasa.
Pero entonces, ¿qué nos queda de un personaje que en principio actúa por deberse a la orden y ahora es totalmente oscuro? El mito deja de tener sentido. Todo se vuelve una estratagema para el cumplimiento de sus propios intereses. Lohengrin es desacralizado. No es un Lohengrin que duda de su misión, por ejemplo, que sigue considerando su linaje como algo respetable, no es un Cristo como el de Nikos Kazantzakis, que lucha contra el cumplimiento de su misión, mientras anhela una vida terrenal. El otrora caballero del grial redentor es ahora un usurpador.
Nos preguntamos si el mito ha sido reinterpretado o meramente vaciado de contenido en esta versión. Ya no existe redención, ni trascendencia, mucho menos salvación para nadie. Una visión desoladora que acaso diga mucho de nosotros mismos como sociedad, porque no olvidemos que los mitos no son inamovibles y constantemente nos reflejan como a través de un espejo. No es baladí que Ortrud sea ahora la que devela todo el drama, sin dejar de ser calculadora, maquiavélica y hasta diabólica en esta puesta en escena. Recordemos cómo arroja al hermano de Elsa al final del drama, arrastrado desde la ciénaga, hasta sus pies diciéndole con terrorífica sonrisa: “Esta es la venganza de los dioses por haberte apartado de su culto”. Todo esto mientras el agonizante Lohengrin, a punto de morir por mano propia, grita sin asomo de arrepentimiento: “He aquí al duque de Brabante”.
Esta versión, en donde son invertidos todos los personajes y todos los símbolos, también trastoca el sentido de la prohibición de preguntar sobre el origen del caballero. No es ya una prohibición mística, que demuestre amor, obediencia a un fin superior, sino mera estratagema de manipulación por parte de Lohengrin para ocultar su origen y sobre todo sus intenciones. Preguntar no es más un símbolo, un camino a la revelación última de la Verdad, de muestra de fe. Elsa vive en constante miedo por el desconocido que no da muestras de amor, ni de más que control psicológico, aterrador. ¿No es acaso por eso que en la cámara nupcial lo vemos sujetar con ambas manos, de extremo a extremo, el fular que envuelve el cuello de una paralizada Elsa?
¿Dialoga Katharina Wagner con el texto de Wagner o impone una visión propia? La tensión entre el texto y lo que apreciamos escépticamente en escena nos llena de dudas. Por supuesto, no se trata de ser ortodoxos o fundamentalistas con respecto al texto. No perdamos de vista que el drama musical es ante todo teatro y, como tal, debe hablarnos contemporáneamente a nosotros, los espectadores. Sin embargo, licencias ilimitadas corren el riesgo de ser todo y ruido a la vez. Un texto polisémico también nos plantea marcos de interpretación.
Por otra parte, nos enfrentamos a un cisne siempre complicado de representar. En ocasiones nos distrae del drama con su movimiento cómico en no pocas ocasiones que el drama requería intensidad y no risas por parte del público. El cisne de Katharina es negro y las resonancias al mito del cisne nos parecen evidentes. El juego psicológico del cisne negro como terror interno, consciencia del personaje o recordatorio de sus crímenes, nos asalta durante toda la obra en la que el animal observa el devenir del drama como un panóptico. Pero sin castigar, solo vigilante. Al final es asesinado por Lohengrin, como la aniquilación de sus terrores y remordimientos, mientras el hermano es sacado de la ciénaga en un momento no lo suficientemente eficaz, pues un maniquí sin peso no demanda una fuerza veraz por parte de Ortrud.

«Las tres recámaras hacen un guiño al aparato psíquico freudiano»
Por último, quisiera considerar el juego de las tres recámaras que bajan al escenario en este casi thriller cinematográfico. Éstas, a mi parecer, hacen un guiño al aparato psíquico freudiano, pues del lado izquierdo se encuentra Ortrud, vestida de rojo, como el Ello, hablándole a Elsa del otro lado de la pared sobre sus deseos profundos; del derecho, el Superyó, la habitación ligeramente más cerca del piso, la habitación nupcial, donde se encuentra Lohengrin y el Heraldo la obliga a quedarse, mientras ella quiere huir aterida de miedo; ahí mismo se revela el cisne negro a Lohengrin como una culpa que desea ser revelada. Y, por último, en medio, el cuarto habitado por Elsa, el Yo, donde ella busca mediar lo que las recámaras adyacentes le sugieren, obligan o empujan a hacer. Aquí busca ella el equilibrio de su evidente desequilibrio dadas las circunstancias que le suceden.
Finalmente, aquí el aspecto de la emancipación, de la redención, tan característica a lo largo de toda la obra de Richard Wagner, está totalmente ausente. Nadie se salva, nadie purga sus culpas… salvo Ortrud, que acaso ve con júbilo que nadie ha conseguido lo deseado. Si los mitos nos hablan constantemente de nuestra condición como seres humanos, ¿qué dice la propuesta escénica de Katharina Wagner? Ahí radica el quid del asunto.