Sobre la grabación de Cuitlahuatzin
En efecto, el concepto y la metáfora zombi me han funcionado tanto literaria como periodísticamente para crear un contraste alegórico sobre aquello que sin vida o retornado de su muerte, sigue sin sepultura y nos acecha con su contagiosa y amenazante falta de vitalidad. Piensen ustedes, por ejemplo, en partidos políticos, en personajes de la vida pública, en instituciones y prácticas del pasado, en fórmulas de convivencia social arcaicas, o en expresiones humanas y del poder, encubiertas de arte, intelectualidad o humanismo, que no se dirigen realmente al público.
En ese sentido, debo confesar que cuando supe de una nueva aproximación lírica al cosmos prehispánico y en particular a uno de sus personajes ligados a la resistencia y a la libertad del pueblo azteca, surgieron en mí una serie de dudas, condicionado quizá por los intentos a veces distorsionados, en ocasiones fantásticos, de llevar a la escena el proceso de conquista o invasión del México prehispánico, y que podemos encontrar en la historia de la ópera.
Por fortuna, Cuitlahuatzin, con música de Samuel Zyman y libreto de Samuel Máynez Champion —con traducción al náhuatl de Patrick Johansson— es una obra que se distingue en lo dramático y en su sonoridad por su noble búsqueda estética en el género lírico al que se inscribe, en ese capítulo histórico de confrontación armada, cultural y cosmogónica del que surgiría México luego de un proceso colonial e independentista, y en la fragua de la identidad que nos da un rostro ante el mundo y ante nosotros mismos.
Cuitlahuatzin es por ello un feliz encargo de la alcaldía Iztapalapa y de su entonces titular Clara Brugada, que como proyecto recuerda incluso aquellos orígenes florentinos, venecianos y napolitanos de la ópera a finales del siglo XVI y principios del XVII, cuando las óperas y otras artes cristalizaban de la mano de mecenas y autoridades en conjunto, a partir del convencimiento renacentista de la importancia de la inquietud y expresión del ser humano a través de sus procesos creativos en que plasmaban su entorno y su mundo interior.
No obstante, expuesta de esa manera, la idea de retomar el pasado prehispánico mexica como motor dramático y plasmar al penúltimo tlatoani y su gesta en la escena lírica con un resultado tan apreciable como el de Cuitlahuatzin, parecería una norma y no una excepción.
Por eso, permítanme enfatizar que la regla de decenas de obras que se interesaron por estas temáticas a lo largo de los poco más de cuatro siglos de vida del género, con música de compositores como Antonio Vivaldi, Gaspare Spontini, Lorenzo Ferrero o Wolfgang Rihm, fue contar con fuentes libretistas e históricas indirectas y por ello poco fidedignas, como la propuesta por Federico el Grande de Prusia.
La redacción de las partituras, por supuesto, se ceñía a géneros y sonoridades —instrumentales y vocales— de la práctica italiana y otras escuelas europeas que al tiempo que se consolidaban, ponían en música sus propios idiomas, por lo que aun cuando pueden apreciarse con curiosidad melómana y operófila, son aproximaciones exóticas, ficticias, con amplio relleno de la imaginación.
Por otra parte, en suelo nacional, la sonoridad prehispánica ni siquiera logró sobrevivir ante la conquista española, y la Colonia definió por completo los géneros y estilos musicales que habrían de producirse y escucharse en los edificios del aparato virreinal, conventos y plazas públicas, con modelos, influencias e ingredientes de múltiple origen europeo.
Uno de los más destacados músicos de la Nueva España, avecindado en ella desde 1742, en donde habría de ser director musical del Coliseo de México y maestro de capilla de la Catedral de México hasta su muerte en 1769, fue el italiano Ignacio de Jerusalem y Stella, conocido en su momento como el “Milagro musical”, más que por su labor en el México colonial, por el suficiente talento para igualar los parámetros musicales hispanos.
Lógicamente, Jerusalem encaminó las primeras tendencias sonoras novohispanas hacia la escuela italiana, tanto en ideas, estructuras y formas musicales.
Las primeras composiciones del género músico-escénico no tardarían en llegar como producto de esa hegemonía sonora. El capitalino Manuel de Sumaya estrenó, en el Palacio Virreinal, sus partituras El Rodrigo, en 1708, y La Parténope, en 1711. La primera, probablemente una zarzuela, con motivo del nacimiento del príncipe Luis Fernando; y la segunda, una ópera, por el onomástico del rey Felipe V.
Por ello, la llegada de la ópera a la Colonia —de la mano de la zarzuela— no resultó extraña. De hecho, las compañías líricas forasteras itinerantes que visitaban territorio novohispano con novedades del catálogo italiano solían tener un entusiasta recibimiento.
Sin embargo, las inconformidades y problemáticas económicas, sociales y políticas que derivarían en la lucha independentista de 1810, generaron un rechazo creciente de lo que sonara a español o novohispano en búsqueda de una identidad nacional y, finalmente, en el México independiente de 1821.
La turbulencia por el poder y por el rumbo que habría de tomar la nación —que como sabemos incluyó diversas constituciones y dos imperios— habría de determinar en buena medida las condiciones de preservación, descuido, extravío o pérdida del catálogo lírico nacional y del mayor o menor auge o declive temporal de este arte en nuestro país.
Precisamente, son esas circunstancias que acompañaron las volátiles etapas políticas de los siglos pasados, a las que también se adhirieron grupos de compositores y profesantes musicales diversos —con sus particulares intereses y pugnas estéticas—, las que propiciaron en nuestra historia lírica esnobismo cultural, pretensión elitista, y un rostro aspiracional; es decir, con marcado ánimo de apariencia, imitación e incluso deseo de ser otro.
Aunque por fortuna no todo el quehacer lírico nacional ha sido así, imaginen al venerable padre Hidalgo entonando el da capo de una cabaletta en italiano, al rey poeta Nezahualcóyotl luciendo un aria en su mejor francés. O reciclados de libretos del bel canto italiano o que llegan a incluir conspiraciones políticas nihilistas anarquistas, fantasías orientales en Estambul o alguna peste medieval europea cantada en inglés.
Quisiera puntualizar que, a mi modo de ver, la identidad no fuerza a sostener pronunciamientos nacionalistas, ni folclóricos, ni locales. Ni evita o restringe la exploración global del sentir humano, el cosmos o una época. Pero sí es la conciencia mayor o menor de sí mismo. De lo que se considera propio, ya lo decía, ante los demás. Eso, en contraparte, genera una visión de los otros hacia esa identidad.
Apuntaba también que, si bien escasean, hay otras vertientes en la configuración lírica nacional, incluso si su esplendor ha sido más allá de nuestras fronteras. Pienso no solo en propuestas de autores como el doctor Aniceto Ortega, José Pablo Moncayo o Miguel Bernal Jiménez, sino en años en que el público interesado ya presenció obras de Daniel Catán, Federico Ibarra, Gabriela Ortiz, Diana Syrse, Víctor Rasgado, Alfonso Molina y otros compositores que han optado bien por libretos en español, alguna lengua indígena, binacional o fusión; inspiraciones literarias mexicanas, problemáticas nacionales, o por exploraciones globalizadas e idiosincrasias que apuntan a nosotros mismos.
Es en ese escenario, en el que sin duda se atenúa el malinchismo, la vergüenza y el desprecio por lo nacional, en el que hago apuntes finales sobre Cuitlahuatzin, que espero contribuyan al aprecio de su valor artístico y social.
En términos de estructura, la obra se compone de 17 números que van de una obertura a diversas arias, coros, un dueto, un terceto y varias danzas o pasajes celebratorios-bélicos. La música refleja, por un lado, esa inquietud del pueblo azteca ante presagios funestos que condicionan su futuro, de cara a los estragos sufridos por la llegada de los españoles, que no solo traen otra manera de entender el mundo, sino caballos, armas y enfermedades como la viruela, contra las que no se tienen anticuerpos en el nuevo continente.
En todo ello reluce la vulnerabilidad indígena y su mirada cósmica donde la adversidad es asumida como designio irremediable. Pero también aquellos sonidos de la partitura acompañan rituales, momentos ceremoniosos, resoluciones que despiertan un espíritu heroico y dibujan un horizonte épico que no solo producen las arengas, sino los mismos acontecimientos históricos ya conocidos en las páginas nacionales.
El blindaje armónico de la música de Cuitlahuatzin tiene un acento contemporáneo, pero a la vez el ritmo y la majestuosidad melódica convocan sensaciones fieras que enaltecen a un pueblo que no se arredra ante la clara desventaja frente a los europeos y sus aliados americanos. Hay pasajes que en formas y recursos expresivos recuerdan a Silvestre Revueltas, a Carlos Chávez, incluso al mejor y más popular Arturo Márquez, lo que da a la imagen sonora un toque propio, de identidad nacionalista, que emociona.
Vocalmente, hay escenas de reflexión, de diálogo en el que se recurre al recitativo casi parlado que se acompaña por líricas líneas de la orquesta en bajo volumen, pero también hay lugar para el lucimiento y poderío, no solo discursivo sino de la emisión.
Por ello celebro el registro en vivo de esta obra y su puesta a disposición en las plataformas de difusión contemporáneas. Aunque estoy cierto de que eventualmente Cuitlahuatzin admite y reclama una puesta en escena integral, así como una grabación de estudio que permita apreciar todos sus matices y detalles, que desde luego ya se han inscrito en el quehacer lírico de nuestro país desde sus presentaciones en el Teatro del Palacio de Bellas Artes el año pasado o su estreno en 2022, en la Macroplaza de Iztapalapa para el mundo.
Felicidades a los involucrados en este proyecto. Y muchas gracias a todos por su atención a mis palabras, aun cuando coincido con Carlos Fuentes, quien escribe en su novela imprescindible La región más transparente: “México no se explica; en México se cree: con furia, con pasión, con desaliento”.