?? Nabucco en Berlín

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Amartuvshin Enkhbat (Nabucco) y Anna Pirozzi (Abigaille) © Bernd Uhlig

Diciembre 27, 2019. De un rotundo triunfo se hizo la Deutsche Oper de Berlín con la reposición de la producción de Nabucco de Verdi firmada por Keith Warner, el inmejorable elenco vocal y una muy efectiva dirección musical de Carlo Montanaro. 

A cargo del rol protagónico, la gran sorpresa de la noche la dio el joven barítono mongol Amartuvshin Enkhbat quien, con una prestación de una calidad superlativa, dejó boquiabierto hasta al más escéptico. Su interpretación de Nabucco lo tuvo todo: una voz potente y aterciopela, una emisión siempre controlada y de rica resonancia, una línea homogénea en toda la tesitura y una gran implicación emotiva para transmitir la evolución psicológica de su personaje. Su intachable dicción y su incisivo fraseo dieron cátedra de genuino estilo verdiano e hicieron recordar a los grandes intérpretes de la parte del pasado. De conmovedora humanidad, su ‘Oh, di qual’onta aggravasi’ y su aria final ‘Dio di Giuda’ le sirvieron para meterse al público en el bolsillo y lo hicieron acreedor a una buena porción de las aplausos finales. 

Con unos impresionantes medios vocales, Anna Pirozzi confirmó ser una de las mejores y más completas Abigailles de la actualidad. Sin flaquezas del inicio al fin, su composición vocal del inhumano rol verdiano destacó tanto por la belleza de su seductor timbre como por su potencia vocal, así como por su capacidad para el canto matizado y su seguridad en las agilidades. En la escena, se reveló como una intérprete convincente y muy involucrada en la composición de su personaje. En óptima forma, Mika Kares impuso gran autoridad vocal y escénica a la parte del sumo sacerdote hebreo Zaccaria. Con una interesante voz de lírico-spinto, un legato impecable y agudos fáciles, Attilio Glaser logró extraerle todo el brillo y más a la parte de poca monta del hebreo Ismaele. Jana Kurucová resultó una solvente y sensible Fenena que sacó buen partido de su cavatina y plegaria, a la que dio una interesante dimensión dramática. 

Los roles secundarios fueron cubiertos con profesionalismo y solvencia por elementos locales, de entre los que destacó la Anna de la prometedora Aviva Fortunata. Magnífico, el coro de la casa respondió con disciplina y riqueza sonora a cada una de las exigencias de una partitura que lo tiene entre sus principales protagonistas. Ya desde el comienzo, con una obertura de buen pulso, veloz y de bellos colores orquestales, Montanaro mostró su gran familiaridad con la partitura verdiana de la que ofreció una lectura plena de energía, cuidada concertación y buen equilibrio entre foso y escena.

A cargo de la puesta en escena, Warner trasladó la acción al momento del estreno de la ópera en 1841 en medio de la Revolución Industrial, lo que debería explicar el hecho de transformar el templo de Jerusalén en una gigantesca impresora que fue despidiendo textos en hebreo que el pueblo judío recogió y transportó con devoción mística. Abundaron los elementos simbólicos, llegando incluso a echar mano hasta del mismo Dios quien, caracterizado como un anciano, se paseó por la escena y participó silenciosamente de los hechos relatados. 

La moderna, oscura y minimalista escenografía de Tilo Steffens, ayudada por la utilización del escenario giratorio, tuvo el mérito de haber posibilitado que la sucesión de escenas resultase dinámica. Con el pueblo de Israel vestido de negro y los babilonios, de dorado, el vistoso vestuario de Julia Müer puso orden a la hora de individualizar a los miembros de los dos bandos contrincantes. 

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