?? Wozzeck en Nueva York

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Elza van den Heever (Marie) y Peter Mattei (Wozzeck)

Enero 22, 2020. En una de sus pocas incursiones en repertorio del siglo XX de la temporada, no fueron pocos los méritos a resaltar de la nueva producción de Wozzeck de Alban Berg presentada por el Metropolitan Opera en estos días. 

En lo respecta a las voces, la elección no pudo ser más acertada. Cantante de enorme sensibilidad y carisma, Peter Mattei concibió un pobre, angustiado y paranoico soldado Wozzeck completamente manipulado por su entorno y con el cual fue imposible no empatizar. Su composición vocal impuso una voz dúctil, llena de matices y de marcada intencionalidad, por lo que fue el gran triunfador de la noche. También tuvo su merecida ovación Elza van den Heever, convincente Marie de contundente intensidad vocal y dramática.

Christopher Ventris retrató un vanidoso y pretencioso Tambor mayor de voz robusta, bien conducida y de agudos fáciles y potentes. Con un timbre brillante, una articulación sin mácula y una proyección siempre segura, Gerhard Siegel concibió un detestable e histérico capitán para cuya caracterización desplegó una enorme batería de recursos histriónicos. Por su parte, Christian Van Horn llevó a la escena un apático doctor, solvente en lo vocal y de gran autoridad en lo actoral. Andrew Staples fue un bien intencionado Andrés de voz rica en lirismo y luminosa, pero tuvo algunos problemas de proyección que dificultaron su audición. Un tanto desdibujada por la puesta en escena, Tamara Mumford demostró contar con toda la vocalidad y más para la parte de Margret, la vecina de Marie. Muy apropiados resultaron los aprendices de Richard Bernstein y Miles Mykkanen. 

El coro tuvo un desempeño loable bajo la siempre atenta mirada de Donald Palumbo. Anteponiendo la fuerza dramática por sobre la pasión y la melancolía, Yannick Nézet-Séguin ofreció una lectura fluida, precisa y particularmente atenta a resaltar tanto los detalles como los colores orquestales de una partitura tan rica como complicada. 

Bien conocido en la casa por sus exitosas producciones de Lulu y La nariz, el multifacético director de escena sudafricano William Kentridge firmó una producción muy lograda en lo que refiere a la atmósfera opresiva y desesperanzada de la Europa posterior a la Primera Guerra —momento de la creación de la ópera (1917-1921)—, donde situó el desarrollo de la trama de la ópera. Con creatividad y sapiencia, Sabine Theunissen presentó como una única escenografía una ciudad en ruinas, presumiblemente después de un bombardeo, de ambiente sombrío, asfixiante militarización y desigualdad de clases, para lo que echó mano de una enorme cantidad de recursos multimedia —proyecciones o imágenes de ciudades en ruinas, hospitales de guerra, mapas con movimientos de tropas, caricaturas de mendigos que se trasforman en espectros— que saturaron de información al espectador y acapararon toda su atención en desmedro de la labor de los cantantes. En línea con el contexto bélico, Greta Goiris diseñó un vestuario donde abundaron los uniformes militares, las máscaras de gas, las muletas y los vendajes. Incluso el hijo de Wozzeck fue interpretado de modo poco creíble por una marioneta con una máscara de gas en su rosto. 

Teatralmente, el espectáculo funcionó a la perfección, atrapando al público del inicio al fin. Uno de sus momentos más logrados fue la escena del baile en el bar donde tanto Urs Schonebaum (iluminación) como Catherine Meyburgh (video) hicieron contribuciones significativas. Un público no muy numeroso, pero muy entusiasta, celebró a todos y cada uno de los intérpretes una vez caído el telón.

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