Aida en Madrid

Roberta Mantegna (Aida) y Jorge de León (Radamès) en el Teatro Real de Madrid © Javier del Real

Noviembre 13, 2022. Aida no es el título verdiano que prefiero y probablemente tampoco sea el suyo. Sin embargo, Giuseppe Verdi era un experto en conquistar la voluntad del público con su música y su sentido del drama, y es larga la lista de ocasiones en las que, tras acudir a la ópera a regañadientes, he salido de allí revivificado y emulando a sus protagonistas con mis torpes tarareos. 

Hay que tener en cuenta, además, que Verdi ya era un compositor al final de una exitosa carrera cuando se estrenó Aida el 24 de diciembre de 1871 en El Cairo, de modo que conocía a la perfección qué teclas tocar para asegurarse un éxito rotundo, teclas a las que se añadía el componente de la espectacularidad: grandes coros, ballets y la megalomanía insuperable del Antiguo Egipto.

Tras unos trabajos de mantenimiento en su escenario, el Teatro Real decidió reabrir sus puertas esta temporada —inaugurada a finales de septiembre con una coproducción del Orphée de Philip Glass—, rescatando la también espectacular y exitosa producción de Aida que el director de escena de origen argentino Hugo de Ana estrenara en 1998, recién reabierto el coliseo madrileño. Me perdí parte de la reposición que de ella se hizo en 2018 por una huelga, aunque esta vez se presentó enriquecida con unos sugerentes audiovisuales diseñados por Sergio Metalli. Respaldado por la garantía del maestro de Busseto y teniendo en el recuerdo la lujosa propuesta de De Ana de finales de los 90, a medida que declinaban las luces me sorprendí a mí mismo buscando a tientas el cinturón de seguridad, tal era mi deseo de dejarme transportar lejos de Madrid.

Y sonando aún el preludio subió el telón y se vio en la mitad del escenario a un grupo de desdichados esclavos etíopes sometidos a trabajos forzosos al tiempo que una procesión de altivos sacerdotes egipcios atravesaba la escena en primer plano. Me pareció una manera magistral de presentar el trasfondo argumental de la obra, mas cuando estaba aún paladeando esta interesante idea, me percaté de que dos porteadores de estandartes iban vestidos con corsé y taparrabos rojos, como si fuesen dos escapadas del equipo español de natación sincronizada. No daba crédito a mis ojos, aunque pronto tuve que rendirme a la evidencia. Conforme salían los miembros del coro quedó claro que este viaje, sí, me iba a llevar a Egipto, pero al Egipto de los años 90. A ese Egipto donde Hugo de Ana era el rey y José Luis Moreno (el homólogo español de Raúl Velasco de Siempre en domingo en Televisa, o Don Francisco de Sábado gigante en Galavisión), el sumo sacerdote.

Hay que reconocer que la escenografía, grandiosa y preciosista a pesar de un espejo que no dejó de cimbrarse en todo el segundo acto, sigue causando efecto. Pero el caprichoso vestuario, lleno de color, brillo y fantasía, chirria con la contención y el criterio historicista al que, en mi opinión, nos hemos acostumbrado los aficionados a la ópera. La propuesta de Hugo de Ana no ha soportado el paso del tiempo, y otra prueba de ello es el intento de modernizarla con la añadidura de videoproyecciones que, si bien no molestan, e incluso pueden resultar sugerentes, tampoco suman ni terminan de encontrar acomodo en la narrativa original. En la línea de la indumentaria, otros elementos igualmente antojadizos —como por ejemplo la danza capoeira que se marcan los bailarines afro en el segundo acto— subrayan este batiburrillo de ingredientes más propio de un programa televisivo de variedades.

Simón Orfila (Ramfis) y Sonia Ganassi (Amneris) © Javier del Real

La actuación de los solistas, en su conjunto, tampoco contribuyó a dar una imagen de seriedad. Para empezar, me resultó difícil comprender por qué el bajo Deyan Vatchkov salió a cantar el primer acto “por deferencia al público” —tal y como se informó por megafonía—si estaba enfermo. A duras penas cumplió con el ‘Su! Del Nilo al sacro lido’ y en lo sucesivo tuvo que ser sustituido por Jongmin Park, quien en otras funciones hacía el papel de Ramfis, y quien cantó desde un extremo del escenario mientras el cantante búlgaro movía la boca haciendo playback. 

La mezzo Sonia Ganassi, que tantos éxitos cosechó en los repertorios mozartiano y belcantista, naufragó vocalmente en el papel de Amneris, aunque se agarró a las tablas que le proporcionan sus largos años de carrera para mantener la cabeza a flote. Y el barítono Gevorg Hakobyan como Amonasro, ni una cosa ni la otra: una voz discreta y un desempeño actoral monótono.

Afortunadamente, el rol titular estuvo bien defendido por la joven italiana Roberta Mantegna, poseedora de una voz adecuada para este exigente personaje. Todo apunta a que con el tiempo su voz ganará en cuerpo y ella desarrollará las aptitudes psicológicas que la conviertan en una estupenda intérprete de Aida. Por su parte, Radamès fue brillantemente interpretado por el tenor canario Jorge de León. Manejó con inteligencia su voz, que sonó fresca al tiempo que poderosa, y se ganó la mayor ovación de la noche. Simón Orfila lució una voz de bajo asentada, con brillo y rica en armónicos, defendiendo el papel de Ramfis con autoridad. Correcta estuvo la soprano Jacquelina Livieri en el rol de la gran sacerdotisa, cantando entre cajas, y el tenor mexicano Fabián Lara compuso un sólido mensajero.

La Orquesta Titular del Teatro Real se mostró dúctil a la hora de ajustar el volumen, aunque un tanto mecanizada bajo la dirección del maestro Daniel Oren. Esta noche el Coro Titular del Teatro Real (Coro Intermezzo) volvió a dar muestras de su gran valía. El público aplaudió con gran entusiasmo a todos los artistas que comparecieron sobre el escenario. Y regreso al origen: Verdi sabía cómo meterse al público en el bolsillo.

Compartir: