Ariadne auf Naxos en Barcelona

Escena de Ariadne auf Naxos en Barcelona © David Ruano

Septiembre 22 y 29, 2021. Ariadne auf Naxos no es nada fácil y sorprende (gratamente) su elección para inaugurar una temporada del Liceu, en la que las cosas parecen transitar caminos menos accidentados. Al parecer la nueva dirección artística considera que tiene que traer puestas en escena más bien rompedoras (mejor en títulos que no sean muy familiares y generen rechazo), y esta vez se ha apuntado a colaborar entre otras salas con la del Festival de Aix-en-Provence que en 2018 estrenó esta producción de Katie Mitchell. A una primera parte (prólogo) bastante entretenida, aunque demasiado abigarrada en movimientos, sucede la ópera propiamente dicha, donde el escenario partido en dos ofrece de un lado la acción y del otro las reacciones de compositores, maestros, etcétera, con todo el mundo en escena y transitando desde las bambalinas al escenario (el tenor sufre un problema en apariencia de nervios o digestión) y aquí se enreda todo. 

Aparecen dos invitados que no se sabe bien si son la propietaria de la sala (nada del “señor” del que se habla todo el tiempo) y un ser algo extraño del que no sabemos nada, y que interactúan con los personajes, además de tener que decir textos añadidos no muy en carácter con el del libretista, Hugo von Hoffmannstahl. Como a la señora Mitchell parecen obsesionarle los embarazos (lo hizo en una comentada Lucia londinense con Diana Damrau), aquí Ariadna está también embarazada y da a luz cuando está llegando el dios (que nunca llega porque siempre ha estado) asistida por las tres ninfas que han cubierto un poco todos los papeles posibles (menos el de ninfas, por descontado).

La dirección de Josep Pons fue buena, sin demasiado vuelo ni contrastes entre bufo y dramático. Hubo dos repartos que sufrieron cambios de última hora por dos de esas cancelaciones que desde la pandemia son más frecuentes que nunca.

Los cantantes fueron muchos y las partes menores fueron muy bien desempeñadas, en particular por el maestro de música (José A. López) y el de danza (Roger Padullés), y los alegres compañeros de troupe de Zerbinetta (Benjamin Appl como el Arlequín —un lujo— y Vicenç Esteve, Alex Rosen y Juan Noval-Moro); correctas (alguna más que otras) las ninfas, que aquí ofician de todo, hasta de parteras (Sonia de Munck, Núria Vilá y Anaïs Llorens). 

El compositor de Samantha Hankey fue mejor que el de Paula Murrihy (ambas debutaban), pero se quedaron ambas cortas. Peor le fue a Baco y el tenor que lo personifica. Nikolai Shucoff estuvo en una de sus malas noches, David Pomeroy fue muy superior (aunque tal vez más envarado como artista), pero su voz y su canto deberían abstenerse por el momento de roles de este tipo. Elena Sancho-Pereg y Sarah Blanch estuvieron muy bien en una Zerbinetta excesivamente soubrette y concentraron sus esfuerzos en el aria: la hicieron bien, y seguramente el registro agudo de Blanch es más brillante y extenso que el de su colega. 

En ambos repartos la protagonista fue lo mejor y quizá lo único para un Strauss de primer nivel, y ambas debutaban también: Miina-Liisa Värëlä (a saber cómo se pronuncia) y Johanni van Oostrum. Ambas con buena voz, de buen color, buena extensión, centro consistente, dicción perfecta y buena actuación. Por cuestiones de timbre, de squillo, y de homogeneidad entre registros la segunda seguramente más interesante. Aplausos corteses  y más cálidos para algunos de los intérpretes al final de un público bastante numeroso pero que no llenaba las localidades todavía limitadas del Teatro.

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