Don Carlos en Nueva York

Jamie Barton (Eboli) y Étienne Dupuis (Rodrigue) © Ken Howard

Marzo 10, 2022. Anunciado con toda la pompa como uno de los mayores eventos de la actual temporada, el Metropolitan Opera presentó por primera vez en la historia de su compañía la ópera Don Carlos de Giuseppe Verdi en su versión original en francés, que se estrenó el 11 de marzo de 1867 en la Opéra de Paris. La partitura utilizada en esta ocasión fue un híbrido de la versión del estreno —existe otra partitura de 1866 con varios pasajes escritos por el compositor para los ensayos parisinos y cuyos cortes fueron impuestos por la dirección del teatro antes del debut— y algunos agregados de la versión italiana de 1883. 

El ballet del tercer acto, emblema de toda “Grand opéra française”, brilló por su ausencia. En pocas palabras —y sólo para ser preciso— de la exhumación de la versión “completa” anunciada, el Met se sacó de encima bastante música. Como “lo cortés no quita lo valiente”, debe agradecerse, no obstante, la iniciativa de avanzar sobre un repertorio impensado otrora en esta casa.

A cargo de la dirección de escena, David McVicar se movió dentro de lo tradicional, respetando la temporalidad de la trama. Las interacciones entre los personajes denotaron mucho menos inventiva que en anteriores trabajos del director de escena escocés sobre este mismo escenario. Los grandes finales —el del auto de fe y el de la escena de la prisión— no estuvieron bien resueltos y abundaron el caos y la confusión. Comentario al margen mereció el insoportable bufón real que en el auto de fe molestó a más no poder, y que bien se hubiese merecido ser ajusticiado junto a los herejes. La escenografía de semicírculos movibles de Charles Edwards podrá resultar practica para el desarrollo de la acción, pero no es atractiva. Abundaron la oscuridad y el minimalismo. El público tuvo que recurrir en muchas ocasiones a su imaginación, puesto que sobre el escenario no había nada. Aportó mucho el cuidado y bellísimo vestuario de la talentosa diseñadora Brigitte Reiffenstruel.

El elenco cumplió en general, sin despertar mayor entusiasmo. A cargo del personaje protagónico, el tenor americano Matthew Polenzani se involucró en cuerpo y alma en la composición de su parte, retratando de modo magistral un mentalmente frágil infante español de atormentado, vehemente e introvertido carácter. Omnipresente en el escenario, su rendimiento vocal no decayó en ningún momento, destacando por una voz de rico lirismo, una homogénea línea de canto, una perfecta afinación y un canto siempre matizado y elegante. Merece agregarse, porque no es poco, su perfecta dicción de la lengua francesa. 

El barítono canadiense Étienne Dupuis encontró en la parte de Rodrigue, marquis de Posa, un parte ideal para su tesitura, ofreciendo un canto subyugante, de legato soñado y un fraseo sin mácula. En la escena se reveló como un actor entregado y absolutamente convincente. La muerte de Posa fue por lejos de los mejores momentos de la noche. 

John Relyea (Il Grand Inquisiteur) y Eric Owens (Philippe II) © Ken Howard

No convenció el bajo-barítono americano Eric Owens, quien concibió un rey Philippe II de canto monocorde, inexpresivo y carente de toda autoridad. Su aria ‘Elle ne m’aime pas’ resultó una batalla por no caer dormido. Tanto el bajo-barítono canadiense John Relyea, como el bajo inglés Matthew Rose resultaron impresionantes en sus caracterizaciones de Le Grand Inquisiteur y Un moine/Charles-Quint respectivamente. El primero luciendo una voz de gran caudal, de graves imponentes y de gran variedad de acentos; y el segundo, haciendo gala de una voz de graves profundos y cavernosos. 

De las voces femeninas, la soprano búlgara Sonya Yoncheva deslumbró a cargo de la parte de Élisabeth de Valois por la pureza de su voz, su timbre cristalino y la delicadeza de su canto. Celebradísimo, su ‘Toi qui sus le néant’ fue modélico por su variedad de colores y fraseo expresivo y elegante, que hizo olvidar una emisión un tanto escasa y graves discretos. Poseedora de un patrimonio vocal descomunal que no siempre logró controlar adecuadamente, la mezzosoprano americana Jamie Barton resultó una princesse Eboli impactante por amplitud, proyección y color vocal. Por su temperamento eruptivo, su canto impetuoso y sus agudos de acero, el aria ‘Ô don fatal’ resultó todo fuego y pasión, provocando el delirio del público. 

Proveniente del programa de jóvenes cantantes de la casa, la soprano Meigui Zhang compuso un solvente paje Thibault y el tenor Joo Won Kang un conde de Lerma bien plantado. Como la voz celestial (Une voix céleste), la ascendente soprano americana Amanda Woodbury dejó ganas de más canto. 

Al coro de la casa se le escuchó excelentemente preparado bajo la siempre eficiente dirección de Donald Palumbo. Desde el foso, el director canadiense Yannick Nézet-Seguin hizo una lectura impecable de una partitura que demostró conocer como la palma de su mano. Bajo su atenta dirección, la orquesta de la casa dispensó toneladas de matices, colores, tensión dramática, heroísmo, melancolía, grandilocuencia… todo en su punto y justa medida. 

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