El ángel de fuego en Madrid

Elena Popovskaya (Renata), Ernst Alisch (El Conde Heinrich / El Padre) en El ángel de fuego en Madrid © Javier del REal

Marzo 23, 2022. En la corta historia del nuevo Teatro Real, apenas 25 años desde su reapertura como escenario operístico, se han presentado algunos títulos del siglo XX que han sido catalizadores para un público que en principio se infiere más apegado al repertorio decimonónico tradicional. Y lo fue así en gran medida por los estupendos montajes con los que fueron presentados, como Pelléas et Mélisande de Debussy en 2002, con dirección escénica del tándem Leiser-Caurier y musical de Armin Jordan; Dialogues de Carmélites de Poulenc en 2006, con dirección escénica de Robert Carsen y musical de Jesús López Cobos; o Katia Kabanova en 2008, dirigida musicalmente por Jiri Behlolavek y con escena también de Carsen. 

Estoy seguro que el estreno de El ángel de fuego de Serguéi Prokófiev (1891-1953) será recordado por los aficionados como uno de esos títulos que crean afición por el repertorio del siglo XX, en virtud del fuerte impacto sonoro y visual que causa. Las óperas de Prokófiev, uno de los grandes compositores soviéticos del siglo XX, no son desconocidas en el Teatro Real, donde se han presentado Guerra y paz en 2001, El amor de las tres naranjas y Semión Kotko (en versión de concierto) en 2006, todas ellas con gran éxito. 

La que nos ocupa ha pasado a considerarse la ópera maldita de Prokófiev, autor también del libreto, que tras leer la novela de igual nombre de Valeri Briúsov, inició la larga y difícil gestación de la ópera. Comenzó a musicalizarla en 1919 y tras varios traspiés en el intento de representarla en Berlín y Nueva York, la obra se quedó en el limbo durante dos décadas. El libreto está lleno de referencias al ocultismo y fanatismo religioso, además de una carga sexual palpable en un desarrollo dramático un tanto confuso.

Quizá todo esto haya sido la causa del rechazo. La cuestión es que el creador murió en 1953 sin haberla estrenado. Un año después de su muerte se presentó en versión de concierto en París y en 1954, en Venecia, con escena. En la desaparecida URSS fue puesta en escena ya en 1987, en Perm. En 1991 subió al escenario del Teatro Mariinsky de San Petersburgo, en una coproducción con la Royal Opera House londinense, donde se vio un año más tarde. Desde entonces se va dando a conocer por el mundo a cuentagotas, aunque nunca pasa desapercibida.

El Teatro Real presentó diez funciones servidas por dos repartos. Uno de ellos estuvo encabezado por los cantantes que vi en la Ópera de Zúrich en el estreno de la producción (en mayo de 2017). Hoy, casi cinco años después, he acudido a ver el elenco alternativo y la impresión ha sido también magnífica. Me reafirmo en las líneas que escribí y se publicaron de aquella primera vez que pude disfrutar de semejante obra de teatro musical. Se trata de una exigentísima partitura, tanto para las voces protagónicas como para el desempeño de la orquesta y coro. La cuestión escénica es peliaguda y el director de escena Calixto Bieito cumplió a rajatabla lo que el autor nunca deseó para su obra: que la convirtieran en un cuento de brujas plagado de seres sobrenaturales en el escenario.

Bieito tiene una larga trayectoria de polémicas puestas en escena. En esta ocasión, aun teniendo material dramatúrgico con una evidente dosis de sexualidad, mostró un trabajo comedido. Trasladó la acción a los años 50 del siglo pasado, en una Alemania que estaba en reconstrucción tras la guerra. La escena del intento de violación de Ruprecht (barítono) a Renata (soprano) y los abusos a que es sometida por Johann Faust (bajo) y Mefistófeles (tenor) en el Acto IV son, visualmente, de bajo impacto. Tampoco hay seres sobrenaturales que acosan a Renata: todo está en su imaginación, y esto nos lleva a pensar en que en realidad ella es una histérica y Ruprecht un ser más débil de lo que creemos, capaz de ser manipulado por ella. 

La escena del exorcismo con la que finaliza la ópera, en la que la protagonista es condenada a la hoguera, subió la temperatura del espectáculo hasta casi derretirnos, y la solución escénica fue quemar la bicicleta de Renata, el símbolo de su niñez y de su libertad, en mi opinión un magnífico golpe de efecto para volver a evadir al cuento de brujas. 

Plano general de la escenografía de Rebecca Ringst © Javier del Real

La escenografía giratoria (Rebecca Ringst) nos muestra una casa compartimentada en varios habitáculos, algunos más tenebrosos que otros y todos bien utilizados por un trazo escénico que siempre funcionó en positivo. La presencia de Heinrich (bajo-barítono) en la habitación infantil da pista de un abuso en la niñez de Renata y convierte a la escenografía en la clave de la puesta en escena. La mente de Renata es tan enrevesada como la distribución de esa casa donde, gracias a la iluminación (Frank Evin) y vídeos (Sarah Derendinger) aparecen y desaparecen inquietantes sombras que sin duda contribuyen a la desestabilización de la mente de Renata y Ruprecht.

La dirección musical de Gustavo Gimeno, debutante en el Teatro Real, fue rutilante. Sacó jugo a la orquesta del teatro, que tuvo grandeza en el sonido y cuidado con los cantantes, sin menoscabo al volumen general y la riqueza de matices. El difícil papel de Renata lo abordó en esta función la soprano rusa Elena Popavskaya con un poderoso y bien timbrado instrumento, en una representación sin interrupción en la que ella está casi todo el tiempo en el escenario. Dramáticamente estuvo entregada a hacer creíble a la desequilibrada muchacha sin pasarse al histrionismo de mala factura. 

El barítono griego Dimitris Tiliakos, de recio y oscuro timbre, le dio la réplica en el no menos demandante personaje de Ruprecht, robusto y potente pero capaz de matizar hasta convertirse en un títere en las manos de Renata. Estos dos solistas y Gimeno recibieron las más grandes ovaciones al salir a saludar al final de la representación. Pero no fueron los únicos que construyeron con brillantez esta gran ópera.

La mezzosoprano rusa Olesya Petrova sirvió estupendamente, con su contundente y redonda voz, a los personajes de la Madre Superiora y la Vidente; mientras que el bajo ucraniano Pavel Daniluk impactó, por la potencia y hermoso timbre de bajo profundo, interpretando con autoridad al Inquisidor. El tenor ruso Vsevolod Grivnov se encargó de Agrippa von Nettesheim y de Mefistófeles. Su timbre es incisivo y tiene una buena presencia escénica, pero la voz no tiene el caudal de sus compañeros y a veces se quedó en el límite de lo audible. Con él se completan los cinco cantantes que cambian en estas funciones. Los fijos son la mezzosoprano georgiana Nino Surguladze, potente y magnética como cantante y brillante como una odiosa Posadera entrometida. También brillantes los solistas intérpretes de los personajes con relieve en la ópera; el tenor Josep Fadó (Jackob Glock/Doctor), el bajo Dmitry Ulianov (Fausto) y el bajo Gerardo Bullón (Mathias/Posadero). 

Afortunadamente para todos nosotros, las voces encargadas de los personajes menores estuvieron muy bien interpretadas, escénica y musicalmente. El bajo-barítono David Lagares (Camarero), la soprano Estíbaliz Martyn (Primera novicia) y la mezzosoprano Ana Gomá (Segunda novicia). El coro nuevamente dio muestras de su alta calidad, con un sonido delineado y empastado al milímetro. El veterano actor alemán Ernst Alisch interpretó, muy eficazmente, al Conde Heinrich, el amante esquivo en torno al cual gira la mente de Renata.

Como muestra de solidaridad con el pueblo ucraniano, al inicio de la representación la orquesta entonó el himno nacional de ese país, como está anunciado en el programa de mano, con el público en pie. En el elenco hubo solistas de por lo menos 10 nacionalidades, entre ellos rusos y ucranianos. (Por cierto, Prokófiev nació en una Sóntsovka, una población cercana a Donetsk, Ucrania).

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