Fidelio en Bellas Artes

Escena de Fidelio en concierto escénico en Bellas Artes © Bernardo Arcos Mijaildis

La Ópera de Bellas Artes (OBA), institución dirigida por Alonso Escalante Mendiola, tenía planes de homenajear a Ludwig van Beethoven (1770-1827) desde antes de que la pandemia provocada por el virus SARS CoV-2 causante de la Covid-19 irrumpiera en el panorama mundial. Sin embargo, la emergencia sanitaria impidió que en tiempo y forma se celebrara al compositor de Bonn durante 2020, en su 250 aniversario.

Pero, como reza el viejo y conocido refrán: “El que porfía, mata venado” (“Quien porfía, cobra algún día”, parafraseaba Groucho Marx) y finalmente la OBA pudo concretar, como parte de su temporada 2021, la programación de Fidelio o El amor conyugal Op. 72, único título operístico en el catálogo del celebrado músico alemán, que cuenta con libreto del austriaco Joseph Ferdinand Sonnleithner (1766-1835), basado en el texto del dramaturgo francés Jean-Nicolas Bouilly (1763-1842).

Al motivo celebratorio beethoveniano de este ciclo de funciones, presentadas en el Teatro del Palacio de Bellas Artes los días 2, 5, 7 y 9 de diciembre, también se añadió el festejo por el 75 aniversario del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL), “organismo cultural responsable de estimular la producción, promoción, difusión de las artes y organizar la educación artística en todo el territorio nacional”, actualmente dirigido por Lucina Jiménez.

El rol protagónico (Leonore) travestido (Fidelio) de esta ópera contó con la interpretación de la soprano María Katzarava, en una muestra solvente de su madurez vocal y artística. La cantante mexicana de raíces georgianas volvió a esta partitura de Beethoven luego de que en 2010 se hiciera cargo del rol de Marzelline, más propicio para las características primaverales de su voz en aquel entonces.

Once años después, en cambio, en estas funciones Katzarava exhibió una voz más robusta y voluminosa que, si bien conserva en su canto los principios belcantistas que han nutrido su trayectoria lírica, colorea con apoyo de pecho los momentos más dramáticos de su personaje, lo que lo dota de emotividad y decisión. El instrumento de la soprano retiene agilidad para los adornos y es contundente en los acentos heroicos de sus acciones.

Esa candorosa joven Marzelline, que llega a ilusionarse con Fidelio y que inspira por igual los sinceros afectos de su enamorado Jaquino (Andrés Carrillo) y su propio padre, Rocco (Carsten Wittmoser), esta vez fue abordado por la soprano Liliana Aguilasocho con una voz de emisión transparente, impregnada de lirismo y dulzura. 

Mientras el tenor Carrillo cantó su rol de ayudante carcelario con seguridad y energía, en un claro crecimiento de su joven trayectoria, el bajo Wittmoser fue el eslabón más débil de la cadena vocal de este elenco. Su voz se percibió cascada, tambaleante, lo que condicionó su volumen, su afinación y la puntualidad musical de sus intervenciones.

Mejores participaciones lograron el tenor Héctor Sandoval (arrojado, temperamental, bronco por instantes) como el preso político Florestán; el barítono Enrique Ángeles (una voz sólida y con histrionismo binario, súper convencido de su maldad, del daño que está dispuesto a infringirle a los demás) en el rol de Pizarro; e, incluso, en su breve papel de Don Fernando, el bajo-barítono Antonio Azpiri.

María Katzarava (Leonore-Fidelio) y Héctor Sandoval (Florestan) © Bernardo Arcos Mijaildis

Las funciones fueron anunciadas en versión de “concierto escénico”, ya que tomaron en consideración diversas restricciones sanitarias que deben mantenerse en espacios públicos de cara a la pandemia. Aún así, Mauricio García Lozano fungió como director de escena. Más que en aspectos conceptuales, como en aquel montaje de Fidelio del que se hizo cargo en 2010, en el marco de la reinauguración del Teatro del Palacio de Bellas Artes, luego de ser rehabilitado, su trazo podría resumirse en que ubicó a cada personaje en una parcela del frente del escenario. El fondo estaba ocupado por la Orquesta del Teatro de Bellas Artes, bajo la batuta de su titular Iván López Reynoso. 

También hubo diseño de vestuario firmado por Jerildy Bosch, si bien todos —excepto Pizarro, que llevaba traje y corbata— vistieron prendas negras genéricas o, al menos, poco distinguibles del resto; y escenografía a cargo de Jorge Ballina, consistente en dotar la escena de contornos de cubos luminosos que podían colocarse sobre los personajes o conformar hasta tres pisos, lo que resultó particularmente vistoso en la escena en que los prisioneros salen de sus celdas para tomar aire fresco (el Coro del Teatro de Bellas Artes, en esta ocasión, fue preparado por Rodrigo Elorduy).

La idea general de la producción (un paisaje entre Q*bert y Tron, por así describirlo), brindó al escenario cierta sensación de planos, dimensiones y espacios, en lo que también contribuyó la iluminación de Jesús Hernández.

Lo más novedoso de la propuesta, recurso innecesario y mansplaining, fue incluir una narradora (la actriz Samantha Coronel), cuyo texto —¡con cambio de persona gramatical de la narración incluido!— más que contextualizar la trama ante la omisión de diálogos, reiteró lo obvio.

Los cuerpos artísticos estables del Teatro de Bellas Artes ofrecieron una actuación fresca y ágil, en sintonía con la imagen sonora proyectada por López Reynoso, lo que reparó más en la esencia de fidelidad amorosa y libertaria de la obra que en el drama de sus mazmorras. Al margen de instantes de desaseo en los metales, el conjunto musical brindó una lectura prístina, con sutilezas en las cuerdas, que llegó a un final, como corresponde, vibrante y celebratorio, como debía haber sido el año Beethoven que no fue.

Compartir: