Götterdämmerung en Madrid

Ricarda Merbeth (Brünnhilde) y Andreas Schager (Siegfried) en Götterdämerung en Madrid © Javier del Real

Febrero 26, 2022. El complejísimo final de la Tetralogía wagneriana es el Apocalipsis, la destrucción masiva, el fin del mundo. Muchas han sido las propuestas escénicas que han querido mostrar ese camino hacia la nada más absoluta, desde las más apegadas a la dramaturgia mitológica original ideada por el compositor de Leipzig (lo cierto es que a estas alturas ya son las menos), hasta aquellas otras más contemporáneas de contenido estrictamente político representando el fin de un régimen o una civilización. Luego están las que, garantes del ahorro, apuestan por el minimalismo. 

Tal es el abanico de lecturas que ofrece el ciclo operístico más simbólico de la historia. La propuesta de Robert Carsen, que podemos calificar sin ambages de “bélica”, y que tras cuatro años cierra así el ciclo de El anillo del nibelungo en el Teatro Real de Madrid, se decanta no obstante por la primera opción, recurriendo a la más pura materia natural, con el agua y el fuego como elementos generadores de la tragedia inminente para dioses y humanos. Ya no es la muralla, que no círculo, de fuego luminoso y llameante, que veíamos al fondo del escenario en el final de Sigfrido y que vuelve a aparecer ahora en el prólogo de El ocaso de los dioses. Al final de esta última jornada el fuego de una pira inexistente expulsa columnas de humo desde ambos lados de la escena mientras Brunilda —sin absolutamente nada que se le parezca a su caballo Gräne— se desplaza extasiada en solitud, tras haber cantado su inmolación a pared bajada, pues ese grisáceo muro tipo mazmorra ha acompañado a toda esta producción de la Ópera de Colonia. Por fin, una fina lluvia que empapa a la valquiria acompañará los últimos acordes de uno de los epílogos orquestales más sublimes de toda la historia de la música, con el famoso leitmotiv de la redención por el amor.

Todos estos detalles escenográficos podrían carecer de importancia en cualquier otra ópera, pero en un festival escénico como es Der Ring des Nibelungen no es un asunto ni secundario ni prescindible. El componente visual lo es todo para que el oyente se introduzca de lleno en esa obra de arte total que pretendía Richard Wagner con sus dramas musicales. Como podemos apreciar, la propuesta abiertamente medioambiental, y —por qué no decirlo— de mentalidad ecológica del regista canadiense y de su colaborador, el escenógrafo y figurinista Patrick Kinmonth, mucho más acusada en Das Rheingold (El oro del Rin), con ese agua cayendo del cielo que intuimos pertenece a la del Rin, río protagonista de toda la Tetralogía y víctima de la contaminación humana, como volvemos a ver en la escena inicial del acto tercero de este Ocaso de los dioses, con las Hijas del Rin de nuevo en aspecto mugroso, bañándose con la escasa agua de los barreños desperdigados aquí y allá en ese paraje desolador y con guiños bélicos —como ese misil tirado en el suelo— en el que se introduce el héroe, un lodazal de utensilios rotos y abandonados que sirve de marco hostil para su muerte a traición. En el inicio con las nornas, muebles destartalados, cajas, palés, troncos de madera y gruesas cuerdas simulando los hilos del destino sirven de atrezzo a sus cantos desesperanzados.

En la ópera de mayor desarrollo sinfónico de todo el ciclo wagneriano, Carsen y Hinmonth obvian el componente escénico para dejar que hable la música por sí sola en las grandes transiciones orquestales, como el “Viaje de Sigfrido por el Rin” o su “Marcha fúnebre”, cuyo cortejo acompaña los primeros sones de una de las páginas más célebres de todo el Anillo. En contraste, hallamos el ambiente fuertemente militarizado del palacio de los gibichungos con la escena coral de las huestes de Hagen, un ejército fiel preparado para la guerra enarbolando banderas austriacas en actitudes patrióticas (cuánto de político —y actual— hay en ello). Este cuadro escénico de interiores, a la manera de cuartel general de operaciones, con una larga mesa en el centro y unos planos de Alemania colgados al fondo, se sitúa en la línea del que vimos en el acto segundo de Die Walküre (La valquiria), ese otro cuartel general de Wotan que hacía las veces de Valhalla. Carsen vuelve a jugar aquí con esas escaleras al fondo y a ambos lados del escenario que igualmente nos acompañan desde El oro del Rin, y por la que aquí bajarán todos los hombres en la escena de la cacería.

Entre simbólica y neorrealista, la visión renovada de la Tetralogía por parte de Robert Carsen se nos antoja una metáfora siniestra y cruel del mundo actual, con sus conflictos, guerras y traiciones, y en la que el ansia de poder late en un continuo ambiente amenazador. Lo consigue subrayar con creces el bajo Stephen Milling, un Hagen de los que hacen historia. Aunque no podemos llegar a definir su caracterización como siniestra, su prestación vocal y escénica consigue que el drama adquiera cotas de gran impacto. La voz es densa y oscura sin revestir gran profundidad. Su escena en solitario del acto primero adquiere toda la tenebrosidad que requiere ese impactante momento que sostienen los atronadores trombones. 

Siguiendo con las voces graves, el segundo bajo del único reparto, Martin Winkler, sigue la sensacional línea de su Alberich de hace tres años en el prólogo del Anillo, aunando carácter sibilino con aires amenazadores en su única intervención al comienzo del acto segundo junto a Hagen, apareciendo de las tinieblas cual conde Drácula para alentar a su hijo en su misión de obtener el codiciado oro que le fue robado por Wotan. El barítono Markus Eiche es un muy digno Gunther, de canto no demasiado variado pero noble en todo momento. 

La muerte de Siegfried

Y llegamos al héroe, pues la aportación del cantante que le da vida es precisamente de auténtica heroicidad: el Siegfried del tenor Andreas Schager, que repite tras el pasado año volviendo a asombrar por sus vigorosos medios vocales, los cuales exhibe en una caudalosa emisión e increíble fuelle sin rastro alguno de temblor en la voz tras cantar los tres actos, y pese a las oleadas orquestales con que el foso le embiste a él y a Brünnhilde, primeramente en su dúo de amor del prólogo, o en su alegato de defensa en el segundo acto. A lo largo de toda la función, el alemán, en la línea de Sigfridos históricos, muestra asimismo un gran nivel de elocuencia en un canto de múltiples matices. 

A su lado, es de admirar igualmente los arrestos y capacidad vocal de la soprano Ricarda Merbeth (tres años consecutivos presente en el ciclo) aguantando el tipo con agudos gritados con mucha frecuencia y apoyos en un registro grave áspero y mate, poniendo énfasis expresivo a todo instante del drama. Pese a su indudable esfuerzo y loables intenciones, no será la suya una Brünnhilde para el recuerdo. La soprano más lírica, Amanda Majeski, en la piel de Gutrune, defiende el papel excelentemente con un bello color de llamativos reflejos oscuros, y sobresale la aportación de la mezzo Michaela Schuster compitiendo en fuerza dramática con Merbeth en su gran dúo del acto primero. Completan el capítulo de féminas las tres nornas estupendamente cantadas de Claudia Huckle, Kai Rüütel y de nuevo Majeski, la primera de ellas repitiendo como Flosshilde junto a Elizabeth Bailey y a la única española del elenco, María Miró, como Woglinde y Wellgunde, respectivamente. Refinadas muestras de canto de todas ellas, pese a lo insulso y prosaico de las materializaciones escénicas en las que se ven envueltas.

Con la experiencia acumulada de los últimos años en esta producción, Pablo Heras-Casado afronta el colofón del festival escénico wagneriano con una nada desdeñable capacidad para sostener la continuidad discursiva y diseccionar el complejo entramado leitmotívico, apoyándose en una orquesta titular del teatro que ha hecho suya la partitura. Destaca sobremanera toda la sección de viento metal, con trompetas, trombones y tuba ubicados en los palcos derechos, con la percusión (platos, xilófono…) y las seis arpas en los izquierdos —que en combinación al firmante de estas líneas martillearon en primer plano por situarse a ese lado—, una plantilla instrumental irregularmente distribuida cuyo volumen el maestro granadino ha explotado en exceso, haciendo primar la espectacularidad y la magnificencia sonoras en los instantes puramente orquestales, con una “Marcha fúnebre” de Sigfrido atronadora, y de los que se ha privado de gran parte de la hondura. Aun así, pasajes como la inversión del viaje por el Rin, tras el monólogo de Hagen, son traducidos con el suficiente clima opresivo. 

Y así, con este Ocaso y su sobriedad escénica, la guerra y el militarismo —el ansia de poder— tornan a su fin. Triunfa el amor regado con agua y con excelsos pentagramas para la redención humana. Confiemos que así sea también en la realidad.

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