La dama del alba en Oviedo

Escena del estreno mundial de La dama del alba en Oviedo © Alfonso Rego

Septiembre 17, 2022. Como apertura de la temporada de Ópera de Oviedo se ofreció –con gran expectación— el estreno de La dama del alba, primera ópera de Luis Vázquez del Fresno (1948-) que adapta la obra homónima de Alejandro Casona (1903-1965), autor teatral que, pese a formar parte de una corriente fundamental de su tiempo en España, tan poco se prodiga en nuestros escenarios. Resulta desde luego paradójico que se haya tenido que recurrir al formato operístico para poder ver la obra en escena.

Teniendo en cuenta que la génesis de composición de la obra se prolonga durante casi dos décadas, incluyendo un estreno frustrado años atrás, debe considerarse casi una proeza que finalmente haya visto la luz con todas las garantías, con un doble reparto que incluyó muchos elementos locales y una puesta en escena de un director asturiano emblemático como es Emilio Sagi. La expectación, desde luego, era máxima y el teatro registró una muy buena entrada, si bien el resultado podría decirse que dividió a un público que, en parte, mostró su regocijo por ver subir a escena una obra tan emblemática del imaginario asturiano.

Obra fundamentalmente poética y alegórica, La dama del alba transcurre “en Asturias, sin tiempo”, colocando en un entorno bucólico a unos personajes marcados por el destino trágico. Una familia que todavía llora la ausencia de Angélica, una hija desaparecida —desconocemos de inicio las circunstancias— a la que todos dan por muerta tras un incidente en el río, pese a que el cuerpo no ha aparecido nunca en una casa en la que el tiempo parece haberse detenido. La madre, el yerno, el abuelo, el aya y los hermanos pequeños viven en una especie de eterna espera que ha condicionado sus existencias que se verán alteradas por dos hechos: la aparición en la casa de una misteriosa peregrina que pide cobijo camino de Santiago —una figura alegórica que marcará el curso de los acontecimientos— y la irrupción en la casa de Adela, una misteriosa joven que llega tras ser encontrada en el bosque por Martín (a la sazón, esposo de Angélica) y que ocupará, casi sin quererlo, el lugar que había dejado la hija desaparecida en el núcleo familiar. 

La obra de Casona, estrenada en 1944 en Buenos Aires, Argentina, bebe pues tanto del realismo mágico como del simbolismo; e incluso podría verse como una alegoría del tiempo en el que fue escrita, siempre salpicada de elementos tradicionales netamente asturianos.

Lo cierto es que Vázquez del Fresno —cuyo libreto propio “a partir de la obra de Casona”— parece haberse limitado a respetar el texto original, podando algunos fragmentos y cambiando otros de lugar, pero siempre respetando el material de Casona, y quizá aquí esté uno de los elementos más discutibles de la propuesta, porque lo que es un gran texto teatral no tiene por qué ser por fuerza un buen material operístico: teatro y ópera tienen, ya sabemos, códigos diferentes. 

Por un lado, la acción avanza con demasiado detenimiento. La primera parte, que engloba acto y medio, se prolonga por más o menos 80 minutos y sirve más para presentar la situación y a los personajes que para hacer avanzar la acción: es demasiado tiempo; y, sin embargo, la segunda parte resulta más ágil argumentalmente y hasta más interesante en lo musical. Por otro lado, la prosodia de la palabra no siempre encaja bien con la naturaleza de las frases musicales. Seguramente el resultado hubiera lucido más si Vázquez del Fresno hubiese tratado el texto original con mayor libertad creativa, para crear un texto nuevo que favoreciese la estructura musical, aunque mantuviese, claro, la esencia argumental de Casona y hasta algunas de sus frases.

En lo musical, podemos decir que Vázquez del Fresno ha compuesto una obra de unos 160 minutos de duración esencialmente coral, en el sentido de que todos los personajes tienen su momento de importancia, sin que casi ningún rol (salvo quizá El Abuelo y la Peregrina) sean demasiado extensos, aunque sí exigentes por escritura, que se mueve frecuentemente en una estructura de recitativo declamatorio, lo que quizás aporte algo de monotonía al conjunto, solo salpicado por algunos instantes de mayor aliento lírico que terminan siendo de los mejores de la composición: el aria de Adela que abre la segunda parte, y su subsiguiente dueto de amor no consumado con Martín; una escena de la Peregrina (contratenor) con los niños pequeños (una soprano y dos voces blancas) o el largo dueto de la Peregrina con la desaparecida Angélica —de influjos netamente wagnerianos— se cuentan entre los mejores momentos de una obra en la que también resuenan ecos del jazz, con un interludio que abre la segunda parte, así como las vanguardias francesas que tanto han significado para Vázquez del Fresno y hasta la música popular (hay tonadas que coquetean con la frontera del atonalismo). 

Con todo, aun con sus momentos de interés —y con luna escritura vocal compleja y exigente que pone constantemente a prueba a los cantantes, que deben enfrentarse a una orquestación a menudo opulenta—, quizá se eche en falta en la composición una mayor cohesión formal e interna, que nos indique hacia qué rumbo camina el global: después de todo y a pesar de sus momentos de fuerza, el conjunto resulta demasiado heterogéneo.

Esfuerzo es la palabra que más y mejor puede describir la labor del reparto. Con doble distribución en casi todos los roles, corresponde esta crítica al primero de los dos repartos que se alternaron. Hay que destacar que, por cancelación de Carlos Mena, Mikel Uskola se hizo cargo en todas las funciones del rol de la Peregrina, pensado para contratenor (si bien él es, fundamentalmente, un sopranista) y complejo tanto por su extensión como por una escritura que le obliga a coquetear constantemente con un grave que no es su fuerte por la propia naturaleza de su instrumento y que le pone en algunos problemas de proyección. Cuando la escritura se vuelve más central y aguda, sí puede mostrar su musicalidad intrínseca e incuestionable: no fue fácil su tarea, y hay que agradecerle su esfuerzo ante todo. 

Fue muy sonoro y rotundo el abuelo de David Lagares, al que convendría escuchar en partes de mayor lucimiento para corroborar la buena impresión que nos dejó aquí, también muy implicado en lo escénico a la hora de dibujar el personaje. Entre las dos protagonistas, Beatriz Díaz defendió la escritura esencialmente lírica de Adela con buena línea de canto; y Carmen Solís le echó arrestos al rol de Angélica (casi una Brünnhilde del Siegfried wagneriano): apenas canta una única escena de algo más de un cuarto de hora, pero la escritura dramática es tremebunda y Solís la sorteó con suma inteligencia. 

Apurado y con algún accidente, en una parte mucho más heroica de lo que su material le permite, estuvo el Martín de Santiago Vidal (tiene el material, pero su repertorio es otro mucho más ligero que este), y adecuadas tanto la madre de Sandra Ferrández como la Telva (el aya) de Marina Pinchuck. Como Dorina, Ruth González volvió a demostrar su capacidad casi innata para construir roles infantiles con pericia tímbrica y escénica. Es una intérprete con años de carrera a sus espaldas, pero visual y sonoramente parece una niña. Y junto a ella se lucieron los niños Irene Gutiérrez y Gabriel Orrego, que comparten con la Peregrina uno de los números más interesantes de la partitura. Bien, Juan Noval-Moro en sus breves intervenciones (lástima que no lo escuchamos en el rol de Martín). 

Estuvo correcto el Coro de la Ópera de Oviedo y aplicada la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias bajo la dirección de Rubén Díez, al que quizá se le habrá podido pedir mayor balance entre foso y escena en algunos momentos, porque algunos cantantes sufrieron para pasar la orquesta.

La puesta en escena de Sagi condensó todo en un espacio único: un prado que encierra la casa familiar; y ofreció toda la primera parte a través de un telón que —pese al efecto óptico que creó— pudo perjudicar la proyección de las voces. Afortunadamente, ese telón se subió en la segunda parte. Con todo, sorprendió el parco movimiento escénico (no hubo demasiada profundidad psicológica en los personajes) o que elementos fundamentales en la historia (el río o las hogueras de San Juan, por poner un par de ejemplos) estén apenas esbozados. Logrado, sin embargo, fue el efecto final con la reaparición milagrosa del cuerpo de Angélica.

La presente representación —la tercera de las cuatro previstas— terminó entre aplausos, con el bajo David Lagares pidiendo matrimonio a su pareja ante todos los asistentes y el elenco. Quizá esta feliz circunstancia ayudó a endulzar más el sabor final de una obra que, aun con su dificultad y sus puntos de interés, acabó teniendo más intenciones que resultados, sobre todo si tenemos en cuenta que se trataba de una apertura de temporada.

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