La Dolores en Madrid

Escena de La Dolores de Tomás Bretón en el Teatro de La Zarzuela © Elena del Real

 Enero 27, 2023. El compositor salmantino Tomás Bretón (1850-1923) fue un gran defensor del teatro lírico autóctono. Su prolífica actividad en diversos frentes del panorama musical, (director de orquesta, director del Conservatorio de Madrid, escritor y compositor de sinfonías, zarzuelas y óperas) lo convirtieron en un agitador del mundillo musical de su época. En el centenario de su fallecimiento, bien merecido está el homenaje que el Teatro de la Zarzuela le presenta poniendo en su escenario una de sus obras más alabadas aunque muy poco conocidas: la ópera La Dolores.

Y es que, para el gran público, parece que la obra de Bretón está resumida en la zarzuela chica La verbena de la Paloma (1894), que se ve con gran frecuencia en cartel, y la mención a La Dolores (1895). Y esto gracias a su conocidísima jota, que se canta y baila en muchas antologías de ¡zarzuela! Y este dato lo pongo con signos de admiración porque lo primero que quiero remarcar es que La Dolores es una ópera. Bretón fue uno de los grandes defensores de la creación de una ópera hispana e hizo todo lo que estuvo en su mano en pro de ese sueño. 

Hace menos de un año, este mismo teatro, recuperó una de sus últimas óperas, Tabaré (1913), y tuve la suerte de presenciar en 1998 la puesta en escena de Los amantes de Teruel (1889), la segunda ópera compuesta por Bretón, de la cual quedó una buena grabación de audio. Aquella producción, a la que arrimaron el hombro una decena de teatros, pudo verse en Avilés, Gijón, Jerez de la Frontera, San Sebastián, Santander, Salamanca, Madrid, Valencia, Palma de Mallorca, Málaga, La Coruña, Vigo y Bilbao.

De La Dolores he podido ver dos diferentes producciones (Teatro Villamarta de Jerez en 1998; Teatro Real de Madrid en 2004) y es que creo que son las dos únicas que se han hecho en España desde que radico en este país (1997). Como ya señalé, es un título que nos “suena” a todos por la célebre jota, página de gran enjundia que sube la adrenalina de casi todos los espectadores y que en la noche de estreno de esta nueva producción fue vitoreada y estuvo a un pelo de tener “bis”. No tengo duda de que se hará en alguna de las 12 funciones que tiene por delante.

El regreso al escenario del coliseo de la calle Jovellanos, tras 86 años de no verse ahí, se da con una propuesta escénica de Amelia Ochandiano, más bien floja y estéticamente poco atractiva. La directora optó por trasladar la historia a los años 50 del pasado siglo aduciendo, con total razón, que el argumento de la obra (la difamación de Dolores por el amante despechado) ocurre hasta nuestros días. 

La aparatosa y poco práctica escenografía que firma Ricardo Sánchez Cuerda (pasarelas suspendidas que cruzan de cabo a rabo el escenario, una horrorosa capilla exógena, cama voladora, escaleras móviles, etcétera) restó seducción desde lo puramente visual, al igual que el oscuro diseño de iluminación de Jesús Gómez Cornejo. Y no porque lo feo sea motivo de rechazo, dado que el vestuario que presentó Jesús Ruiz no es atractivo per se pero está en el universo que Ochandiano intentó recrear: un pueblo provinciano en el que, aunque alguna viste “a la última moda” en los días de fiesta, la mayoría de los personajes visten de una forma que ante ojos actuales pueden resultar “feos”. 

Me han dicho varias veces que algunas revelaciones pueden trocarse en desilusiones y la dirección de actores fue así. Los personajes (Dolores, Melchor, Lázaro, Gaspara) parecían deambular por el escenario, poniendo mucho de su propia experiencia en el afán de rellenar los compases, muchas veces excesivos, que el maestro Bretón compuso para la ópera. 

Y otra vez la “jota de La Dolores” llegó en auxilio de la obra. Es el momento que genera la excitación del respetable y ni eso aprovechó teatralmente Ochandiano, mandando la pausa del espectáculo al final del primer acto. Lo unió con el segundo, que arranca con un ambiente totalmente opuesto (preludio instrumental y escena de carácter familiar entre Lázaro y su madrina) y la pausa no llegó hasta pasados por lo menos 100 minutos del arranque de la obra. Resulta curioso que la coreografía sea del mismo bailarín y coreógrafo, Miguel Ángel Berna, de la última producción que se vio en Madrid, en el Teatro Real como ya he comentado antes, hace ¡dieciocho años! 

«En el bello preludio del tercer acto (aparecen) unas acróbatas volantes y una coreografía que apunta a un amor lésbico mientras Dolores está dormida» © Elena del Real

Aciertos los hubo, como la corrida de toros que todos pudimos “ver” gracias a la imaginación espoleada desde el escenario o el preludio del inicio de obra con esos cabezudos en la boca del escenario. Pero algunas de las ocurrencias teatrales quedan sin respuesta, como la inclusión, en el bello preludio del tercer acto, de unas acróbatas volantes y una coreografía que apunta a un amor lésbico mientras Dolores está dormida. Como uno tiene que echar a volar la imaginación, quizá nos estaban sugiriendo que el personaje protagonista, harta de los problemas que le generan los hombres, sueña con despertarse siendo parte del colectivo LGTBIQ+. 

La obra, anclada en su tiempo, es machista y misógina por donde se le vea. Así eran las cosas entonces y así las debemos valorar. El drama original, de José Feliú, se estrenó en 1892 y, como ya sabemos, Bretón compuso la música y el libreto con cierta rapidez y en 1895 estrenó su ópera en el Teatro de la Zarzuela. El problema de Bretón está, en gran medida, en los libretos de sus óperas. En el caso de La Dolores, a mitad del segundo acto ya estamos deseando que sean las diez de la noche, hora marcada por Dolores a sus pretendientes, para que llegue el desenlace.

La dirección musical corrió a cargo de Guillermo García Calvo, que tuvo más entusiasmo que eficacia con esta partitura de gran dificultad en la que la orquesta es casi omnipresente y la participación del coro, con el que hubo desajustes, también se hace notar. 

A la cabeza del brillante elenco del estreno de la producción estuvo la soprano Saioa Hernández presentando una apasionada Dolores. Dueña de un instrumento de gran calidad, se desenvolvió con igual destreza tanto en los momentos líricos como en los dramáticos. El barítono José Antonio López hizo gala de su poderosa vocalidad, bien domeñada, como el detestable Melchor. El tenor Jorge de León fue ganando conforme avanzó la representación. En su primera aparición se le notó un tanto destemplado, con sonidos velados y un vibrato poco atractivo. Ya en el tercer acto, convenció como el seminarista Lázaro por su vibrante interpretación. 

Brillaron el bajo Rubén Amoretti, aunque la voz ya empiece a lucir ajada, como Rojas; el barítono Gerardo Bullón como Patricio; y el tenor Javier Tomé como Celemín. Algo más irregulares sonaron las voces de la mezzo soprano María Luisa Corbacho como Gaspara y del tenor Juan Noval Moro en su intervención en la jota. Precisos y sonoros las puntuales intervenciones de Francisco Rivero, Ricardo Rubio y Juan Sousa.

En los albores del siglo XX el crítico Luis Carmena y Millán, en relación a la programación del Teatro Real, escribió: “Ópera de maestro español no creo que se estrene. Después de haberse representado catorce o dieciséis sin éxito positivo y sin haber quedado como repertorio ni aquí ni en ninguna parte (excepción hecha de Los amantes de Teruel), dudo que la Empresa se decida por ahora a hacer otra tentativa y considero más prudente dejar pasar un lapso de tiempo, a ver si entretanto la inspiración acude de lleno y con más fortuna a nuestros laboriosos compositores”. Pues nada, que entre todos la matamos pero ella sola se murió. 

El público aplaudió con entusiasmo a todos pero especialmente a los miembros del ballet y al coreógrafo. 

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