La traviata en el Met

Nadine Sierra (Violetta) y Stephen Costello (Alfredo) en La traviata del Met © Marty Sohl

Noviembre 8, 2022. Las producciones del Met suelen ser de muy buena calidad en todo. Esta no es la excepción. Está montada con cuidado y con un elenco probo y profesional. O sea, vale la pena pagar la entrada. Ahora bien, habiéndola visto en la transmisión desde el Met y anoche en el escenario, confirmo algunas aprensiones:

Disponer de la cama como el espacio escénico centralísimo conduce a omisiones y enmiendas indebidas al libreto de Verdi: en el primer acto, el tálamo agónico y fatal de Violeta se vuelve una cama como de hotel de paso; todos chacotean en ella. Su permanencia idéntica en el segundo acto pierde efecto porque no es un ambiente bucólico y alejado del inhóspito e impersonal París, donde Violeta está derrochando sus haberes para vivir con Alfredo. En la mesa falta el libro de Manon Lescaut, del abate Prevost, que, sabemos, Violeta lee con interés y temor de que le aguarde un destino similar. 

Sin ese necesario cambio de escena, se entenderá poco la sorpresa de Giorgio al constatar en la lista de bienes en venta que la “mantenida» no es ella sino su hijo. La presencia de la «novia-to-be» (la hermana de Alfredo) es artificiosa e injustificada y acaba por ser ridícula (el preludio dramático y hasta trágico del tercer acto, que ya conocimos sin voces antes del inicio de la primera escena, se volverá una involuntaria y tétrica «marcha nupcial»). Todos retozan en la cama de Violeta, mancillando su significado; primero el Barón con sus largas botas negras y al final hasta Giorgio Germont, pasando incluso por una Violeta que se yergue vacilantemente sobre el colchón.

Un problema de las transmisiones es que la ingeniería de sonido tiende a «igualar» las voces (en potencia, afinación y otros atributos). En vivo, Nadine Sierra se lleva de calle la presentación. Su voz es brillante y plena de matices; lo justo que demanda Verdi para Violeta. Stephen Costello como Alfredo cumple, más en el primer acto y menos en el segudno, en que debería lucir. En el tercero su voz, un tanto disminuida, merma la fuerza dramática necesaria para acompañar a Violeta en su final. Luca Salsi (Giorgio Germont) es un poco desigual: bien a su entrada en el segundo acto, proyectando la sorpresa que le causa la digna actitud de Violeta, pero poco convincente en el tercero, cuando canta la culpa de lo que ha provocado y la promesa de que orará por ella. 

La cama en el centro del escenario caracteriza la producción de Michael Mayer en el Metropolitan Opera de Nueva York

La orquesta, muy bien, con unas cuerdas magníficas, unas maderas elegantes (con un muy buen solo de clarinete) y la dirección (de Daniele Callegari), acertada, respetando mucho a los cantantes. La producción (de Michael Mayer) muy de la mano de algunas concesiones a que fue obligado Verdi (segundo acto: «Esta casa (La Fenice en el estreno, el Met anoche) también tiene un cuerpo de ballet» y enseguida les pondremos una escena que no viene al caso ni dramática ni musicalmente, para que lo aprecien. En esta producción, el cuerpo de ballet se torna en unos rebuscados saltimbanquis atractivamente semidesnudos: al fin que estamos en Broadway.

Y last, but not least, el casting. Alguien deberá detener dos tendencias mortales en la ópera, una pesada como su historia, otra políticamente correcta como algunas posturas de moda: la elección del elenco en casi toda ópera se centra demasiado fuertemente en la voz. Poco importa todo lo demás (pertinencia física, presencia escénica, capacidad de actuación y un largo etcétera). La ópera ha hecho concesiones en ello por muchas décadas. Y de ningún modo estoy diciendo que «no importa» la tesitura, la amplitud correcra del registro, el estilo, la afinación, la potencia. Debemos buscar lo mejor de todo en el mayor equilibrio posible. 

Y lo segundo: estos castings tipo “síndrome de Naciones Unidas» no honran a la ópera: sin venir al caso —y salvo por las culpas (algunas muy genuinas y muy descarnadas) de Occidente—, no veo la justificación artística de que cada producción deba tener una «proporción razonable» de hombres o mujeres de color, al menos un(a) asiático(a), uno más de alguna etnia colonizada o de una minoría sojuzgada, ahora independiente o liberada. 

¿Por que debemos expiar, a costa de un dramatis personae de Shakespeare o Molière, de Mozart o Verdi, los atropellos históricos  de algunos imperios? Convendría regresar a cierto rigor, por cierto muy propio de Broadway. En suma, el público ha vivido intensamente y llorado por 170 años con el libreto de Francesco Maria Piave, la novela de Alejandro Dumas hijo, y la música de Giuseppe Verdi. Esta Traviata es recordable por Nadine Sierra.

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