Macbeth en Zúrich

Escena de Macbeth en una producción oscura y vacía de Barrie Kosky para Zúrich © Monika Rittershaus

Marzo 20, 2022. Los países de habla alemana se caracterizan por el elevado número de propuestas contemporáneas de títulos clásicos con una recepción positiva por parte del público y la Ópera de Zúrich no es una excepción. Esta “moderna” producción del inmortal Macbeth de Giuseppe Verdi, en la que la destreza de algunos de los miembros del reparto sacaron adelante el arriesgado proyecto con más pena que gloria, intentó innovar a toda costa, llegando a un resultado visual completamente miserable.

La dirección escénica del australiano Barrie Kosky propuso una nada novedosa caja negra donde se desarrollaron los cuatro actos del drama shakesperiano. Los escasos elementos de utilería —como cuerpos de cuervos negros, plumas y serpentinas durante el brindis— fueron los únicos elementos visuales durante las casi tres horas de duración de esta puesta en escena, iluminada por el actor alemán Klaus Grünberg. La propuesta oscura y vacía escondió a muchos de los personajes, así como todas las acciones magistralmente descritas en el libreto de Francesco Maria Piave. El Chor der Oper Zürich, siempre off stage, se oía pero no se veía, causando desconcierto y decepción en momentos como ‘Si colmi il calice di vino eletto’ , donde Lady brindó patéticamente sin nadie a su alrededor, o la incomprensible e inexistente muerte de Duncano, rey de Escocia.

El equipo “creativo” trató de presentar un performance gótico-contemporánea que desencadenó un patético cliché. El vestuario del alemán Klaus Bruns vistió a los cantantes con simplísimos trajes de terciopelo negro para el primer y segundo actos, mientras que Macbeth lució una camiseta sin mangas para la escena final, tan banal como el concepto en general.

Ausente estuvo toda la carga esotérica, mágica y sobrenatural que Shakespeare poderosamente imprimió en la trama: en lugar de brujas, un grupo de hombres, mujeres y transexuales completamente desnudos permanecieron en el espacio etéreo y oscuro lejano de la Escocia del 1040. Una desnudez por completo inútil que no creaba más que una sensación de incomodidad —probablemente deseada— en el espectador, evidenciando la desesperación de mostrar una nueva propuesta que fue todo menos innovadora.

Afortunadamente, la parte musical resultó ser completamente diferente. El maestro Nicola Luisotti dirigió un Macbeth enérgico y brillante; su batuta precisa propuso cambios muy puntuales en los tempi ajenos a la partitura. La potencia de la orquesta Philharmonia Zürich fue estremecedora, especialmente en momentos como el final del segundo y cuarto actos. Luisotti, como verdadero conocedor del repertorio verdiano, salvó desde el foso la atrocidad que se cometía sobre el escenario.

La pareja protagónica resultó igualmente contrastante. En el rol homónimo de la ópera, el barítono rumano George Petean, poseedor de una voz corpulenta, potente y elegante con armónicos sorprendió al público, exhibiendo una sólida interpretación histriónica. Un artista en toda la extensión de la palabra, cantó tan bien como actuó. Fue muy aplaudido, como era de esperarse, en el aria ‘Pietá, rispetto, onore’ por su excelente línea vocal, respiración y dinámica.

Su contraparte fue la soprano georgiana Veronika Dzhioeva como Lady Macbeth. Vocalmente, su interpretación fue mala, evidenció una dicción del italiano prácticamente incomprensible y unos agudos estridentes —casi vulgares— que mermaron su interpretación. Su voz pesada le impidió demostrar con dignidad la agilidad que requiere el papel, mientras su registro grave resultó agradable.

El breve pero intenso papel de Banco interpretado por Vitalij Kowaljow con una voz sobria y profunda, así como el Macduff de Omer Kobiljak, con un color metálico pero agradable, fueron magistralmente interpretados, convirtiéndose en elementos importantes para la producción. Las arias ‘Come dal ciel precipita’ del bajo ucraniano y ‘Ah, la paterna mano’ del tenor bosnio, fueron merecidamente aplaudidas con vigor. El coro, siempre audible aunque nunca visible, interpretó con dignidad lo escrito en la partitura gracias a Ernst Raffelsberger como maestro de coro.

Una producción musicalmente placentera pero visualmente vergonzosa se tradujo en una destilación de signos y símbolos ya presentes en la mente de los espectadores, traicionando la originalidad buscada, obteniendo un producto totalmente olvidable, en el que la música de Verdi fue el único alivio durante la dolorosa masacre a la creatividad escénica.

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