?? La Novena con la OFCM

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La Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México (OFCM) ofreció el domingo 2 de febrero en la Arena Ciudad de México un programa rotundo y estelar: la Sinfonía no. 9 de Beethoven

Febrero 3, 2020. La presencia de Ludwig van Beethoven en múltiples foros, no solo en las salas de concierto habituales, resulta parte de los festejos mundiales preparados de frente al 250º aniversario del compositor nacido en Bonn, Alemania, entre el 16 y 17 de diciembre de 1770. De esa forma, en la teoría, en este 2020 la difusión de su música, su fama y la narrativa sobre su vida y obra pueden expandirse y llegar, incluso, a quienes no tienen demasiado contacto con el repertorio musical clásico.

Así puede contextualizarse el concierto gratuito que la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México (OFCM) ofreció el domingo 2 de febrero en la Arena Ciudad de México bajo la batuta de su director artístico el estadounidense Scott Yoo, con un programa rotundo y estelar: la Sinfonía no. 9 en re menor, op. 125, obra mayúscula de Beethoven estrenada en 1824 y que se presta, en efecto, para diversas finalidades de difusión cultural. 

Entre ellas: mostrar la genialidad romántica y siempre revolucionaria de su autor; la atracción de nuevos y masivos públicos gracias a pasajes que se encuentran entre los más célebres de la literatura musical de todos los tiempos; y enarbolar un discurso de hermandad humana y libertad creativa a través de la música, perpetrado por un artista trágico que enfrenta su destino, sin remedio para su progresiva e implacable sordera, pero cuya fuerza de expresión sonora ni la adversidad es capaz de domar.

El resultado de esta presentación capitalina puede mirarse con claroscuros. Entre lo luminoso es posible referir, desde luego, la parte vocal solista. El elenco estuvo integrado por la soprano mexicana de origen georgiano María Katzarava (una voz de emisión contundente, amplia y voluminosa, en plenitud, a la que sumó la grata calidez expresiva que le ha permitido una constancia artística en escenarios internacionales); la mezzosoprano Carla López-Speziale; el tenor Dante Alcalá (de timbre redondo y brillante de un lírico puro, y cuyo fraseo cada vez está más asentado y convincente); y el bajo-barítono alemán avecindado en México Carsten Wittmoser.

El Coro Filarmónico Universitario contó con la dirección de Juan Ernesto Villegas y, si bien su entusiasmo y energía son innegables, sus parámetros, como se sabe, distienden los rigores de una agrupación profesional, lo que no es asunto menor cuando la obra interpretada es conocida como “Coral”. 

Los pesares partieron con las dimensiones del recinto. La Arena Ciudad de México tiene un aforo superior a las 22 mil localidades, y a esta Novena asistieron entre 7 y 12 mil espectadores, según reportaron las diversas instancias culturales involucradas en la presentación. Una cifra sin duda significativa para un concierto clásico, pero que igual solo alcanzó para ocupar la mitad del inmueble, o poco más. Las ambiciones más loables suelen toparse con la realidad, y un lugar tan grande que no se llena no siempre es lo más espectacular.

La sonorización, además, no fue la óptima. No solo por el balance no del todo logrado entre los solistas (las voces agudas pudieron escucharse con mayor claridad, y es por ello que hablar sobre las graves es un tanto desaconsejable), sino porque un progresivo delay se hizo presente en las múltiples zonas de la Arena, incomodando la audición.

Por lo demás, y para salvar los problemas de distancia escénica e isóptica, se utilizaron las pantallas del recinto, aunque la dirección de cámaras dejó mucho que desear, pues no partió de una concepción ilustrativa de la partitura, sus intérpretes e intervenciones durante la obra. De tal forma que podía apreciarse cualquier cuadro de la ejecución y no necesariamente a los músicos protagonistas que participaban en un momento determinado en la creación sonora. 

Es decir, el sonido y la imagen no correspondían, poniendo a cuadro a veces a atrilistas en descanso o en preparación de su instrumento (escenas irrelevantes y que no son las más vistosas, por cierto) y no a quien tenía importancia interpretativa. Eso, al margen del escaso maridaje audiovisual, obstruyó el proceso formativo y didáctico en el que el público pudo haber identificar instrumentos con el sonido que producen y cómo se ensambla al tejido sonoro orquestal y canoro de la obra.

La OFCM, tanto como la lectura de Yoo, padecieron también de la sonorización, pero es de apreciar que brindaran un esfuerzo digno para pasar inconvenientes por alto. Se ajustaron a las condiciones del momento y del recinto e incluso dotaron algunos instantes de lirismo e introspección, sobre todo en el tercer movimiento, que son ingredientes indispensables para transformarse interiormente y poder recibir el mensaje del último movimiento sinfónico de Beethoven que proyecta como un himno la oda poética de Friedrich Schiller. 

Uno que sintetiza su fama, su discurso musical, así como su legado artístico y humano. Y que sin duda amerita condiciones óptimas, o al menos superiores a las de esa fecha capicúa en la Arena con Beethoven —en la que se aplaudía entre movimientos o se entraba y salía con bebidas y palomitas—, para ser escuchado.

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