?? Otello en Bellas Artes

[cmsmasters_row data_width=»fullwidth» data_padding_left=»5″ data_padding_right=»5″ data_top_style=»default» data_bot_style=»default» data_color=»default»][cmsmasters_column data_width=»1/1″][cmsmasters_text]

La producción de Otello (1887) de Giuseppe Verdi (1813-1901) estrenada por la Ópera de Bellas Artes en 2017 bajo la dirección escénica de Luis Miguel Lombana, con escenografía de Adrián Martínez Frausto y vestuario de Estela Fagoaga, fue repuesta como parte de la temporada 2019 de la Ópera de Bellas Artes en funciones presentadas los pasados 4, 7, 9 y 11 de julio.

La oportunidad de corregir detalles del trazo o depurar el discurso conceptual y dramático de la escena —oferta no tan frecuente en Bellas Artes, donde algunos montajes sólo se presentan en su estreno y luego se embodegan, en el mejor de los casos— fue aprovechado por Lombana sólo en algunos incisos. El más evidente, que compone su propuesta de protagonista rubio de hace dos años, fue regresar a un Otello, ahora sí, de tez oscura, que restableció la confección psicológica que oprime su autoestima y desata sus celos criminales; la relación amorosa pero insegura, cada vez más machista y cruel, que mantiene con la inocente Desdemona, y la óptica con la que los miran quienes los rodean. Fue, por lo demás, retomar la concepción original del compositor Giuseppe Verdi, su libretista Arrigo Boito y al autor primario de esta trama: William Shakespeare.

Pero el director de escena desaprovechó la posibilidad de rehilar otros momentos simbólicos de su propuesta, entre ellos el que Iago pusiera su bota sobre Otello en el final del tercer acto cuando, producto de su intriga, el gran “Moro de Venecia” ha sido reducido a la calidad de piltrafa y yace en el suelo, inconsciente. No es un asunto menor, pues se trata de una parte de la empresa que Iago concibe para cobrar venganza del supuesto ninguneo que siente a su persona, y para triunfar ante hombres más afortunados, poderosos y reconocidos que él.

Otro ejemplo de acierto y decisión polémica del director tuvo lugar en el cuarto acto, cuando Otello mata a Desdemona. Esta vez sí la estrangula conforme al libreto de Boito (no la asfixia con una almohada, como hace dos años), pero antes la apuñala sobre la cama íntima, acto que altera no sólo el grado de violencia, sino la connotación homicida. Otello se desborda en su obtusa pasión y comete feminicidio, si así quisiera verse, pero ¿puede ser un carnicero con la mujer que igualmente ama? ¿Tiene sentido aproximarlo a una imagen de tamalero veneciano?

El vestuario de Fagoaga y la escenografía de Martínez Frausto, con iluminación de Laura Rode, mantuvieron su concepto original. El primero, con su imagen de serie televisiva histórica, medianamente exquisito, pero eficaz. La segunda, con el uso de grandes espacios, sin demasiada atención a la decoración o al detalle, con el sembrado recurrente de columnas para crear distancias, acecho y ocultamiento.

De los tres protagonistas, el barítono italiano Giuseppe Altomare repitió como Iago, con solidez vocal e incluso mayor soltura y confianza escénica que en 2017, para desarrollar los planes intrigantes de su personaje, para redondearlo. En el rol de Desdemona, la soprano cubano-estadounidense Elizabeth Caballero ofreció un canto impregnado de brillante lirismo que conjugó con una actuación emotiva, por cierta timidez y dulzura, por un elocuente y abnegado desamparo. Con el bello timbre de su instrumento bordó con claridad notable las palabras, el fraseo y las motivaciones de una mujer que moriría inocente e ingenua a manos de su amado.

Como el moro de Venecia se contó con la presencia del tenor italiano Lorenzo Decaro, quien confeccionó un Otello enérgico e iracundo, con claros matices y que expuso sus debilidades frente a la inseguridad del amor y su condición racial. Esos claroscuros de su personalidad fueron proyectados también a través de una voz con suficiente estamina para llegar entero al final de su agotador rol, aun cuando se trata más de la emisión de un lirico-spinto y no propiamente de un tenor dramático puro.

El tenor colorea con efectividad el centro de su registro, lo que le genera autoridad y carácter; y ataca bien los agudos, pero ahí la pigmentación oscura se desvanece, además de que la afinación sufre, incierta. Más allá de eso o de que inició con un apresurado ‘Esultate!’ y sólo de a poco fue creciendo en desempeño y calidad hasta convertirse en un auténtico león que luego se desplomó en sus pasiones, su canto se percibió honesto, franco, con apetencia por los filados, combo que se sintetizó en una interpretación creíble, comprometida y, por ratos, emocionante.

Los roles secundarios ofrecieron buen rendimiento vocal. Destacaron los tenores Andrés Carrillo (Casio) y Orlando Pineda (Rodrigo), así como el bajo-barítono Luis Rodarte (Montano) y el bajo Alejandro López (Ludovico). La mezzosoprano Grace Echauri (Emilia) de igual forma concretó un papel solvente.

Al frente de la Orquesta y el Coro del Teatro de Bellas Artes preparado por Stefano Ragusini (al que se sumó el infantil Grupo Coral Ágape que dirige Carlos Alberto Fuentes), estuvo el estadounidense Gavriel Heine, director residente en el Teatro Mariinsky de San Petersburgo desde hace varios años.

Su lectura generó un sonido grato, con brillo, aunque dramáticamente distendido. En ello jugaron en contra algunos descuadres orquestales respecto del coro y ciertos solistas, o viceversa, a los que el director tuvo que hacer frente. No hubo desastres sonoros ni nada parecido, pero es claro que en conjunto podría haberse aspirado a una ejecución mejor ensamblada que se tradujera en un bonus artístico que permaneciera en la memoria del público más allá de terminada la función.

[/cmsmasters_text][/cmsmasters_column][/cmsmasters_row]

Compartir: