
Febrero 1 y 2, 2020. Palla de’ Mozzi (Roma, 1932) fue, en su momento, la obra más festejada y conocida de las que escribiĂł Gino Marinuzzi (1882-1945), recordado sobre todo por su labor como director de orquesta. Tras una dĂ©cada de Ă©xitos en Italia, BerlĂn y Argentina bajo la direcciĂłn del propio autor, el resto de la producciĂłn de Marinuzzi cayĂł en el silencio y no son pocos los que han dicho que por motivos polĂticos.
En cualquier caso, el Teatro de Cagliari, fiel a su costumbre, volviĂł a inaugurar su temporada con un tĂtulo “raro”. Es una costumbre loable, aunque no siempre, y en este caso el contacto directo con la Ăłpera permite concluir que la recuperaciĂłn fue necesaria. Sin duda es interesante asistir a los esfuerzos de la lĂrica italiana en 1932, y más de la mano de un maestro inquieto por conocer y difundir las Ăşltimas novedades musicales europeas, pero la obra está lastrada por una real carencia de interĂ©s dramático, acentuada —si no provocada— por un libreto realmente indigesto de Giovacchino Forzano. (Uno se pregunta cĂłmo se las arreglĂł para escribir, y bien, dos de los tres libretos del TrĂptico pucciniano.)Â
El palabrerĂo pomposo, hueco, de tintes a veces sospechosos sobre el imaginario condottiero (mercenario) sucesor de Lodovico de’ Medici (1498-1526), tambiĂ©n conocido como Giovanni dalle Bande Nere en su asedio de Siena, se hace francamente pesado; ni hablemos de la trama amorosa entre su hijo, Signorello, y la hija del odiado enemigo Montelabro, Anna Bianca, con un inicio pretendidamente escabroso que hoy hace sonreĂr (digamos).Â
Es probable que al triunfo en su momento no hayan sido extrañas las tres grandes voces para las que fue escrita (Benvenuto Franci, Galliano Masini) y las dotes fĂsicas y de artista de una soprano como Gilda dalla Rizza (1892-1975). Hoy es imposible contar con nada parecido si no es en un Teatro de presupuesto enorme, y habrĂa que ver quiĂ©nes estarĂan dispuestos a estudiar papeles con exigencias por momentos desaforadas. Cagliari eligiĂł bien o bastante bien.Â
El protagonista fue correcto en las voces de Elia Fabbian y Angelo Veccia (mejor actor y fraseador este último). Signorello estuvo mejor servido por Leonardo Caimi (que progresa claramente) que por Lorenzo DeCaro (que tiene medios, pero cuya emisión es problemática). La única mujer en este mundo belicoso fueron la excelente Francesca Tiburzi y la bastante endeble Astrik Khanamiryan (no por falta de voz, sino por su descontrol). El resto —casi todos guerreros, menos dos monjas— fue muy correcto, y hay que destacar en los roles de Montelabro y el Obispo la labor de Francesco Verna y Andrea Vincenzo Bonsignore para el primero, y de Cristian Saitta y Luca Dall’Amico para el segundo (que asumieron en orden inverso también la parte de uno de los capitanes del protagonista).
La puesta en escena sigue la costumbre de Giorgio Barberio Corsetti (y en este caso Pierrick Sorin) de realizar un film en una pantalla en la parte superior del escenario mientras debajo unas cámaras permiten que una suerte de diapositivas se transformen en escenografĂa. Esta “originalidad” cansa pronto y además reduce el diseño previsto. El manejo de los intĂ©rpretes fue convencional. Bien, el coro preparado por Donato Sivo y excelente, la orquesta bajo la batuta experta y fervorosa de Giuseppe Grazioli, que transformĂł los momentos puramente sinfĂłnicos en lo mejor de la velada.