Parsifal en Ginebra

Escena de la producción de Parsifal de Michael Thalheimer en Ginebra © Carole Parodi

Enero 31, 2023. Todo quedó dicho en el breve tiempo de la obertura: en el foso reinó una fina musicalidad, compuesta por tiempos ligeramente alargados, pausas bien marcadas, melodías perfiladas con fino cincel. En conjunto, una perfecta audición de cada pupitre y, por supuesto, la agradable aprehensión de la armonía musical general gracias también a la calidad sonora de la sala principal del Grand Théâtre de Genève.

Jonathan Nott realizó su cometido como si se tratara de caligrafiar una página en letra inglesa, donde no podían faltar ligeras presiones de la plumilla con las que el subrayado de una nota daba todo su sentido a la frase musical. El director siguió hasta el final de la velada acariciando la partitura, respetando siempre las posibilidades de los cantantes y apoyando con solidez al coro. Fue, en suma, el mayor soporte del soberbio espectáculo.

En el escenario, Parsifal, someramente vestido de blanco, andaba a tientas, ciego, entre dos paredes de un material liso que se adivinaba duro y cruel. La escenografía de Henrik Ahr no se perdió en detalles: unos bloques (de cemento más que de piedra) rectangulares, dispuestos al fondo y a ambos lados del escenario lo mismo sirvieron con gran eficacia de bosque nocturno que de jardín de las delicias, de Monsalvat o de oscuro castillo encantado.

Daniel Johansson (Parsifal) © Carole Parodi

La puesta en escena de Michael Thalheimer, original, valiente, respetuosa de la historia, hizo abstracción de lo accesorio (no hubo arco, ni flechas, ni cisne muerto) para centrarse obstinadamente en lo esencial. De esta forma hizo visible lo que de ordinario es invisible en la obra: el profundo sufrimiento, la desesperación de los caballeros del Grial tras haber sido humillados y herido su rey Amfortas. Para el director de escena la sangre vertida por Amfortas había manchado durablemente a todos los caballeros. Todo en Monsalvat fue desesperación, desde aquel desgraciado momento y la llegada final del héroe —con la sagrada lanza en su mano, sí, pero inmovilizado por una nueva ceguera— no pareció cambiar gran cosa en el triste futuro previsible de la comunidad. La alusión a la explosiva situación mundial en la actualidad pareció evidente.

Tareq Nazmi como Gurnemanz, herido en el cuerpo y en su alma desde un buen principio, ofreció en los dos actos extremos una lección de fraseo de gran escuela. De voz sonora, timbre uniforme en toda la tesitura, emisión viril, elegante, tierna por momentos, violenta casi siempre, conquistó al público también por su presencia y su trabajo dramático difícil y penoso. 

Su expresión, tensa y más bien oscura contrastó con la brillantez del metal bien controlado de Christopher Maltman (Amfortas), barítono de grandes medios vocales que no pudo en esta ocasión, por limitaciones del personaje mayormente dolorido, desplegar sus conocidas capacidades dramáticas. Martin Gantner (Klingsor), a pesar de que fue declarado enfermo antes de alzarse el telón, no pareció acusar dificultades vocales ni dramáticas en su trabajo. Bien al contrario, el barítono alemán aseguró el inicio del acto segundo con autoridad y firmeza. 

Tanja Ariane Baumgartner (Kundry) © Carole Parodi

Pero fue tal vez la debilidad transitoria del artista que retuvo la intensidad vocal de Tanja Ariane Baumgartner (Kundry) en la primera parte de su diálogo con el nefasto personaje. La mezzosoprano luego mostró claramente de lo que era capaz en el escenario durante su intenso y extenso diálogo con Parsifal. Daniel Johansson, en el rol protagónico, se mantuvo igualmente a un alto nivel en esta secuencia clave del conjunto de la obra. Su presencia física y vocal en el tercer acto puso de relieve un héroe, con todos sus atributos vocales y dramáticos, capaz de vencerse a sí mismo pero desarmado ante la gravedad de los grandes problemas de la comunidad. 

William Meinert interpretó con convicción el personaje de Titurel fuera de escena, y acompañó en tanto que primer caballero a Louis Zaitoun, mostrando ambos un temor, seguramente fundado hacia el autoritario personaje de Gurnemanz. La escena del jardín de las delicias, vocalmente equilibrado, puso de relieve la calidad vocal de las seis voces femeninas y fue vivido en la sala como un bienvenido remanso de paz. El Coro de la casa, bien preparado por Alan Woodbridge, personificó con eficacia y sentido dramático el malestar reinante en Montsalvat tras la caída de su rey. 

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