Rigoletto en Nueva York

Escena de Rigoletto, en la producción art déco de Bartlett Sher, ubicado en tiempos de la República de Weimar © Curtis Brown

Noviembre 10, 2022. Es sabido que Giuseppe Verdi sembró un plátano, un encino y un sauce en su villa en Sant’Agata de Piacenza, cerca de Busseto, donde creció musicalmente, y de Le Roncole, su poblado natal. Esos árboles honran a cada una de las óperas que forman la «trilogía popular» verdiana: Il trovatore (1851), Rigoletto (inicios de 1853) y La traviata (mediados de 1853).

El más cercano a los aposentos del compositor es el dedicado a Rigoletto, quizás porque, con esta obra, Verdi dejó atrás de manera definitiva la vieja manera rossiniana de hacer ópera (recitativo, aria, recitativo, cavatina y/o cabaletta…), y puso en hibernación las inquietudes políticas que le dieron fama y que asociaban su música con el Risorgimento y la unificación italiana, aplastada por los austriacos en 1848. Verdi emprendió una búsqueda artística innovadora y siempre vigente: comunicar mediante libretos bien estructurados y claros, con música cuidadosamente concebida y orquestada, las emociones, los sentimientos, los retos y dilemas que presenta la vida al ser humano. 

No en balde Verdi eligió para dos de las óperas de esa trilogía textos de grandes escritores que forman parte del canon de las letras universales: Alejandro Dumas Jr. para La traviata y, poco antes, Víctor Hugo con Le roi s’amuse, aun más actual, pues aborda una cuestión muy de nuestro tiempo: la exclusión por pobreza y malformaciones físicas, los estigmas, la intolerancia y las reacciones sociales que suscitan.

Más todavía, Rigoletto nos regresa a preguntas esenciales: ¿el excluido es malo por naturaleza o es la sociedad la que lo induce a la maldad? ¿El malo es capaz de algo bueno? ¿No somos todos algo buenos y algo malos?

Rosa Feola (Gilda) y Quinn Kelsey (Rigoletto) © Curtis Brown

Esa dualidad tan humana, tan de todas las épocas, es el centro de Rigoletto. Y en el elenco de hoy en el Metropolitan Opera de Nueva York, el barítono hawaiano Quinn Kelsey mostró el dominio que tiene del personaje, alternando los rasgos de insidia, mordacidad temeraria y rencor con que divierte al duque de Mantua y mantiene a raya a los abusivos cortesanos, con esos otros rasgos de amor, vulnerabilidad y afán protector que derrama sobre Gilda, su hija y razón de su vida. Kelsey ha cantado este papel en varias de las principales casas de ópera del mundo justamente porque sabe proyectar a Rigoletto con una voz profunda, una afinación consistente y un despliegue de emociones que van de comparar la eficacia de su lengua con la del puñal del sicario, a la súplica de perdón a los responsables de lo que él cree será la peor maldición imaginable, y a jurar una venganza implacable.

A su lado, el tenor francés Benjamín Bernheim hizo su debut en el Met con el rol del duque de Mantua. Algunos piensan que la ejecución de su primera aria, ‘Questa o quella’, determina el desempeño del duque para toda la función. De ser así, Bernheim tuvo mala suerte pues, en mi opinión, la cantó muy distante de la descripción que pronto nos haría Rigoletto de su patrón como un joven alegre, poderoso, bello y —podemos agregar— cínico: todo un seductor. Y aunque en su escena final, con la siempre aclamada ‘La donna è mobile’ —bien secundado por la mezzo-soprano, también debutante en el Met, Aigul Akhmetshina como Maddalena—, este duque ha dejado la sensación de que Bernheim es capaz de mejores noches.

La soprano italiana Rosa Feola como Gilda cumplió con dotar a su personaje de ese carácter puro y angelical que nos anuncia el bello solo de oboe. Armonizó bien como hija obediente y recatada en los duetos con su padre Rigoletto y, a mi juicio, libró ciertas demandas escénicas poco usuales, como un improbable forcejeo con sus raptores y la miriada de emociones de la escena de su muerte: ¿se trató acaso de un homicidio autoasistido? Su voz limpia y dulce fue un remanso lírico en ese mundo de personajes, algunos aborrecibles.

John Relyea (Sparafucile), Benjamin Bernheim (Duca di Mantua) y Aigul Akhmetshina (Maddalena) © Curtis Brown

Como siempre en el Met, los papeles secundarios fueron ejecutados con propiedad. John Relyea, bajo-barítono canadiense, fue un convincente y desalmado Sparafucile; Bradley Garvin nos dio un intenso Monterone; Paul Corona y Jeongcheol Cha cumplieron como Ceprano y Marullo; en tanto que Edyta Kulczak fue una Giovanna quizás demasiado severa.

Un acierto fue situar la trama en la Alemania de la República de Weimar, evocando un poco los tiempos difíciles para la tolerancia y críticos para la democracia y la paz. La escenografía, el aprovechamiento del escenario rotatorio, el vestuario —que anticipa el nazismo—, y la iluminación pertinente y discreta, han contribuido a que esta producción de Bartlett Sher resolviera con eficiencia y elegancia algunas de las dificultades escénicas del libreto, como la verosimilitud del rapto de Gilda con la involuntaria ayuda de su propio padre, o la tormenta que envuelve sus últimas decisiones, aquí enriquecida por la calidad del coro del Met. 

La dirección musical recayó en la italiana Speranza Scappucci, también debutante en el Met, egresada de la Academia de Santa Cecilia de Roma y de la neoyorquina Juilliard, y una de las primeras mujeres en dirigir en La Scala. Dirigió la obra con sobriedad y tempi muy respetuosos de las voces. El nutrido aplauso con que fue recibida debe entenderse como la avidez con que el público del Met desea ver y escuchar más mujeres, muchas más, dirigiendo desde este foso. La orquesta, siempre profesional, sonó complacida. 

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