Stonewall en el Teatro de la Ciudad

Stonewall en el Teatro de la Ciudad © Fotos Carlos Alvar

Junio 5, 2022. “¡Ya basta!” Fueron dos palabras pronunciadas la madrugada del 28 de junio de 1969 no sólo para que un grupo de personas se opusiera al hostigamiento y criminalización de la diversidad de preferencias e identidades sexuales, sino para crear una bandera que visibilizó la lucha de la comunidad gay para inscribir en la agenda temática sus derechos y libertades.

Aquel episodio ocurrió en el bar Stonewall Inn de Greenwich Village, en Nueva York, pero su impacto dio origen a un movimiento de orgullo y a sus diversas manifestaciones internacionales, que conforme pasa el tiempo han cobrado más fuerza directamente proporcional a variopintas reticencias a la inclusión LGBT+. Los hechos históricos se recuperaron en el ámbito periodístico y de la no ficción documental, pero también en el terreno del arte como el cine y la ópera.

Junio se convirtió en el mes del gay pride y, en ese contexto conmemorativo y a la vez celebratorio, la ópera Stonewall (2019) del compositor inglés Iain Bell (1980) se estrenó en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris, en un par de funciones auspiciadas los pasados viernes 3 y domingo 5 por la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México.

Esta obra, comisionada por la New York City Opera con la finalidad de conmemorar los 50 años de los sucesos de Stonewall, cuenta con libreto de Mark Campbell, quien estuvo presente en esta producción mexicana, en su primera visita a nuestro país.

Campbell es uno de los libretistas de la escena musical más importantes de la actualidad. El Premio Pulitzer de Música 2012 por su Silent Night, el Grammy 2018 por la grabación de La (r)evolución de Steve Jobs, y en general su catálogo que incluye 40 libretos de ópera, la letra de siete musicales, el texto de siete ciclos de canciones y cuatro oratorios, así lo refrendan.

Como premisa dramática, Stonewall se aproxima de manera contundente y a la vez emotiva a ese capítulo angular en la lucha de la colectividad gay: el ya no dejarse abusar ante una nueva redada policial. Ello, en una sociedad estadounidense en apariencia progresista, pero en la que fuera del estado de Illinois la homosexualidad era ilegal.

Pero ante el acoso, las burlas y la incomprensión que enfrentaba la comunidad homosexual de aquel momento, un colectivo de personajes a su manera entrañable ya no se dejó. Golpes, escupitajos, discriminación, terapias sanatorias de electroshock —para no hablar de los crímenes de odio— ya habían sido suficientes.

Stonewall se estructura en tres partes. La habilidad y limpieza en la construcción del libreto de Campbell plantea y desarrolla los conflictos individuales y colectivos con trazo breve y afectivo, por lo que de inmediato apela a la empatía del espectador. 

Maggie (la mezzosoprano Frida Portillo como protagonista, comprometida en su histrionismo) es una mujer acosada en el metro y luego insultada por su apariencia machorra, pero quizá por ello mismo encuentre el amor. Carlos (el barítono Tomás Castellanos, con un sello de dignidad para su personaje inmigrante) es un maestro dominicano despedido por su estilo de vida que de todos modos planea desplegar por la noche. Andy (el tenor Ricardo Estrada) es un chico echado de su hogar, porque sus padres lo descubrieron masturbándose con una fotografía del actor egipcio Omar Sharif; ahora, en un parque, ofrece satisfacción sexual a los transeúntes, con lo que tal vez consiga dinero para comer. Leah (la soprano Akemi Endo, uno de los cantos más lucidores por su coloratura y capacidad en sobreagudos) recuerda una vagina que la cautivaba, sin recuperarse del trauma de haber sido sometida a terapia de electroshock, múltiples medicamentos y hasta exorcismos para curarle la atracción que siente por las mujeres. Troy (el tenor Luis Felipe Losada, gozoso como stripper) es un extorsionador coludido con Sal (el bajo Daniel Echeverría), dueño del Stonewall, que mete en aprietos a caballeros de dobles vidas (como Edward, interpretado por el barítono Daniel Cerón), no sólo casados, sino con una imagen pública que sostener. Renata (el tenor Evanivaldo Correa, una voz liberada y resonante, con acentos de lírico spinto) es una drag queen que busca impactar con su glamour en los medios; y Sarah (el contratenor-mezzosoprano Gamaliel Reynoso) es una chica transgénero que va a celebrar su nacimiento con un cupcake, diversión y algo de LSD.

Hay muchos más personajes, como Larry (el tenor Orlando Pineda) implacable jefe policial, que llegan a fusionarse de manera coral sin perder sus identidades, lo que sorprende por la pericia dramatúrgica con la que el libretista forma un nítido mural lírico que adentra en los prejuicios sociofamiliares que debe enfrentar cada uno de ellos.

Quizá por eso, como una forma de escape y evasión, y sin duda una manera de buscar placer en un lugar aparentemente seguro o menos riesgoso para ser quienes verdaderamente son, todos planean ir al Stonewall, en un recurso a la usanza de ‘Tonight’ del West Side Story de Leonard Bernstein, punto en el que todos los destinos de los personajes —que el espectador ya ha conocido— confluyen.

Ese es el objetivo inmediato para desplegar sus ansias y acaso sueños de encontrar el amor o la fruición al amparo de la oscuridad. ¿Importa acaso cuál es su preferencia, en ese humano deseo de esparcimiento?

Las reflexiones, la acción, incluso los chistes homofóbicos que lanzan los personajes bugas a los homosexuales es tratado con valentía, firmeza y de hecho humorismo, sin rozar siquiera lo vulgar o la obscenidad. El lenguaje de Campbell es rico, preciso y a la vez penetrante.

La música de Iain Bell es rítmica en casi todo momento, alejado de vanguardias posmodernas que se consumen a sí mismas, y consigue un potente collage de sonoridades que pueden reflejar el entorno, las emociones o el drama de la acción. O todo de una vez o por breves instantes, que impregnan de dinamismo el timbrado musical. 

En su concepción caben las arias, los concertantes y las escenas semi-parladas que alternan incluso con un canto virtuoso, concebido bajo una escuela clásica, no exenta de la búsqueda de vocalidades y texturas más bien contemporáneas.

En esa propuesta puede encontrarse la redacción para un personaje transgénero (con tesitura de mezzosoprano), para una drag queen (un tenor spinto o dramático) o diversas ornamentaciones (staccati, vuelos de coloratura, repeticiones), pero no como preciosismo o lucimiento técnico en sí —y por tanto vano—, sino con la intención clara de mostrar la neurosis social o la crisis personal que atraviesan los personajes y que en el mejor de los casos se solucionará cuando enfrenten el toro por los cuernos y caminen hacia la exigencia del respeto de sus derechos y libertades, lo que ocurrirá en un climático segundo acto que es al final un verdadero y vistoso pandemonio.

Al frente de la Orquesta de la Diversidad CDMX, el Coro Gay Ciudad de México, el Ensamble Escénico Vocal del Sistema Nacional de Fomento Musical y la Compañía de Danza México de Colores, Antonio Azpiri mostró sus dotes de concertación. Como director —y de hecho como alma del proyecto—, Azpiri fue una revelación en el foso, ya que trasladó la musicalidad que caracterizan sus otras facetas artísticas —como la del canto— a una ejecución segura y con personalidad de la orquesta. Además, el director musical entendió a los solistas y el coro y los potenció, por lo que su trabajo no sólo fue muy completo, sino que dejó la buena credencial de que tiene una veta rica por explotar las veces que decida empuñar la batuta.

Como es sabido, la acústica del Teatro de la Ciudad Esperanza Iris hace pensar en la sonorización como recurso para compensar irregularidades auditivas del recinto. Se entiende como opción, desde luego, aunque habría sido interesante escuchar el puntillismo instrumental de las secciones o los armónicos de las voces sin que se aplanaran a través del equipo de audio, si bien éste fue de buen gusto, sin estridencias.

La puesta en escena de Fernando Gómez Pintel (con escenografía e iluminación de Gerardo Olivares “Tenoch”; vestuario de Martin Ty; maquillaje de Israel Luther y coreografía de Alberto Salgado) se caracterizó por su funcionalidad casual, igualmente rítmica y sin echar de menos las fastuosidades innecesarias.

Probablemente basada en la puesta original de la NYCO o sin desconocerla, su propuesta tuvo la virtud de crear escenas continuas en ciertos sectores del escenario, sin necesidad de ocuparlo por completo, excepto en los concertantes donde la acción estalla con una vehemencia que la música soporta como un vehículo sonoro y dramático a la vez.

Stonewall es una obra que tiene ventanas de conexión cultural y cabe la música dance grabada, las referencias al ambiente pop de la época o guiños a compositores como Bernstein y su West Side Story, sin olvidarse del bel canto italiano decimonónico. Todo ello hace que la obra avance con un caudal imparable, hasta el esperanzador epílogo de la tercera parte, en donde queda claro que se ha hecho bastante en la agenda homosexual y la lucha por sus derechos y libertades. Pero aún falta. “Ya encontraremos la manera”, dice el personaje de Sarah al final.

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