The Rake’s Progress: Un retorno triunfal en Bellas Artes

Emilio Pons (Tom Rakewell) protagonizó The Rake’s Progess en el Palacio de Bellas Artes © Lorena Alcaraz Minor

Octubre 20, 2022. The Rake’s Progress (La carrera de un libertino) es una ópera singular en muchos sentidos. Tuvo su origen en la contemplación de Ígor Stravinski a una serie de cuadros del pintor satírico inglés William Hogarth. Esos ocho cuadros narraban una historia: la de un joven campesino que hereda una fortuna, la malgasta en Londres y se arruina. 

Con la colaboración literaria del gran poeta W.H. Auden y su amigo Chester Kallman, obtuvo un libreto inteligente para una ópera de gran aliento. Kallman agregó varios elementos carnavalescos al guión de Auden: el personaje de Nick Shadow, por ejemplo, una suerte de Mefistófeles, que orienta hacia el mal los actos del extraviado Tom Rakewell.

El 11 de septiembre de 1951 se estrenó en el teatro La Fenice de Venecia, con un elenco que incluía a Elisabeth Schwarzkopf como Anne Trulove. El 3 de febrero de 1985 tuvo su estreno exitoso en México, en la Ópera de Bellas Artes. Ahora, 37 años después, regresó triunfalmente al mismo teatro, asediado por un gran desfile de catrinas y calacas por el próximo Día de Muertos. Carnaval afuera del teatro, carnaval adentro. Fue un espectáculo operístico que derrotó a este cronista: lo hizo renunciar a su mirada crítica para hacerlo entregarse a él de un modo inocente, casi incondicional.

Es también una ópera singular porque resulta difícil creer que el hombre que revolucionó la música con Le sacre du printemps en 1911, escribiera en 1947 una ópera tan conservadora y neoclásica. La música, tanto orquestal como vocal, es de una claridad de líneas que recuerda los tiempos de Haydn y Mozart. En el doble recitativo, aria y cabaletta de Anne Trulove al fin del acto primero, por ejemplo, se cierne claramente la benéfica sombra de Mozart.

Thomas Dear (Nick Shadow) © Lorena Alcaraz Minor

Me sorprendió, de entrada, la destreza imaginativa de la puesta en escena de Mauricio García Lozano, con la complicidad escenográfica del infalible Jorge Ballina y el gran equipo de iluminación y vestuario. Me sorprendió el poderío, corrección y uniformidad de las voces del elenco: el tenor mexicano Emilio Pons como Rakewell, la soprano española Marina Monzó como Anne Trulove, el barítono mexicano Armando Gama como Trulove, la mezzo mexicana Gabriela Thierry como Mamá Ganso, el bajo franco-británico Thomas Dear como el mefistofélico Nick Shadow. Voces poderosas, bien timbradas y afinadas, homogéneas, que llenaban el ámbito de Bellas Artes. 

Buenos comprimarios el tenor Andrés Carrillo y el barítono José Manuel González Caro. En la escena de una suerte de gran bulto irregular cubierto por una tela, como si fuera la cabeza imaginativa del director, iban emergiendo, en sus momentos, los diversos personajes. Estamos en la campiña inglesa y la historia del desastre comienza: la herencia y la decisión de Tom de irse a Londres. Allí se deja arrastrar por el ambiente de la farándula prostibularia y carnavalesca de ciertos círculos. Se convertirá en favorito de la patrona del prostíbulo, Mamá Ganso y conocerá a la mujer Barbuda, Baba la Turca, con quien se casará. Hay que destacar aquí la gran presencia escénica y vocal de la mezzo mexicana Carla López Speziale como Baba, y la extraordinariamente ágil e imaginativa dirección escénica de García Lozano, quien utiliza de maravilla la utilería doméstica, parte de los bienes de Rakewell (pinturas, muebles, adornos, colchones, tambores, estufas, refrigeradoras, lavadoras, microondas, fierro viejo que venda…) en juego real y dramático con los personajes y, al fin, como objetos de remate. 

En efecto, vemos salir a Baba la Turca de un gran refrigerador, cuyo significado simbólico es bastante claro. Lo notable es cómo García Lozano anima e integra todos los elementos escenográficos, otorgando al teatro un ritmo que le es fiel a una música que, neoclásica y todo, no ha perdido un ápice de la energía rítmica que caracterizó a sus ballets, como tampoco ha perdido la chispa, la gracia y el humor de casi todas sus creaciones.

La escenografía de Jorge Ballina © Lorena Alcaraz Minor

Dije líneas arriba que este espectáculo me hizo renunciar a la crítica. Si la crítica consiste en estar atento a los errores —en señalar, censurar y reprochar los pelitos en la sopa— me callo, porque no los vi. No tengo nada que decir. Este Rake’s Progress me desarmó, me pareció irreprochable. Simplemente lo gocé, lo disfruté, de lo cual concluyo que es el mejor espectáculo operístico que he visto en México desde Muerte en Venecia de Britten-Ballina. Luego de esa involuntaria caricatura de ópera que fue Zorros chinos de Lorena Orozco —que me hizo abandonar la sala a los 30 minutos—, Rake’s Progress es una gran bocanada de oxígeno en la Ópera de Bellas Artes. 

El coro, muy bien dirigido por James Demster, se ubicó casi siempre como un espectador más, ocupando un semicírculo taurino al fondo del escenario, desde donde contemplaba y comentaba las acciones que ocurrían en el ruedo, acciones que, por otra parte, tenían sentido, lógica y gran claridad. 

La dirección musical de Iván López Reynoso no tuvo ningún problema en enfrentarse a una partitura relativamente fácil, muy clara y bien escrita. Las líneas de la orquesta subrayaban o contrapunteaban con mucha claridad y elegancia las líneas de las voces.

La ovación que estalló al final fue de las más largas y entusiastas que he escuchado en un teatro de ópera. Bien merecido. 

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