Tiempo de cantar: Javier Camarena en Bellas Artes

Javier Camarena y Ángel Rodríguez, 10 años de complicidad artística © Bernardo Arcos

Septiembre 30, 2021. El reconocido tenor xalapeño Javier Camarena retornó al Teatro del Palacio de Bellas Artes. Luego de sus exitosas presentaciones como Tonio en La fille du régiment de Gaetano Donizetti, en febrero de 2020, con las que celebró 15 años desde su debut en el recinto, y de la irrupción pandémica que restringió las actividades artísticas durante cerca de año y medio en este escenario, el intérprete regresó a él para dar cierre a su tour Tiempo de cantar.

La gira con la que Camarena volvió a México inició el pasado 4 de septiembre, la emprendió al lado de los pianistas José Ángel Rodríguez y María Hanneman, e incluyó presentaciones en las ciudades de León, Guanajuato; Torreón, Coahuila; Mérida, Yucatán; y Cuernavaca, Morelos. 

El tenor fue recibido en Bellas Artes por el público asistente —aún con aforo reducido por motivos sanitarios— con aplausos cálidos y entusiastas que salpimentaron un programa musical pragmático y, relativamente, breve. 

Camarena inició la parte musical con el ciclo de tres Soneti di Petrarca de Franz Liszt: ‘Pace non trovo’, ‘Benedetto sia il Giorno’ e ‘I vidi in terra angelici costumi’. Ya desde ese momento el cantante, acompañado por Rodríguez, con quien mantiene una complicidad lírica desde hace una década—, mostró no sólo su bien conocido nivel técnico, sino una condición vocal óptima que le permitió lucir en la interpretación de estos umbrales poéticos de la vida y el amor. Un centro expresivo, fraseos intensos y matices emotivos, además de su registro agudo expansivo y contundente estuvieron ahí, para dicha de todos los presentes.

El tenor, luego, se dio el tiempo para presentar, a guisa de apadrinamiento musical, a su invitada artística: la pianista de 14 años de edad, María Hanneman, estudiante del Conservatorio Nacional de Música, institución en la que ingresó a los 9 años de edad. Camarena recordó su propio debut en Bellas Artes, al lado de la soprano Rebeca Olvera y el barítono Josué Cerón, cuando casi nadie los conocía en aquellos inicios de sus respectivas carreras. Y la apuesta que hicieron por ellos las autoridades de la Ópera de Bellas Artes en aquel entonces: Raúl Falcó y José Octavio Sosa.

María Hanneman © Bernardo Arcos

La joven interpretó el Grande valse brillante en Mi bemol mayor Op. 18 de Frédéric Chopin y a lo largo del programa también abordaría Gavotta de Manuel María Ponce, además de acompañar al cantante en “Lo spazzacamino”, la cuarta de las 6 Romanze de Giuseppe Verdi. Javier Camarena explicó al público algunas de las diferencias entre ser un pianista de concierto y uno acompañante. La más obvia, dijo, es la de la presencia vocal. 

El cantante continuó su programa, sin intermedio y sólo con las pausas debidas para ser aclamado entre obras por los asistentes, con ‘Serenata’ de Pietro Mascagni; “’Il tuo sguardo’, primera de las Seis baladas para canto y piano de Isaac Albéniz; ‘L’ultimo mio sospir’ de Melesio Morales; las Dos canciones de Blas Galindo: ‘Madre mía, cuando muera’ y ‘Arrullo’; así como el ‘Canto porque estoy alegre¡ del Homenaje a Gayarre de Antón García Abril.

Más allá de que la penúltima pieza la dedicara a todos los que son padres, o la última a su esposa Marisol, el aplauso generoso del público para Camarena podría haber surgido por la confección de un programa vocal lucidor y para nada obvio ni trillado en las salas de concierto mexicanas.

Por el contrario, esa aura de rareza que permite revisitar otras obras y compositores que forman parte del espectro musical también se tradujo en oportunidad para desplegar cualidades y virtudes de un intérprete consolidado en su oficio como Camarena.

‘La malagueña’ de Pedro Galindo y Elpidio Ramírez; la ‘Serenata huasteca’ de José Alfredo Jiménez —en arreglos del pianista José Ángel Rodríguez— y el aria insignia de Javier Camarena: ‘Ah! mes a mis, quel jour de fête!’ de la ópera La fille du régiment de Gaetano Donizetti, llegaron como propinas para un público asistente agradecido y generoso en su reconocimiento al canto bien perpetrado por el tenor veracruzano. 

Ni siquiera importó una iluminación de gusto discutible (un penumbroso lila-morado más propio de centro nocturno que de recital o concierto clásicos) o que la estructuración del programa, con las pausas para transitar por lo variopinto y las participaciones invitadas, no lograra crear una atmósfera particular para degustar las piezas presentadas desde lo interior y lo profundo. Pero era una celebración, un tiempo de cantar, con un intérprete en esplendor. Y así concluyó la velada. Motivo no faltó. El regreso a Bellas Artes —de público y artistas— bien valió una fiesta.

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