Zorros chinos en Bellas Artes

Enivia Mendoza (Yuriria) y Rodrigo Garciarroyo (Príncipe Wu) en el estreno mundial de Zorros chinos en Bellas Artes

Julio 3, 2022. ¿Abducciones? ¿Raptos? ¿Levantamientos de mujeres que luego son devueltas con ropajes de seda y algunas joyas a sus vidas diarias en un pueblito michoacano del siglo XVIII? Podría ser. Pero, en este caso, no se trata de seres extraterrestres, lavados de cerebro para producir amnesia ante los sucesos extraños que se vivieron durante el rapto, ni de aspirantes a buchonas dieciochescas que emprenden aventuras de placer a cambio de ropa fina o costosas piezas de orfebrería.

Son, más bien, zorros chinos, apetentes y causantes de sensualidad femenina. Raras criaturas, entre la naturaleza y lo etéreo, que habitan un mundo de fantasía al que llevan a las mujeres insatisfechas, maltratadas e infatuadas con una vida distinta, que las redima de algún modo de su pobre y dolorosa intrascendencia.

No es la ciencia ficción tampoco, ni un universo sobrenatural, las coordenadas donde se desenvuelve la ópera Zorros chinos de la compositora mexicana Lorena Orozco (1958), que adapta un texto del dramaturgo veracruzano Emilio Carballido (1925-2008), y que tuvo su estreno mundial el pasado 3 de julio en el Teatro del Palacio de Bellas Artes.

Ana Caridad Acosta (suegra de Yuriria), Jacinta Barbachano (Uarhari) y Gilberto Amaro (primo de Uarhari)

Este título, presentado como parte de su temporada 2022 por la Ópera de Bellas Artes —al parecer convertida ahora en compañía de novedades—, basa su historia en un cuento chino de Pu-Sung-Ling (1640-1715) que forma parte de su libro Strange stories from a Chinese Studio, traducido así por el diplomático y sinólogo británico Herbert Giles (1845-1935).

Relato rural costumbrista preñado de elementos fantásticos o disimulada metáfora de libertaria lascivia femenina con realismo mágico como mecanismo, Zorros chinos pone en escena a Yuriria (la soprano Enivia Muré en un abordaje apasionado y emocional que reconstruye, como mariposa, a una mujer para entregarse a una nueva etapa de su existencia, y cuya labor puede crecer a través de una afinación más precisa y un canto que no sólo apunte al desfogue, sino también al hechizo melódico). Ella es una esposa maltratada, madre de tres hijos y ser limerente que ansía su abducción y, más aún, extasiada en ella cuando ocurre, ya no encuentra motivos suficientes para abandonar su fantasía y volver al seno de su familia.

Poco le importa Nemario, su marido alcohólico y golpeador (el bajo barítono Rodrigo Urrutia), sus dos pequeñas (una de brazos, la otra aún niña: Tsitsique, la soprano Mariana Ruvalcaba) y al parecer mucho menos le interesa su varoncito Domingo (la soprano Diana Rojas, en una de las interpretaciones más redondas del elenco; con una voz ligera, clara y comunicativa, emitida con buen gusto de canto, además de una actuación indignada que expone el machismo con el que fue criado el niño, y que fue más allá de cumplir el mero trazo escénico, pues se ocupó de imprimirle credibilidad y chispa a las motivaciones de su breve pero determinante rol). 

Es el Príncipe Wu (el tenor Rodrigo Garciarroyo, en esta extraña ocasión con apenas un hilillo de voz, él que ha cantado Manrico, Sansón o Don José), el ejemplar principal en ese fantástico reino de zorros donde seduce con sus lances algo infantilizados a las señoras ordinarias del pueblo.

Belem Rodríguez (suegra de Uarhari), Rodrigo Urrutia (Nemario) y Diana Rojas (Domingo)

Lo hace luego de acecharlas, claro; de elegirlas no sólo por su belleza sino acaso por las ventajas que suponen sus vulnerabilidades íntimas, femeninas y familiares, así como la ambición de desplegar alas del placer y liberación. Regiones en donde quizá sean recompensadas con joyas y sedas ante los favores brindados. En su cometido es auxiliado por su sirviente (el tenor Ángel Ruz, impregnado de fidelidad y entusiasmo, a una vez, a través de su canto y actuación). 

Es por ello que el pueblo rumora. Los habitantes se extasían en el chisme, aunque no comprendan bien lo que ocurre. No paran las habladurías supersticiosas, religiosas o callejeras, como en claro ejemplo de ello lo hace el mesonero Pascual (el tenor Gerardo Reynoso, que proyectó su voz de tenor con musicalidad y manierismos actorales que lograron no sólo verosimilitud, sino diversión auténtica en el rol que interpreta).

Otras mujeres también se encaminan a cumplir un destino pleno al lado de algún otro zorro chino, como ha ocurrido con Uarhari (la soprano Jacinta Barbachano, quien ondeó también un canto de buena cuna, de voz cubierta y expresiva, sin estridencia, y con una gallarda presencia escénica). Ella, amiga y vecinita de Yuriria, ya pasa de largo de su marido, su primo y su suegra (el barítono Enrique Ángeles, el tenor Gilberto Amaro y la contralto Ana Caridad Acosta), y aunque emprenderá su propia aventura —la emprendió desde su “primera desaparición”—, confía en volver a reencontrarse con aquella mujer que no quiere bajar de su ensoñación, que es al mismo tiempo su nueva realidad para pasmo de su familia, incluida su suegra (Belem Rodríguez) o el cura-exorcista-autoridad simbólica mayor del pueblo: Fray Ignacio (el barítono Édgar Gil).

Pero todo ello tiene un precio. El pueblo no va a atestiguar de brazos cruzados cómo las mujeres son saciadas en sus instintos elementales por aquellos zorros chinos arribistas y ventajosos, que pueden ser considerados una plaga a la que hay que exterminar. Un rico vino envenenado sería buena opción, si se considera que el Príncipe Wu, tan exquisito y sibarita como es, bebe y comparte: esa bebida espirituosa corre por su reino. Tinto o blanco, dará lo mismo. Yuriria no beberá, pero igual su felicidad tendrá las horas contadas.

Puesta en escena de Luis Martín Solís y Érika Torres

La música de Lorena Orozco, si bien es contemporánea en cuanto a su periodo de creación y a su eclecticismo, resulta muy asequible al público que no desea complicarse con exploraciones tímbricas, de ritmo o armonías, aunque en la partitura haya uso del piano, guitarra y guzheng. El melómano operístico tradicional de nuestro país también puede sentir agrado por las líneas melódicas o el tejido sonoro que evoca voces y obras pasadas. Entre ellas, las de Giacomo Puccini, Federico Ibarra o incluso Arturo Márquez.

Lo hace sin pretender vanguardias, al tiempo que hilvana un entramado de géneros y folclor asociados con lo latinoamericano como la habanera o tango, algún jarabe o el danzón, propuesta aderezada con escalas pentatónicas para lograr ciertos aires orientales.

La de Lorena Orozco es una mano educada, de orquestación sutil, que crea acentos y atmósfera, además de que promueve la musicalidad de la palabra, que encuentra de manera natural en muchas ocasiones, aunque en otras la frase se fuerza o ya sin canto se recita o se habla como teatro de prosa. Un reto o inconveniente de su escritura vocal es la redacción frecuente para el registro grave de sus intérpretes, lo que puede ponerlos en aprietos e impedirles resonar o escucharse, como le pasó al final incluso a Ana Caridad Acosta, aun siendo contralto y su papel más bien breve.

Pero en esas fórmulas de la compositora hay dinamismo e inventiva suficientes que permiten la continuidad de los diez cuadros que integran la obra, lo que en términos escénicos captó muy bien la puesta de Luis Martín Solís y Érika Torres (con escenografía de Jesús Hernández, vestuario de Jerildy Bosch e iluminación de Rafael Mendoza). Con algunos paneles que subían y bajaban, además del acomodo de mesas y sillas por parte de los figurantes, recreó un paisaje boscoso, el interior de una de aquellas casas de pueblo, una taberna o un imaginario colectivo chino.

Escenografía de Jesús Hernández, iluminación de Rafael Mendoza y vestuario de Jerildy Bosch

En términos generales, el libreto es funcional, pero da margen a personajes y momentos de escasa relevancia que diluyen o retrasan el conflicto y su dramatización escénica, si bien la obra original de Carballido se recortó en ese sentido para procurar una buena adaptación operística. Aún así, quedan algunas frases obvias o sueltas —que se entienden por la acción misma— y que por lo demás tienen la belleza de una acotación. Es cierto que en la actualidad el significado de la obra pudiera ser susceptible de diversas interpretaciones: feministas, sociológicas o incluso geopolíticas, lo que le daría un valor agregado. Aunque resulta claro que ni Carballido ni Pu-Sung-Ling vivieron los días que corren. 

El Coro (preparado por Alfredo Domínguez) y la Orquesta del Teatro de Bellas Artes, bajo la dirección concertadora de Luis Manuel Sánchez, participaron con ideas de volumen y control, ingredientes que produjeron lucimiento para las agrupaciones y para los solistas, lo que se aprovechó o no ya dependiendo de los actuares individuales. Al margen de algunos yerros en los metales, el contenido musical fluyó sin complicaciones, con agilidad y texturas, lo cual de verdad fue para agradecerse dado que esta ópera consta de un acto único de más de hora y media de duración, presentado sin pausas o intermedio. 

Tras el estreno, quedan tres funciones de este ciclo presentado en Bellas Artes: martes 5, jueves 7 y domingo 10. Son oportunidades para no perderse estas stranger things chino-michoacanas.

Compartir: