Érase una vez un país al que no le gustaba Verdi

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Giuseppe Verdi (1813-1901)

Desde hace muchos años pareciera imposible ver una temporada de ópera en México sin incluir al compositor italiano Giuseppe Verdi (1813-1901). De hecho ha habido años en los que la programación lírica mexicana incluye hasta tres títulos suyos sin que coincidiera con ninguna celebración específica (como centenarios de nacimiento o muerte), lo cual es sorprendente dada la poca producción operística de los últimos años en este país. 

Se trata, probablemente, del compositor más representado en nuestro país: en los últimos cinco años, se han representado por lo menos ocho óperas de este autor, cantidad muy difícil de comparar con ninguna otra ciudad en el mismo espacio de tiempo en proporción a su producción operística anual. 

¿Hay alguna razón especial en ello? ¿Es simplemente la vinculación artística-emocional con el espectador mexicano? Más allá de la calidad interpretativa o de las obras del compositor italiano, lo impresionante es cómo su inserción en el gusto del público mexicano ha sido tan profundamente exitosa.

Sin embargo, esto no fue siempre así. Giuseppe Verdi fue conocido en México a partir del estreno de Ernani en el Teatro Nacional en 1850 y sus óperas fueron recibidas con enorme polémica. En primer lugar, y sobre todo, porque venían de un hombre considerado contestatario, que peleaba por cambiar el orden político de su patria, lo cual no siempre es bien visto por las clases que ostentan el poder en cualquier sociedad.

Verdi era un compositor romántico, defensor de la libertad, que, al darle su apoyo público al rey Vittorio Emanuele II, había renegado del papa Pío X —lo que, por supuesto, incluía a la Iglesia Católica— y, para colmo de males, se sabía en todo el mundo que convivía con una soprano sin haberse casado; todos ellos, asuntos que en el siglo XIX eran verdaderamente escandalosos para una sociedad que peleaba por “civilizarse”.

La segunda razón —no menos importante— fue que el gusto del público mexicano estaba en ese entonces comprometido con compositores belcantistas clásicos y, por ello, algunos críticos y periodistas se preguntaban si este tipo de música tan dramática podría atrapar a un público acostumbrado a las hermosas melodías líricas de Bellini y Donizetti.

Vincenzo Bellini (1801-1835)

Gaetano Donizetti (1797-1848)

Por todo ello, la prensa de la época nos da cuenta de funciones de La traviata casi vacías en 1857, de cómo escandalizaban los temas de las óperas verdianas y, sobre todo, de cómo fue considerado un “autor decadente”:

“Verdi, rompiendo con las mejores tradiciones de la escuela italiana, melódica y expresiva cual ninguna otra, se ha formado un lenguaje musical estruendoso, pero vacío; hinchado y altisonante al oído, pero que habla poco al corazón.” [La Sociedad, 29 de enero 1858.]

Once años después, en 1861, la pregunta general del público era ¿por qué continúan programándolo? Increíblemente, el autor hoy tan amado y recurrido para llenar los teatros de todo el país era considerado demasiado extraño para:

“…el público de la capital que, por lo que hemos advertido, no se ha acostumbrado todavía a saborear los rasgos peculiares de la música de Verdi.” [El siglo diez y nueve, 7 de febrero de 1861.]

Resulta realmente increíble que una música tan complaciente como la verdiana pudiera ser considerada como poco emotiva, pero en ese proceso también cayó en desgracia precisamente por esa característica. 

En la década de 1870, gracias al Primer Festival Mexicano organizado por la Sociedad Filarmónica, se dieron a conocer los compositores germanos más famosos. Se interpretaron por primera vez muchas de las obras de Wolfgang A. Mozart (1756-1791), Joseph Haydn (1732-1809), Ludwig van Beethoven (1770-1827) y Karl Maria von Weber (1786-1826), pero también de la generación exactamente anterior a Verdi: Giacomo Meyerbeer (1791-1864), Franz Schubert (1797-1828) y Robert Shumann (1810-1856).

En ese momento, la cultura alemana y anglosajona contaba con un enorme prestigio dentro de la clase intelectual del México decimonónico, sobre todo por el esplendor de la corriente romántica tanto en la literatura como en la música. Esto hizo que la propuesta de Verdi, en comparación con la de estos compositores, se tachara de superficial y ligera, como todo lo que provenía del mundo latino, fuera Italia, España (que seguía considerándose enemiga por la Guerra de Independencia terminada medio siglo antes) o Francia (con quien se acababa de tener el conflicto bélico más importante del México independiente, lo que estableció una relación muy compleja con ese país).

No se contaba a Wagner todavía entre estos compositores, pero sí se tenía claro que, una vez que el público mexicano estuviera acostumbrado a las profundidades alemanas, los géneros latinos le parecerían mucho menores.

A pesar de ello, la mayor parte de los empresarios insistía en programarlo, en gran medida apoyados en la idea de que “si se llevan a escena más óperas de Verdi es muy probable que su mérito tenga la merecida remuneración.” [Op. cit., 17 de mayo de 1850.] Es evidente —y podemos confirmarlo por los efectos del marketing en el mundo contemporáneo— que cualquier buen compositor con un aparato de difusión eficiente podría haber corrido la misma suerte, sobre todo por el lugar que ocupaba la ópera en la sociedad del siglo XIX y esta idea, en este caso, se confirma.

Giacomo Meyerbeer (1791-1864)

¿Qué habría pasado si esto mismo se hubiera aplicado en la producción y difusión de otros autores? ¿Hubieran corrido la misma suerte? ¿Qué habría pasado si hubiéramos apoyado de la misma manera a los compositores locales? ¿Esas ocho obras programadas en un lustro habrían sido de nuestros autores o de Richard Strauss o Giacomo Meyerbeer? Quizá plantear esas preguntas en pasado pueda ser ocioso, pero creo de vital importancia que nos las planteemos en el presente.

Verdi se confirmó en el gusto del público mexicano hasta fines del siglo XIX, o sea casi medio siglo después de haber llegado a nuestro país. Es claro que no podría sostenerse en el gusto del público mexicano y extranjero sin la garantía de calidad que hay en su trabajo, pero también es cierto que muchos otros compositores, de igual valía, no han podido llegar al público mexicano de manera constante, y hablo de compositores esenciales para la ópera como Richard Strauss, Alban Berg o el propio creador del género, Claudio Monteverdi.

Según las fuentes documentales de la prensa, que van desde 1850 hasta 1870, con Verdi no se implementó la ley de la oferta y la demanda. Se esperó pacientemente a que entrara en el corazón de los mexicanos y se logró, de manera generalizada, cuarenta o cincuenta años después de su primer estreno. ¿A cuántos compositores se les ha dado esa oportunidad en México? ¿A cuántos de nuestros valores locales, contemporáneos o de siglos anteriores, les hemos dado esa opción en nuestras programaciones? Si siguiéramos ese método, teniendo las herramientas de nuestros días, ¿haríamos más público para la ópera y variaríamos realmente nuestros repertorios?

Si pensamos que cada corriente, compositor y obra es un punto de vista del mundo, llegamos a la conciencia de la pobreza que significa una programación monotemática. Quizá la variedad de programación pudiera enriquecernos mucho más de lo que imaginamos y la ópera mexicana podría tener un lugar privilegiado en nuestra actividad operística. Sumar expande y hay mucho a dónde mirar, cuando de obras maestras se trata.

Fuentes:

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