Obituario: Harry Kupfer, un tributo personal

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Harry Kupfer (1935-2019)

The King is dead. Long live the King!” Así se podría anunciar la muerte de Harry Kupfer. Pero para muchos que viven fuera de Europa y que no han viajado mucho es necesario describir quién era y qué influencia ha tenido en el mundo de la ópera para entender por qué habría que elevarlo a la categoría de rey. 

En el mundo de la ópera, todos nacemos conservadores, nos gusta ver cosas que reconocemos y eso nos estanca porque no nos aventuramos fuera de lo conocido. Harry Kupfer veía más allá, como una visión que lo atravesaba todo: sus producciones iban al centro nervioso de cada obra que producía, de su significado y de sus personajes, que adquirían vida y a los que uno podía calificar como seres con los que nos topamos todos los días. 

Kupfer no era partidario de los Konzept que han adoptado sobre todo los régiesseurs alemanes, sino que pretendía crear un puente entre la obra y su época de escritura y composición y la actualidad, y hacer conectar al público con la obra al cruzar ese puente. Pero eso requería siempre de un público dispuesto a aceptar el desafío. En los años 70 vi en Stuttgart su producción de la ópera Die Soldaten, de Bernd Alois Zimmerman. Jamás había visto una producción tan brutal, tan real, que no era moderna pero que a su manera lo era porque los personajes hacían cosas de nuestra cotidianidad. 

De un saque me cambió la forma de pensar. ¿Quién era este director de escena cuyos personajes eran tan reales? Una Elektra sangrienta en Gales y un Fidelio inolvidable también en Cardiff me reecontraron con este director quien más tarde hizo una producción de Pelléas et Mélisande en la English National Opera que resaltó el tema del aislamiento. Pero yo todavía no había hecho el esfuerzo intelectual que requería una confrontación con este director. Sus puestas habían comenzado a sacudir el polvo de mi mente, pero no a disiparlo del todo. 

En 1988 Kupfer y Daniel Barenboim unieron fuerzas en Bayreuth y presentaron un Anillo del nibelungo espectacular. Su comienzo ya lo decía todo: los personajes aparecían mirando su mundo destruido, luego miraban al público y se retiraban, dejando que la orquesta hiciera su lenta y ondulante introducción. 

Del resto ni hablar, porque este era un Anillo joven, con un Wotan joven, resuelto, ambicioso, que se movía con energía y que había forjado una relación muy especial con Brünnhilde: era lo opuesto a los Wotan que ya había visto en el pasado (¡y esto incluía a Hans Hotter!). Esto era un ejercicio en psicología: este Wotan había sido analizado por una mente que había investigado sus anhelos y sus temores y que no vacilaba en mostrarlos en escena, corriendo de lado a lado, un Wotan temible, exuberante, feroz… y también inseguro. Fue una combinación letal la que creó el mismo Kupfer. Y Brünnhilde no solo fue la hija preferida, sino la que leía su mente; quien (como Kupfer) veía más allá que su padre y que era al mismo tiempo lo suficientemente valiente como para desafiarlo. Y también le era fiel, como un perrito que se sentaba a los pies de su amo.

Al año siguiente ocurrió un milagro: la Komische Oper de Berlín visitó Londres con tres producciones, dos de ellas de Harry Kupfer. Cómo olvidar la soledad de Orphée con su guitarra eléctrica en un mundo cruel, frío, tratando de salvar a su Eurydice? A través de los años, su visión de la ópera se volvió mi visión: la forma en que encaraba los aspectos de la Personenregie o caracterizaciones individuales, cómo los otros personajes hacían algo importante mientras la acción transcurría del otro lado, todo esto invitaba una actividad intelectual a la que no estaba acostumbrado. 

Poco después de conocerlo en Bayreuth en 1988 decidí entrevistarlo. Fue una experiencia que era, para mí, importante porque deseaba aprender. De esa primera entrevista en su despacho en la Komische Oper berlinesa nació una amistad que solo culminó con su muerte. Harry Kupfer no toleraba diletantes, pero era paciente si notaba interés genuino y preparación intelectual. Muchas veces nos encerrábamos en su oficina en la Komische Oper donde me explicaba sus métodos y lo que había detrás de ellos. En una ocasión memorable, con la ayuda de muchos cafés provistos por su fiel asistente personal, Birgit Haberecht, nos quedamos desde las 2:00 de la tarde hasta pasadas las 8:00 de la noche desarmando Lohengrin y luego armándolo de nuevo. 

¿Qué otro director de su fama consideraría una sugerencia acerca de una producción suya que no era su propia explicación? Al respecto, él me dijo: “Usted lo explica en forma diferente, pero su explicación también es posible en este caso”. Esta falta de arrogancia lo hacía muy humano, y su entusiasmo natural al hablar era como el de un joven que acababa de descubrir algo y deseaba comunicarlo. 

Una de las más fructíferas relaciones entre directores: la de Harry Kupfer y Daniel Barenboim

En 2002 ocurrió algo en Berlín que ni siquiera Bayreuth ha podido hacer: se presentaron en dos semanas todas las operas de Richard Wagner en dos semanas, dirigidas por Daniel Barenboim. Está por de más decir que vi los dos ciclos, inclusive una función en que Waltraud Meier cantó Sieglinde y Fricka en la misma noche. 

Kupfer mantuvo ese espíritu joven hasta sus últimos días. Durante el verano, la Wagner Society of London me pidió que lo contactara para que viniera a Londres a hablar de sus memorables Anillos (el de Bayreuth y el de Berlín). Cuando le hablé y le dije: “Tengo una invitación para usted en Londres” se le entrecortó la voz. John Tomlinson, Anne Evans y Graham Clark iban a estar presentes. Pocas semanas antes de su muerte, hablamos por teléfono para ultimar detalles. “Si sigo vivo, lo haré con todo gusto”, me dijo con su típico humor negro berlinés. Ahora pienso: ¿habrá presagiado que no le alcanzaría la vida visitar Londres? 

En toda mi experiencia operística, no hubo otro director de escena que me causara lo que llamo el efecto Kupfer. No he hecho la cuenta de las obras que le he visto dirigir, pero es una buena cantidad. Y siempre había algo especial, algo orgánico, algo lleno de humanidad, como su Parsifal budista, o su Die Frau ohne Schatten. Sus últimos años lo vieron como el gran señor de la ópera, poniendo Fidelio de Beethoven, Macbeth de Verdi, Lady Macbeth de Mtsensk de Shostakóvich, Ivan Susanin de Glinka, El jugador de Prokófiev, Tannhäuser y Die Meistersinger de Wagner, Palestrina de Hans Pfitzner… Su energía intelectual era inagotable.

Su última nueva producción fue en su teatro, la Komische Oper berlinesa. Nadie entendía de que se trababa: una obra rara de Händel basada en un libreto de Metastasio llamada Poro, re dell’Indie, que él mismo eligió para su regreso a Berlín. Su versión de esta obra —que trata de la clemencia de Alejandro Magno hacia el derrotado rey de la India, Poro— es una sencilla historia de amor en medio del colonialismo y el comercio: una producción típica de Kupfer, llena de sorpresas y de humor, pero sencilla. 

Su respuesta a mi furia contra las nuevas producciones que lo cambian todo, era: “No se enoje, lo único que debemos hacer es seguir construyendo puentes entre la obra original y el mundo de hoy, y así el público sabrá de qué se trata”.

Mucha gente que va a la ópera debe usar no solamente su conocimiento de la obra sino también su imaginación: solo así se podrá llegar al centro nervioso de la obra y de sus personajes. Kupfer no daba órdenes a sus cantantes: les sugería cosas y los dejaba que ellos crearan sus personajes y que interactuaran unos con otros. Así creaba una atmósfera de creatividad, inteligente y de conjunto. Había veces en que las ideas originales daban pie a nuevas ideas: eso lo vi durante muchos ensayos, y siempre me sorprendía, aunque sabía qué iba a suceder. 

Hay imágenes que siempre quedarán en mi memoria. Una de ellas es ver la cara de sorpresa de los campesinos que celebran con Don Giovanni cuando este exclama: ‘Viva la libertà!’ ¿Qué es la libertà para ellos? O la cara de Katerina Izmailova al comenzar la ópera, cuando desde las escaleras mira hacia el público con el rostro tranquilo, ya que ha perdido toda esperanza. O aún más, el final de la segunda versión de Götterdämmerung, cuando Alberich logra apoderarse del anillo y que, cuando lo aprieta en su mano, se convierte en polvo. 

No solo voy a extrañar a Harry Kupfer, mi amigo, sino al director de escena, el más completo e inteligente que ha existido.

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