Opinión: Juan, ¿por qué no me miras?

[cmsmasters_row][cmsmasters_column data_width=»1/1″][cmsmasters_text]

Richard Strauss (1864-1949)

Apuntes, ideas y posibilidades en torno a Salome de Richard Strauss

Mientras viva, el profeta Juan Bautista nunca comprenderá que ama a Salomé, princesa de Judea. Es un hombre al que la vida le estorba para poder amarla.  Salomé ordena que lo decapiten y besa los labios inertes de la cabeza cercenada. Con ese beso se apropia del destino del Bautista y lo dirige hacia la construcción de un amor que debe ocurrir más allá de la muerte porque ha puesto en riesgo la estabilidad del universo. Para la historia de la ópera, ese beso representa el dueto de amor más sinestro, demencial y bello.

De acuerdo con el Nuevo Testamento (los evangelios de Marcos y Mateo), Salomé pide una muerte brutal para Juan Bautista azuzada por su madre Herodías; esta versión del relato es la que, tras leer a Heinrich Heine y Gustave Flaubert, usa Jules Massenet (1842-1912) para su ópera en cuatro actos Hérodiade (1881). 

Richard Strauss (1864-1949) deseaba una narración dramática frenética que no dé vueltas, por eso recurrió a Oscar Wilde, quien prescindió del influjo materno y ofreció una versión de la historia en donde Salomé es la única y absoluta responsable.

Salomé es música agitada e impetuosa que dulcifica sus colores cuando canta sobre cielo abierto y aire. Se exalta y apaga, pero incluso cuando calla su atmósfera resulta turbulenta. Los alientos absorben su esencia; la enuncian con frases cortas y rápidas, siempre cambiantes, siempre violentas. Nada dura lo suficiente como para adquirir una existencia completa. La suya es música atrabancada e inconclusa, que mientras existe todo lo cubre y todo lo arrasa, pero termina sin haberse desarrollado, y luego solo queda su ausencia, que es sombría y perversa. Fluctúa entre lo extático y lo fúnebre, llora y se inflama en una misma poética de la voluptuosidad y la inconstancia. 

Los acontecimientos de la ópera transcurren en una misma noche al oeste del Mar Muerto hacia el año 33 después de Cristo. En distintos momentos, todos los personajes principales describen la luna y en sus descripciones proyectan sus ambiciones y fantasmas.

Herodes (tenor) en la luna sueña con eróticas fantasías: “La luna es una mujer enloquecida que busca amantes por doquier; la luna es una mujer borracha tambaleándose entre nubes”. 

Herodías (mezzosoprano) a la luna le pide la eternidad de su privilegio: “La luna es como la luna, eso es todo; en la luna no hay nada más”. 

Juan Bautista (bajo-barítono) en la luna lee profecías apocalípticas: “La luna será como sangre, en la luna está escrito que llegará ese día”. 

Salomé (soprano) ante la luna regresa a su infancia, recuerda a su niña nocturna hipnotizada por fragancias: “La luna es una flor pura, fresca y plateada”.

Pero la luna de esta historia representa la tragedia sobre cualquier otra cosa. El paje de Herodías (contralto) es el primero en entenderlo: “Qué extraña está la luna; es como una mujer que sale de la tumba”, pero el joven sirio Narraboth (tenor), capitán de los ejércitos de Herodes, quiere ver en la luna a Salomé, a quien con abnegación ama: “La luna es una princesa cuyos pies fueran palomas blancas; se diría que baila”, y por Salomé traiciona a Herodes y libera al profeta encerrado bajo la tierra.

Cuando Salomé intenta besar bajo la luna a Juan Bautista, Narraboth se desgarra las vísceras con su espada. El paje insiste en que es una luna de naturaleza siniestra: “La luna es como una mujer muerta”.

Juan Bautista es música subterránea, su voz existe bajo tierra. Desde un pozo tapado afuera del palacio canta sobre culpa, ceniza, llanto, salvación y fuego. Nadie entiende sus palabras, pero el sonido es tan claro, tan contundente, tan seguro y tan mágico que al escucharlo resulta imposible no estremecerse. Es música que llega del desierto para ser enterrada y gracias al influjo de Salomé asciende; es entonces, ante la visión de la princesa, que pierde su misticismo para volverse iracunda. El miedo cambia de dirección y el sonido de las extrañas profecías ya no asusta; ahora es el profeta quien tiembla de terror al sentir su pene endurecerse. “¡El mal vino al mundo con la mujer!”, grita Juan Bautista con el cuerpo encogido de vergüenza cuando Salomé le dice que lo ama.

Herodes tiene ojos de topo y su corazón está controlado por el odio. Le asustan las estrellas y los espacios exteriores. Es violento, cobarde y supersticioso. Se tranquiliza a través de los excesos; poseer a su hijastra es su capricho más intenso. 

Para conseguir la cabeza de Juan Bautista, Salomé le hace creer a Herodes que su perversa fantasía es posible a través de una danza en la que se desprende de los siete velos que la cubren hasta quedar desnuda ante él. Esta danza representa un descanso en el discurso musical; por vez primera los acontecimientos frenan y la trepidante narración alcanza una pausa sensual, de amplias líneas melódicas con referencias orientales en donde el cuerpo de Salomé se convierte en la esencia de los acontecimientos futuros; es decir, de la tragedia: de la mutilación de Juan Bautista y del horror de Herodes, de la venganza saciada en Herodías y del destino de un pueblo sumido en la desgracia.

El cuerpo de Salomé adquiere proporciones místicas durante la danza de los siete velos. A través de su strip-tease de insinuaciones incestuosas, ella se convierte en La profecía.

Oscar Wilde (1854-1900)

Las músicas de Salomé y Juan no debían juntarse. La de ella vuela inconstante; la de él, habitada por claridades, proviene de debajo de la tierra. Sus existencias opuestas garantizan la armonía del universo. Cuando el cuerpo de Salomé destruye esa armonía y estas músicas contrarias colisionan, el mundo pierde su orden e ingresa en un estado de caos y violencia que comienza con la pérdida de la serenidad en la voz del profeta. El sonido de Juan (ya su nombre se ha desprendido del “Bautista”) abandona la templanza y comienza a sonar rabioso; se desmorona la bondad y surgen la ira y el odio. El supuesto hombre santo comienza a maldecir a Salomé como si fuera un apostador de caballos. Musicalmente esa transformación sucede en la melodía, que se enrarece cuando solía ser diáfana, un enrarecimiento que acontece en la fragmentación de las frases y su efecto es de ruptura. El profeta se rompe y Salomé, convertida en La profecía, descubre en las negativas del Bautista cobardía y no grandeza; descubre que los terribles ojos de ese hombre que desea (“como lagos negros en los que llamea la luz de la luna”), de ese hombre al que se le ofrece en sumisión (“dime lo que he de hacer”), son un fraude: lo terrible en ellos no es profetizar sobre destrucción y eternidad, sino un vulgar y mezquino miedo irracional al pecado, y esa decepción —descubrir en el representante de la salvación a cualquier otro hombre imbécil—desencadena dentro de ella la determinación de matarlo.

El impotente Gustav Mahler (1860-1911) se entrevista con Sigmund Freud en las costas holandesas del Mar del Norte (verano de 1910) para evitar que lo abandone su esposa Alma Schindler (1879-1964), a quien le ha prohibido componer diciéndole “el único artista de la casa soy yo, tu labor es librarme de las distracciones mundanas”. 

Para definir el expresionismo musical, esta imagen resulta insuperable: un compositor de lenguaje romántico descubre en los albores de un siglo nuevo que su vida no es el centro del universo, que ni siquiera tiene control sobre sí mismo, que sus motivaciones, sentimientos, deseos, esperanzas y acciones a veces se desbordan sin la intervención de su cabeza, que quizá solo es un instrumento de fuerzas invisibles que lo han atormentado desde su nacimiento, que la vida es una broma aterradora. 

El expresionismo, por lo tanto, se trata sobre la indefensión humana. Mientras la música impresionista acentúa la inocencia y construye sutiles imágenes que emergen desde una misteriosa complicidad con la naturaleza, el interés expresionista apunta hacia el inconsciente, específicamente hacia sus aspectos más borrascosos, perversos, trágicos y sombríos.

Salomé con la cabeza de Juan Bautista – Pintura de Andrea Solario ca. 1507

Se trata de una búsqueda en el horror y la brutalidad que Richard Strauss lleva a una máxima expresión en Salomé (1909), ópera en acto único cuyas escenas se encadenan en una vertiginosa narración que no abandona la tonalidad —la melodía es siempre el parámetro principal del sonido—, pero utiliza la ambigüedad armónica como base común para encadenar sin pausas acontecimientos sonoros distintos en torno a una misma tensión que va y viene, viene y va, entre la fe y la sensualidad (por ejemplo, del politonal quinteto de los judíos que resulta de una beligerancia mística hacia la danza de los siete velos, intensamente rítmica y carnal). 

“Morderé con mis dientes tu boca como se muerde una fruta madura”, Salomé le susurra frases eróticas a la oreja izquierda de la cabeza cercenada de Juan, y ahí, en su deseo de entregarse al hombre que ama, olvida que está muerto, que lo mandó asesinar, y comienza a irritarse porque esos terribles ojos masculinos, en los que había quedado prendada a causa de su trágico brillo, permanezcan cerrados.

 “¡Juan!, ¿por qué no me miras?”, y el sentido de las palabras cambia mientras son cantadas; “Juan” es un sonido iracundo, pero durante la pregunta la ira se desvanece hacia el lamento: “¿por qué no me…” y el final es plenamente desolado “… miras?”, una desolación de la que ya no hay regreso, una desolación que todo lo cubre y todo lo abarca, pero también una desolación que por momentos se quiebra y por esa ruptura se filtra la belleza: Salomé está convencida de que a ese hombre la vida le estorbaba para comprender que también la amaba; ella lo liberó de semejante estorbo desprendiéndole la cabeza. Su convencimiento es auténtico. Salomé siente desde el fondo de su corazón que por fin podrán amarse libremente, y esta repentina pureza en sus emociones está acentuada dentro de la orquesta por una intensa melodía a cargo de los violines que acompaña uno de los pasajes románticos más estremecedores en la historia de la ópera. 

Salomé canta: “Nada en el mundo era tan blanco como tu cuerpo. Nada en el mundo era tan negro como tus cabellos. En el mundo entero nada era tan rojo como tu boca. Tu voz era un incensario y, cuando te miraba, escuchaba una música misteriosa”, y besa los labios inertes de la cabeza cercenada.

Consumado el beso, la tragedia regresa. El ánimo de Salomé se oscurece. “He besado tu boca, tenía un gusto amargo, ¿era sangre? No, pero quizá sabía a amor.  Dicen que el amor sabe amargo. Pero, ¿qué más da? He besado tu boca, Juan”. La orquesta oscurece sus colores, desaparece la melodía en los violines. Cuerdas y alientos comienzan a proponer progresiones armónicas enrarecidas que terminan justo antes de completarse; construyen una atmósfera inconclusa desde donde ella sentencia: “El misterio del amor es más grande que el misterio de la muerte”.

Los acordes continúan sin resolverse. Son fúnebres e inciertos. Cuando Salomé besa los labios de la cabeza cercenada de Juan, Herodes siente que algo terrible está a punto de suceder. Pide que le escondan el cielo, la luna y las estrellas. Y de pronto, con el corazón controlado por el miedo, comprende. 

La atmósfera sonora se vuelve densa y asfixiante. Lo que Herodes comprende es que la vida le estorba a Salomé para poder amarlo. Ordena su asesinato y la idea de poseer la cabeza cercenada de su hijastra comienza a excitarlo. Besar los labios inertes de Salomé muerta y mutilada lo excita como nunca antes nada lo ha excitado. 

[/cmsmasters_text][cmsmasters_text]

 

[/cmsmasters_text][/cmsmasters_column][/cmsmasters_row]

Compartir: