Los 85 años de Bellas Artes

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El Palacio de Bellas Artes, hoy

El pasado 29 de septiembre de 2019, se cumplieron 85 años de la inauguración del Palacio de Bellas Artes [imagen 1]. El que iba a ser el emblema de los logros culturales del régimen que pasaría a la historia como Porfiriato, lo fue paradójicamente de la insostenible situación social a la que condujeron las tremendas desigualdades arrastradas por siglos, que produjeron en todo el territorio un estallido de violencia como no se vio nunca, que ya muerto Porfirio Díaz creció en diluvio, como el verso de Quevedo.

Iba a convertirse en la Ópera de México, el Nuevo Teatro Nacional, pero por problemas técnicos su construcción fue retrasándose considerablemente para ser suspendida en 1916 y, al reanudarse muchos años después, terminó como un “Palacio” para llevar todas las artes al pueblo, por decisión de un gobierno emanado del movimiento social que, comenzando el siglo, justo al terminar los fastos del centenario de la Independencia, convirtió al país en un escenario trágico.

La historia en torno a su ajetreado proceso de construcción está llena de situaciones complejas que vale la pena conocer para entender mejor el edificio y, en alguna medida, a nuestro país, pues con pocas construcciones —como con esta— se cumple aquello de que “la arquitectura es el testigo insobornable de la historia”, como dijera Octavio Paz.

En 1934, fue Abelardo Rodríguez el presidente encargado de entregarlo al pueblo de México. Sin embargo, como aún existía la figura política más enigmática jurídicamente, el Jefe Máximo, que lo era con opulencia Plutarco Elías Calles, quedó como un logro del otro caudillo sonorense  el haber concluido la obra comenzada 32 años atrás.

Es significativo que dos construcciones que devendrían símbolos de la ciudad hayan sido gestadas mientras Don Porfirio, “el héroe del 2 de abril”, seguía reeligiéndose una y otra vez (en siete ocasiones ocupó la silla presidencial), y ambas concluyeran su edificación representando cada uno a su manera los logros del movimiento armado que acabó con el régimen del general oaxaqueño.

En 1928, Calles fue quien determinó que el que iba a ser Palacio Legislativo se convirtiera, gran paradoja, en el Monumento a la Revolución que destruyó el orden que sería representado por la sede del poder legislativo, y que la Ópera, que había dejado muy avanzada el arquitecto italiano Adamo Boari, fuese terminada por un mexicano, en otro estilo, más nacionalista, para dedicarlo a un fin “menos elitista”.

Cuesta imaginar cómo era México en los últimos años del llamado Porfiriato, ese glamoroso fin de siècle marcado en arquitectura por la fuerza del torbellino historicista que iba borrando físicamente el pasado virreinal, tan denostado por el liberalismo triunfante que no dudó en usar la piqueta, en especial contra fundaciones conventuales, pero no sólo para hacer justicia, a su manera, tratando de borrar de la historia aquel país que se llamó Nueva España, destruyendo los edificios que daban fe de su grandeza.

México desde un globo aerostático, de Casimiro Castro, 1855

La imagen del excepcional dibujante Casimiro Castro [imagen 2], que en 1855 tuvo los arrestos de subirse a un globo aerostático durante varios días para elaborar su fidedigna vista de México, nos ayuda a imaginar la belleza de la ciudad antes de ser destruida por sus propios habitantes: Díaz el primero, como bien lo dice Guillermo Tovar de Teresa en el imprescindible texto La Ciudad de los Palacios, crónica de un patrimonio perdido.

Se identifica fácilmente la Alameda Central, donde se ve en el costado oriente (la parte de arriba), en lugar del marmóreo Palacio, el enorme convento de Santa Isabel, antes de que la aplicación implacable de la Ley Lerdo comenzara su destrucción y ésta se completara años después dejando el predio dispuesto para construir ahí el nuevo coliseo.

Justo al lado, hacia el poniente, se aprecia también el hermoso Hospital de Terceros franciscano, destruido para que el mismo Adamo Boari construyera el Palacio de Correos, o el hospital de San Andrés, donde otro arquitecto italiano, Silvio Contri, construiría la Secretaría de Comunicaciones (que hoy alberga el Museo Nacional de Arte, Munal).

En esta fiebre destructiva que en los albores del siglo XX emprendió Don Porfirio, no sólo desaparecieron edificios religiosos: la antigua universidad pontificia, señero edificio —con la anuencia del propio ministro de instrucción pública, don Justo Sierra, tan admirado por Madero (recordemos que lo conservó en el mismo puesto en su primer gabinete)—, desapareció para siempre sin dejar rastro (en su lugar tenemos hoy la Suprema Corte de Justicia), y con la misma suerte corrió el Gran Teatro Nacional, la Ópera de México, comenzando el año de 1901, aunque al menos en este caso, a diferencia del anterior, se conserva una placa que en la esquina de 5 de mayo y Bolívar recuerda su lugar, y nos queda el nombre, heredado por la cantina que ahí se encuentra.

Para darnos idea del duelo que vivieron los aficionados al arte lírico por esos días, hay que acercarse a un excepcional escritor español radicado en México, Enrique de Olavarría y Ferrari, apasionado testigo del desarrollo de la ópera en el siglo XIX, que dejó en su Historia del teatro en México un invaluable testimonio para aquilatar el alto nivel que alcanzaron algunas puestas en escena en el llamado coliseo de Vergara, por el nombre de la calle en que se encontraba (hoy, Bolívar). 

En una parte de tan interesante obra encontramos esta muestra de su profundo dolor por, a su entender, su  injustificable destrucción, cuando comenta, sin citar al ministro de Hacienda, al que reputa como hombre de gran cultura (se trata de José Yves Limantour, padre por cierto del más célebre director de la Orquesta Sinfónica Nacional, del mismo nombre, antes de Luis Herrera de la Fuente) que, “se dice que los jonios prohibieron pronunciar por siempre el nombre del destructor del templo de Diana en Efeso… Lo que sí creemos imposible es que el nuevo coliseo pueda alguna vez enorgullecerse de una historia que iguale en grandiosos recuerdos a la de aquél que ya no existe sino en la memoria de los que poco a poco iremos desapareciendo y llevándonosla con nosotros…”

Interior del Teatro de la República, de Pietro Gualdi

Para sustituir al famoso teatro, cuyo interior pintado por Pietro Gualdi podemos apreciar en esta reproducción [imagen 3], Díaz y Limantour confiaron el proyecto a Adamo Boari, un notable arquitecto italiano nacido en Ferrara a mediados del siglo XIX, y allí formado como ingeniero, buen constructor y apasionado de la historia de la arquitectura, de lo que iba dando muestra en lo variado de su repertorio formal, tanto en Rio de Janeiro como en Chicago o Matehuala (sí, una espléndida iglesia neogótica de su mano da realce a esa población potosina); es decir, ese tipo de artista cosmopolita que lo mismo abordaba una casa de ópera en México que una iglesia estilo medieval en Guadalajara.

Resulta difícil definir, en el espectacular proyecto para un gran teatro en la capital mexicana, el estilo que dio por resultado el enorme caudal de conocimientos de historia universal de la arquitectura que poseía el joven ferrarense y más difícil aún, en la segunda etapa, muchos años después, el que imprimió al interior don Federico Mariscal. Para el guía turístico no es complicado: el edificio es art nouveau y art decó.

Francia marcaba, como siempre, las rutas del arte y así Boari, en la primera fase constructiva, y Mariscal, su dilecto alumno, en la segunda, aplicaron los principios que definen dichos galicismos. Pero no es tan fácil. La palabra eclecticismo es un útil helenismo que nos habla en arquitectura —como en filosofía, disciplina que le dio origen— de generosa aceptación de casi cualquier gesto formal que se inspire en modelos del pasado, también cuadra hablar de historicismo. Por eso la parte sustancial de la obra, que es la de Boari, merece algunas precisiones.

Adamo Boari representa en arquitectura, mejor que nadie en nuestro país, el significado de ese hacer que no duda en utilizar los adelantos tecnológicos para levantar con viguetas y perfiles de acero una estructura completa en pocos días, para luego recubrirla de diversos materiales según el capricho de las formas elegidas, generalmente inspiradas —“fusiladas”, diría un estudiante de arquitectura— en modelos del pasado (de ahí el vocablo “historicista” que se usa para designar este periodo de la segunda mitad del XIX). 

Prueba de lo anterior resulta la imagen del “Palacio” de Bellas Artes y de su vecino “Palacio” de Correos que, como diría Ripley, “aunque usted no lo crea”, son diseños del mismo arquitecto. (Y cabe aquí decir que hacía mucho, a fines del siglo XVIII, un viajero inglés, y no Humboldt, se había referido a México como “la Ciudad de los Palacios”. A lo mejor por ello esta obsesión por seguir usando el término al hacer referencia a estas nuevas construcciones.) 

En la espectacular obra de Boari se rastrean elementos formales cuyas fuentes de inspiración son identificables: el pórtico principal en su parte baja se inspira en la barroca iglesia que Gian Lorenzo Bernini hiciera en Roma dedicada a San Andrés, frente al Palacio donde hoy vive el presidente de la República Italiana, el Quirinale (de ahí su nombre); la parte superior del mismo, el románico del cuerpo bajo de la catedral de Pisa se hace presente en las arquivoltas; espacialmente, el “hall” —como él lo llamaba—, está resuelto con cúpulas y medias cúpulas a la manera de la célebre iglesia de Constantinopla, Santa Sofía; y para completar aquel potpourri —que hoy resulta encantador y retrata con precisión aquella época—, tenemos un repertorio de esculturas de las más disímbolas tendencias. 

No es difícil comprender que después de la Revolución, antes que el Jefe Máximo encargara a Mariscal concluirlo, los arquitectos furibundamente racionalistas y beligerantes como pocos, encabezados por Enrique Yáñez y Juan O’Gorman, propusieran demolerlo y hacer un teatro inspirado en el palacio de los Soviets de Le Corbusier, una arquitectura cuya forma y materiales  representaban —como el verso de Díaz Mirón— una pauta de moral política: “Sabedlo soberanos y vasallos, nadie tendrá derecho a lo superfluo mientras alguien carezca de lo estricto”.

Y nadie podía negar en 1916, cuando el ferrarense desistió de continuar con las obras ya tan avanzadas, sobre todo en el exterior, que todo ese formidable conjunto de elementos arquitectónicos y escultóricos era, sí, no solo superfluo a los ojos de los revolucionarios, sino un auténtico delito, como quería el vienés Adolf Loos considerar todo ornamento en arquitectura.

La armonía, tímpano central en el pórtico de Bellas Artes, de Leonardo Bistolfi

Uno de los cuatro pegasos de la explanada, de Agustín Querol

En el repertorio escultórico que lo completa: los grupos del pórtico del entonces celebérrimo en Italia Leonardo Bistolfi: la música y la armonía [imagen 4]; de Agustín Querol, los pegasos [imagen 5]; de Boni y Geza Maroti: estatuas de las musas y de algunas virtudes (parece que estas iban a estar en el Palacio Legislativo); y parece que un amigo del arquitecto, Andrea Mazzucoteli, interpretó los diversos símbolos prehispanizantes, la serpiente, los caballeros águila, los jaguares, y un detalle curioso y enternecedor: hay hasta un perro, que no es como a lo mejor cabría suponer —un itzcuintle—, sino un setter, y hembra, que (como aquel perrito de la película de Richard Gere, Hachi: A Dog’s Tale, que acabó teniendo su estatua en la estación de un pueblo japonés) tiene en este recinto artístico la suya, pues se trata de Aida, la perrita de Boari [imagen 6], que diario lo acompañaba a la obra y que mereció por su fidelidad ser inmortalizada. Alguien podrá justificar la irritación que estas “boutades” crearan con tanto encono en los arquitectos emanados de la Revolución.

Después de que Boari regresó a su tierra en 1916, el edificio quedó detenido por casi 20 años, hasta que, después de la relativa estabilidad que logró Álvaro Obregón, se contó con recursos en el siguiente cuatrienio, esta vez con Plutarco Elías Calles al frente, y se tomó la decisión de terminarlo. Hay que decir, en abono del Jefe Máximo, que su visión nacionalista fue menos exaltada que la de Yáñez y O’Gorman y, en lugar de destruir lo hecho por Boari, llamó, por mediación de su subalterno Pascual Ortiz Rubio (a la sazón, presidente), al mencionado arquitecto Federico Mariscal para que terminara el interior modificando lo proyectado por el italiano para que quedara algo más a la mexicana y más moderno, como dijo ese hombre que pasó a la historia como una marioneta de Calles, con el infamante apodo del “Nopalito”.

La perrita “Aida”, de Adamo Boari, de Andrea Mazzucoteli

Mascarón de Chaac en el vestíbulo de Bellas Artes

Mariscal encontró la inspiración en el pasado, no europeo sino prehispánico. Así vemos los famosos mascarones del dios Chaac [imagen 7], o en la estilizada planta que para algunos es el epítome de lo mexicano en vegetación: el cactus.

Hemos hablado de dos etapas muy claras en que se hace patente que un edificio muta, y es casi un axioma de la arquitectura que sea así. Y en este caso, después de inaugurado el edifico, ha seguido teniendo intervenciones: en los años 50 se hicieron cambios en los terminados de muros y se modificó la decoración y, recientemente, en los actos conmemorativos del bicentenario, se hicieron diversas transformaciones, sobre todo para mejoras en la acústica y con mayor atrevimiento en la luneta, cuya histórica y ya entonces única en el mundo solución “de cuchara” fue sustituida, por razones de isóptica, por una distribución de nuevas butacas sobre una superficie plana. 

Sin embargo, el cambio más profundo fue motivado por razones tecnológicas, en la mecánica teatral, de las llamadas antiguamente de velamen, en la cual se introdujeron complejos sistemas digitales de alta precisión que modificaron radicalmente aquel entramado de cuerdas y mástiles para introducir sistemas computarizados que requirieron de una cabina de control que hubo de instalarse en la parte trasera de la platea, lo cual generó graves críticas y enconadas polémicas, toda vez que se trataba de modificaciones a un edificio que la UNESCO había designado como Patrimonio Cultural de la Humanidad.

Hoy que efectivamente nadie (o casi) recuerda aquel Teatro Santa Anna (o Nacional, o Imperial, o de la República, según la política dictaminara), podemos constatar que afortunadamente aquella predicción que, movido por una rabia incontenible ante la desaparición de su amado teatro hiciera  Olavarría, no se cumplió, pues en estos 85 años no cabe duda que se han acumulado grandiosos recuerdos, entre ellos el famoso Mi bemol de Maria Callas en la Aida de 1951, por citar solo uno que permanece en la mitología universal de la ópera.

Gran telón de cristal de Tiffany, de Gezá Marotti y Harry Stoner

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