Mensaje urgente de Ludovic Tézier sobre la situación de los artistas líricos

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“Teatros: ¡no maltraten a quienes son la sangre de sus venas: los artistas, aquellos por los que el público llena sus salas viniendo a veces de muy lejos! ¡No descuiden a quienes justifican las subvenciones que los sostienen!”

Desde Francia, el destacado barítono Ludovic Tézier emite una carta abierta para hacer un llamado a “salvar a quienes llevan la luz a la escena”.

Mis muy queridos colegas, amigos, enemigos, amantes de la cultura y de la ópera:

Desde que se desencadenó la crisis que azota a Francia y al resto del mundo, muchos de los que representan nuestro modo de vida —ya tan perturbado— se han visto golpeados en primera fila por las medidas de restricción sanitaria, evidentemente necesarias. Nuestra profesión se ve arrebatada en esta vorágine insondable y busca desesperadamente una tabla de salvación.

Si las autoridades encargadas —de quienes nadie se asombrará que no seamos en la actualidad el centro de interés— no prestan oído, nuestro “pequeño cenáculo de artesanos” se verá aplastado sin remedio; pienso en especial en los más débiles, en los más jóvenes, cuya supervivencia depende desde siempre de su próxima remuneración. Nuestras existencias, contrariamente a la imagen de frivolidad tan extendida que se les suele atribuir, son carreras sin descanso después del último contrato y exigen una planificación del futuro que pocos, fuera de la comunidad, sospechan. Es necesario subrayar este hecho para que todos comprendan que un cierre tan abrupto, no acompañado de medidas financieras, constituye para muchos una puñalada mortal. No me coloco evidentemente en esta situación extrema, aunque todos, sin duda en diversos grados de gravedad, resultemos afectados.

A partir de esto se justifica plenamente la iniciativa que han tomado los artistas líricos en el marco de una carta común; y si algunas desprolijidades —que el estado de shock del momento explica fácilmente— han podido dar lugar a un rechinar de dientes, el fondo del problema está muy bien expuesto: la supervivencia de nuestro oficio; nuestros pasos en los próximos días, las próximas semanas, pero también los próximos seis meses o quién sabe si más…

¿Quién —sea o no cantante, puesto que esta situación supera en mucho a nuestra familia— puede vivir sin gran dificultad de sus ahorros durante seis meses o más?

Personalmente me impresiona negativamente, aunque por desgracia no me sorprende demasiado, que la “familia ideal de la ópera” se revele, en el desastre en curso, como una “familia ilusoria”. En efecto, me hago esta pregunta: ¿cómo es posible que el conjunto de los teatros líricos del mundo —que estos últimos años suelen caer en ilusiones artísticas engañosas— siga sin comprender, ante una realidad elemental como esta pandemia, que su propia supervivencia, la justificación misma de su existencia, reside en los artistas líricos y sus voces?

¿Cómo es que no puede este conjunto de teatros formar un frente único con sus artistas y representar con todo su peso a la profesión —esa famosa familia de geometría decididamente muy variable— ante las autoridades que son las únicas capaces de salvaguardarla? Y esta salvaguardia debe incluir al conjunto del personal, sin el que no se puede realizar ningún espectáculo.

La desunión es la madre de las amenazas. La falta de compromiso financiero de las instituciones operísticas, vinculada a la anulación de los contratos en curso, así como la suspensión de los futuros, no ayuda en nada (es lo menos que se puede decir) a sacar del pantano, de la hondonada, a quienes constituyen la vida misma y el interés de esos escenarios. 

Por otra parte, el Ministro de Cultura de Francia, Franck Riester, ha exhortado recientemente a dichas instituciones a ponerse en la tesitura de pagar a los artistas sus honorarios, que no es precisamente, ay, la “música” que ejecutan al unísono los teatros en este momento. Como espero fervientemente, todos los demás oficios rudamente puestos a prueba se verán asistidos y se mantendrán con vida: en primer lugar, todas las profesiones vinculadas a la sanidad, muchos de cuyos miembros son mis amigos y, al servicio de todos, cada día ven suceder ante sus ojos (tan acostumbrados al horror) lo que no tiene nombre.

Es verdad que los teatros líricos padecen desde hace años de una rebaja crónica de las subvenciones; es la consecuencia, menos de una desafección del público que todas las noches llena nuestras salas, que de un antiguo desinterés de políticas presupuestarias, tan tristemente llevadas con un criterio de contabilidad que ha llegado a vacilar en lo que es una piedra angular de nuestra sociedad: la salud. Se constatan sus resultados en esta hora de verdad siniestra.

De la misma manera que no es, en mi opinión, el momento de reivindicar algo que no sea ayuda y justicia, por más legítimas que sean a largo plazo dichas reivindicaciones, me parece más que fuera de lugar sentirse tentado a ahorrar en detrimento de las personas a las que nada, nada en absoluto, protege en tal circunstancia… a menos que se considere que no son nada, o, en el mejor de los casos, intercambiables.

Como dije hace poco a uno de nuestros grandes profesores en medicina que me hizo un bonito cumplido: “nosotros los artistas, contrariamente a ustedes, no salvamos vidas”. Y él me respondió: “ustedes nos ayudan a salvarlas gracias al ensueño que nos ofrecen”.

Todo aquello que participa positivamente en la sociedad la transforma y la mejora. Ese es nuestro papel: comunicar lo bello, educar. Desde ese punto de vista no somos accesorios.

Por terminar, en su último discurso el Presidente de la República, Emmanuel Macron, exhortó a nuestros conciudadanos a recuperar valores sencillos, a volver a entrar en contacto con la cultura. De modo concomitante, esos mismos teatros que parecen, al unísono, volver las espaldas a sus artistas, difunden gratuitamente en sus sitios una serie de grabaciones audiovisuales magníficas para llevar un poco de alivio a las poblaciones encarceladas. ¿Qué mejor prueba de que no somos accesorios cuando se nos llama a la cabecera de la angustia? ¡Y qué honor distraer durante unas horas a nuestras hermanas y hermanos que se enfrentan a la adversidad!

Teatros: ¡no maltraten a quienes son la sangre de sus venas: los artistas, aquellos por los que el público llena sus salas viniendo a veces de muy lejos! ¡No descuiden a quienes justifican las subvenciones que los sostienen!

¿Se me permite concluir diciendo que no sé lo que “vale” hoy mi nombre —poco, sin duda— en medio de esta tempestad? Así que me expreso en mi condición de artista lírico que, en treinta años al servicio de nuestros teatros de ópera, ha atravesado las etapas fastas y las vicisitudes de una carrera. Todos los que me conocen saben que, como mis amigos de la escena, doy lo que tengo de mejor en cada uno de mis papeles; dejo en ellos, como mis colegas, mi energía, mi amor, y a menudo hasta a los míos… cuando estoy lejos de casa, mucho de mi vida, un pedazo de mi alma. ¡Es el oficio! Y, como todos ustedes, amo mi oficio.

¿Es a tal punto importante la cultura en nuestras vidas? ¿Y la ópera? Por supuesto que estoy bien convencido de ello; cada uno puede responder a la pregunta con su conciencia y la idea que tiene de lo que debe ser la vida. Pero las mujeres y los hombres que se presentan en escena ante ustedes —unos con el temor de la precariedad en su vientre, otros con una cuerda vocal hinchada, en la incertidumbre más absoluta cuando tienen que dejar oír su voz dañada al público, otros después de una separación, de la muerte de un ser querido—, esas mujeres y esos hombres nos ofrecen no solo su arte, tan exigente en trabajo y sacrificio, sino también su personalidad única: la que da color a nuestras sociedades desencantas. Les deseo a cada uno que tengan, como yo, la incomparable suerte de frecuentarlos.

Hay que salvar el oficio, hay que salvar a quienes llevan la luz a la escena; sin ellos las bujías se extinguirán suavemente.

En nombre de todo lo anterior, y de mis colegas a quienes quiero y admiro, les solicito que comprendan y estimen en su justo valor los motivos de este grito de alarma, que no debe convertirse en un canto del cisne… por todos nosotros, por las generaciones venideras.

Mozart, sin la garganta experimentada que le sirve o el músico que lo ilumina, muere definitivamente, y los teatros líricos que no sostienen a sus mejores defensores, los artistas, terminan de remachar el último clavo en su féretro… al mismo tiempo que cavan su propia tumba. Pido perdón, por anticipado, al crecido número de personas que sufren cruelmente en este momento, por tener que utilizar esta metáfora. Pero es preciso que la incomprensión mutua cese para que, solidarios, nos salvemos juntos.

Les abrazo, y les deseo de todo corazón disciplina y coraje.

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