Áurea Maya: “Hacia una nueva historia de la ópera en México”

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En ocasiones, los compositores que integran la historia de la música, sus obras o el patrimonio musical de los países donde nacieron o crearon, son de un tamaño directamente proporcional al de los musicólogos que hablan de ellos.

El arte musical tiene valores intrínsecos que pueden llegar directamente al público, desde luego; pero, sin comentarios al margen, sin puntos de vista, críticas, investigaciones que lo conserven, cataloguen y difundan, sería en cierto modo un ejercicio sonoro autista propenso a la pérdida, el desprecio o el olvido. De ahí la relevancia de la musicología.

Aunque en México hay un significativo listado de nombres —incluso de libros y diversos recursos hemerográficos— que documentan, reflexionan o investigan sobre nuestra historia musical, son pocos los que gozan del prestigio de la rigurosidad metodológica, ya no se diga de una pluma educada y clara, como la de Áurea Amparo Maya Alcántara, quien el pasado 11 de febrero se tituló como doctora en Historia del Arte por la Universidad Nacional Autónoma de México, con la tesis titulada La producción de ópera italiana en México durante la primera mitad del siglo XIX.

Se trata de un meticuloso trabajo de investigación, con abundancia y solidez de fuentes, en el que a lo largo de 409 páginas la doctora Maya documenta la labor de tres de las principales compañías operísticas de repertorio italiano que se presentaron en México durante el ajetreado y convulso siglo XIX; y no sólo eso, sino que expone la relevancia del género lírico en el ámbito sociopolítico nacional de aquella época y cómo contribuyó éste a configurar el modelo y los simbolismos de lo que podría describirse, no sin ciertas dosis reduccionistas de pretensión y miopía, como alta cultura mexicana.

Sobre estos y diversos temas adyacentes, la doctora Áurea Maya conversó en exclusiva para los lectores de Pro Ópera.

¿Cómo surge tu interés por la música en la vertiente de la investigación y su estudio histórico?

Fue una afortunada coincidencia. Estudiaba Historia del Arte en la Universidad Iberoamericana y, al mismo tiempo, el propedéutico en canto en la entonces Escuela Nacional de Música de la UNAM. Quería ser cantante de ópera pero me di cuenta de que mi voz no era suficiente para llegar a los escenarios y entonces decidí estudiar ópera, pero la mexicana, la de mi país; y comencé con Melesio Morales, que fue el tema de mi tesis de licenciatura. Después, tuve la oportunidad de realizar el servicio social en el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Musical (Cenidim) y, al término de éste, me contrataron como investigadora. Ahí empezó mi carrera en la investigación musical.

¿Con qué credenciales académicas debería contar un musicólogo? ¿Quién puede serlo? ¿Quién lo ha sido? ¿Quién debería serlo?

Desde mi punto de vista, debe ser una conjunción: conocimientos musicales de la mano de una formación histórica para poder aplicar el mayor rigor metodológico posible; de lo contrario, se puede caer en serios problemas para la interpretación de las fuentes; es decir, en mostrar una historia que no se acerque a lo que en realidad sucedió o a una interpretación parcial de los hechos y de las obras musicales.

En México muchos lo han sido, incluso músicos aficionados o melómanos que algunas veces, sin proponérselo, han mostrado una visión equivocada de la historia de la música en México, pues no hacen un seguimiento puntual de los documentos disponibles, musicales o extramusicales, pero que tuvieron incidencia en la producción musical.

Desde tu punto de partida, ¿consideras que México ha contado en sus diversos periodos históricos con los musicólogos necesarios y a la altura de la producción musical del país, de sus compositores y obras?

En nuestro país hacen falta musicólogos. Tan solo comencemos con la perspectiva de estudiar musicología: son pocas las instituciones que cuentan con estudios de licenciatura en el área, ya no digamos de posgrado. Tan sólo en el Cenidim, mi casa de trabajo por más de 25 años, somos alrededor de 35 académicos —contando a los técnicos académicos—, para abarcar toda la historia de la música que se ha dado en México —no sólo la producida por mexicanos—, desde el periodo prehispánico hasta nuestros días, en todas sus vertientes, tanto para la música culta como la popular.

Y en universidades como la Facultad de Música de la UNAM, la investigación se combina con la labor docente. Sin duda, somos muy pocos para tan amplia tarea. El día que tengamos las obras completas de nuestros compositores mexicanos, no solo del XIX, vamos a poder hacer una valoración más precisa del fenómeno musical en México. Con seis o siete óperas del periodo que hemos podido escuchar en distintos momentos —porque grabadas sólo hay unas cuantas, entre ellas Ildegonda de Melesio Morales y Matilde de Julián Carrillo—, nos podemos acercar a una interpretación más completa de la producción musical en México, pero siempre será sesgada si no conocemos la totalidad de nuestro patrimonio musical.

¿Qué te atrajo a investigar la producción de ópera italiana en el México del siglo XIX, al grado de ser el tema elegido para tu tesis doctoral?

Estudié primero a Melesio Morales, a partir del trabajo de rescate de Ildegonda, y después a Cenobio Paniagua, con la catalogación de su obra musical. Eso me introdujo en el mundo de la ópera del XIX. La factura de las obras de estos compositores me invitó a profundizar en el estudio de esa generación de músicos mexicanos.

Cuando ingresé al doctorado en Historia del Arte, mi intención fue estudiar la obra de Miguel Meneses, otro gran operista del periodo. Uno de mis tutores, el doctor Miguel Soto Estrada, me señaló la necesidad de consultar los distintos archivos de la Ciudad de México, pero desde una perspectiva más amplia, no sólo las cuestiones musicales. ¡Cuál fue mi sorpresa cuando me encontré con una serie de expedientes de carácter histórico que documentaban el quehacer operístico de la primera mitad del XIX! Tenía un valioso corpus que daba noticias sobre la producción operística producida por el Estado mexicano. Cambié de tema y me dediqué a complementar la información que había recopilado hasta ese momento.

¿Cuáles fueron los principales retos de tu investigación?

Fueron innumerables. Menciono dos principales: primero, establecer un discurso articulado a partir del corpus documental. Ser capaz de articular las redes culturales, económicas y políticas que se derivaron de la información obtenida, que eran totalmente nuevas para la historiografía musical mexicana. Tenía en mis manos contratos de cantantes de ópera, estados contables de las compañías, inventarios de las mismas, además de numerosos expedientes que revelaban los problemas que en torno a la producción de ópera enfrentaron los mexicanos que gobernaron la primera mitad del XIX. Segundo, y tal vez el principal reto, tener la tranquilidad suficiente para lograr plasmarlos en un texto escrito.

Según consignas en tu tesis, la producción de ópera durante el siglo XIX fue considerada por las cúpulas políticas mexicanas como un parámetro del grado de civilización que podía alcanzarse en el país. ¿Cuál es tu perspectiva al respecto? ¿No te parece una mirada un tanto artecentrista y cupular en detrimento de otros apartados de la vida sociocultural de México que nutren el acontecer humanista y político de la gente y sus necesidades?

Tengo varias consideraciones al respecto. Primero, mi tesis fue en Historia del Arte. Había que demostrar cómo, a partir de una manifestación artística, se revelaban aspectos desconocidos para la historia; tenía que abordar perspectivas diferentes por las habitualmente tratadas por la historiografía. Segundo, la configuración de México como nación independiente fue, sin duda, más allá de una vida artística.

Lucas Alamán, uno de los artífices de lo que yo he llamado un proyecto cultural de nación en el XIX, tenía conciencia de ello y no se limitó sólo a la ópera —otro de sus grandes proyectos fue el Banco del Avío, para fomento de la industria del país—, sino que abarcó más allá —y eso demuestra la visión de país que buscaba— y se sirvió de la ópera precisamente para impactar la vida sociocultural de ese momento, pues a través de la ópera se leía a los grandes autores como Víctor Hugo, Lord Byron, Friedrich Schiller o William Shakespeare y, a la vez, se exaltaron cánones de moda y comportamiento (recordemos las narraciones de Antonio García Cubas y otros escritores que nos cuentan sobre la asidua asistencia de la élite a los palcos que incluso ya estaban apartados durante la temporada completa).

El teatro también sirvió de escaparate político (Alamán, cuenta el periódico, y seguro igual lo hicieron Santa Anna, Gómez Farías, Gómez Pedraza y Payno, se paseaban por los palcos, y seguro no sólo saludando a sus amigos). Lo sorprendente de todo esto radica en que la ópera es precisamente uno de los parámetros para demostrar que éramos “civilizados”. No lo calificaría como “artecentrista”, sino más bien diría que el arte es uno de los focos para estudiar la vida sociocultural del país en este momento.

¿Por qué precisamente el género operístico podía producir esos alardes civilizatorios en un país que durante el siglo XIX tuvo tanta inestabilidad sociopolítica, con dos imperios, invasiones extranjeras, pérdidas de territorio y demás cambios y turbulencias en las esferas políticas mexicanas?

Porque sólo se necesitaba dinero para traerla y eso, como lo he demostrado en mi tesis, no era problema. Formar cantantes, intérpretes, compositores, pintores, escultores y literatos implicaba un tiempo prolongado de instrucción; algunas veces más de 10 o 15 años. Pero traer una compañía de Europa era casi inmediato: menos de un año, que fue el tiempo que tardó Cayetano de Paris para viajar a Italia y contratar a Filippo Galli y los demás cantantes junto con el attrezzo, materiales musicales e incluso pianos, como lo señalo en mi tesis.

En tu tesis estudias con detalle tres compañías que tuvieron actividad durante el siglo XIX (la del Teatro Principal —conocida como Compañía de Filippo Galli—, la de Roca-Castellan y la de Felicita Vestvali). En conjunto, se mantuvieron activas sólo durante 12 años, dos de ellas con financiamiento público y una con recursos propios. De lo que llamas “comportamiento habitual” en el funcionamiento de las mismas, la pregunta es: “¿Por qué tenían una vida tan corta? ¿Qué era lo apreciable de ellas y qué les faltó para subsistir en su modelo operativo?

La Compañía del Teatro Principal no tuvo una vida tan corta: tuvo permanencia de siete años, de 1832 a 1838 (aunque comenzó su organización desde 1830), antes de que el gobierno la cancelara. Es decir, abarcó casi la década completa. Pero dices bien: tal vez es la compañía más longeva que actuó en la Ciudad de México durante este periodo.

La onerosa inversión que conllevó mantenerla —algunos dirían que el elevado gasto— fue una de las causas de que compañías posteriores prefirieran trabajar por periodos cortos. Digamos que la tasa de retorno fue casi inviable y los distintos cambios de gobierno no permitieron que un grupo de personas conservara el control de ese sector. Creo que ésa es otra de las razones de que la mayoría de las empresas tuvieran una corta duración. Era mejor cambiar de administración, y por tanto de elencos, para poder intervenir en ellas, en cualquier momento.

En 1833, Eduardo Gorostiza intentó que fuera un modelo rentable con la propia compañía del gobierno. Propuso una serie de reformas que implicaron una mejor administración de los gastos, así como un aumento de los precios de las entradas; sin embargo, no lo consiguió, pues fue nombrado representante del gobierno en Estados Unidos y dejó la empresa en manos de Joaquín Patiño, quien no resultó muy eficiente en el control de las finanzas; los registros contables de esta etapa se vuelven confusos e incluso dejan de realizarse.

El sostenimiento de una agrupación de este tipo, tanto en el siglo XIX como ahora, implica una inversión cuantiosa y requiere de otros ingresos, además de las entradas. Lo apreciable de estas compañías es difícil de señalar desde una perspectiva estética. Esa ha sido una pregunta de los estudiosos de todos los tiempos: ¿cómo habrá escuchado Beethoven sus obras? Igual aplica para la ópera decimonónica; sin embargo, a través de la documentación existente podemos inferir que el nivel artístico no era menor, pues las producciones implicaban la elaboración de vestuarios muy detallados; desde el vestido o el traje masculino hasta tocados especiales, zapatos, cinturones, además de utilería hecha especialmente para algunos títulos, así como el diseño de telones, además de la interpretación y la conciencia del trazo escénico, pues el papel que se le daba al director de escena lo refleja.

Los inventarios de las dos compañías que estudié nos muestran una preocupación por una puesta en escena que cumpliera con cierto nivel artístico, además de una gran variedad de títulos. De las 52 semanas del año, he podido documentar entre 30 y 40 semanas de funciones, con un promedio de dos o tres a la semana, lo que nos habla de 120 funciones con 20 a 25 títulos diferentes.

Si la producción de ópera podía considerarse un termómetro de civilización, ¿por qué el Estado —en ocasiones, más bien, gobernantes o funcionarios— tenía que financiar un arte de las arcas públicas, a veces de “partidas secretas”, pese a las pérdidas que reportaba esa actividad lírica? ¿Qué era necesario para evitar la fragilidad o la necesidad de proteger a la ópera en México?

La intención de este grupo de políticos mexicanos fue mostrar que el país caminaba hacia lo que en ese momento consideraban el modelo principal a seguir: Europa. Se buscaba emular a esos países tanto en lo económico como en lo político, lo social y lo cultural.

Algunas pequeñas notas periodísticas lo señalaban: el gobierno no debía ocuparse de la ópera, teniendo tantos problemas que resolver, tan sólo en lo económico. La pobreza se observaba a cada momento. Por ejemplo, Fanny Calderón de la Barca escribió sobre la gran cantidad de léperos que había en la ciudad. ¿Cómo explicar, entonces, un desembolso tan elevado para financiar un espectáculo destinado sólo a un pequeño sector de la sociedad?

Durante varios periodos legislativos se autorizó una partida de 20 mil pesos anuales para “fomento del teatro”; sin embargo, esa cantidad no fue suficiente. Se necesitó, al menos, el triple, de ahí que saliera de la partida de gastos secretos. Sin embargo, estamos perdiendo de vista que no sólo era un espectáculo para la élite. La influencia que la ópera representó fue más allá. Cito dos ejemplos: los fragmentos de varias óperas se escuchaban en las plazas públicas, en arreglos para bandas y otros grupos instrumentales. Personas de todos los sectores sociales silbaban las melodías.

La ópera se volvió una cuestión aspiracional. En tiempos de la invasión estadounidense, entre 1846 y 1848, los soldados yanquis asistieron al teatro del brazo de mujeres mexicanas. Fue tal el escándalo que provocaron —pues no sabían cómo comportarse en el teatro—, que fue necesario emitir un reglamento que indicaba cómo debían actuar: detalles como que los hombres no debían posar sus botas sobre los barandales de los balcones del teatro, y que las mujeres debían ir con el rebozo cubriéndoles la cabeza. La ópera, más que cualquier otro arte, se volvió un elemento importante en la configuración simbólica del país.

En tu óptica, ¿ha cambiado en algo esa fragilidad en la producción operística en el México contemporáneo?

Aquí habría que señalar dos aspectos. Primero, la creación de óperas de parte de compositores mexicanos: un fenómeno que es abundante en la producción musical del México contemporáneo, al menos hasta el año 2000, que es el que he estudiado. Tenemos una gran cantidad de títulos que siguen en espera de sus puestas en escena.

Por otro lado, tenemos el caso de la producción operística. Sigue siendo un espectáculo muy caro que sigue requiriendo de la asistencia del Estado o de abrir mecanismos de financiamiento, como lo hacen el MET o Covent Garden. El problema aquí no es el financiamiento público, sino cómo abordarlo. Deben establecerse políticas culturales, ésa es la cuestión principal. Alamán y Payno lo tenían muy claro: incluso cuando se apoya a la ópera de compositores mexicanos en el siglo XIX.

¿Hoy lo tenemos claro? En las programaciones de las temporadas de ópera, ¿se piensa en la ópera decimonónica o de otros periodos? Y aquí varios argumentarán que no existen las partituras. Tienen razón, pero entonces, ¿por qué no ocuparse de ello? Se podrían formar grupos interdisciplinarios para realizar rescates de obras de autores mexicanos. Que al menos cada tres años, por ejemplo, se fije el objetivo de representar un título. Poco a poco, conoceríamos nuestro repertorio operístico y, por tanto, revelaríamos lo que hemos sido en ese ámbito. Sin duda eso rompería con la fragilidad que existe en la ópera en México.

En la actualidad suele decirse que es inexacto que la ópera haya sido, en general —y México no era la excepción—, sólo para las élites económicas o sociopolíticas. De acuerdo a la realidad socio-laboral mexicana en el siglo XIX, los costos de los boletos para las funciones líricas —de lo que también te ocupas en tu tesis—, y de la capacidad misma de los teatros, ¿quiénes acudían a la ópera? ¿Para quién se hacía ópera en nuestro país?

A la ópera acudía la élite, la clase dominante de la sociedad mexicana, así como también un sector de la clase media. Los boletos no eran baratos y además se pagaban con moneda de plata: un aspecto nunca señalado por la historiografía. La posibilidad de que las clases populares asistieran a la ópera, al menos para la primera mitad del siglo XIX, era mínima. La idea surgió de Ignacio Manuel Altamirano, en la década de 1860, con el objetivo de remarcar la presencia del pueblo en las actividades importantes del país, como lo era la ópera.

Como he señalado antes, la ópera se hacía para la élite, pero de varias maneras llegaba a los estratos populares a través de la música en las plazas públicas. Y de esa manera, la ópera misma abarcó todos los sectores sociales, pero en el teatro, sólo un 4% de la población, si tomamos en cuenta la capacidad del Teatro Nacional en relación con el total que habitaba la Ciudad de México en ese entonces.

Ante las pérdidas financieras que en mayor o menor medida han enfrentado los gobiernos mexicanos a lo largo de su historia en su afán de contar con producciones operísticas y cobijarse bajo el resplandor de una imagen artística y civilizatoria, cultural, en suma, ¿cómo conciliar ese déficit frente a la sociedad que no se siente atraída por el género o no a ese precio? ¿Cómo justificar que no existe una suerte de Fobaproa operístico a lo largo de la historia del México independiente?

La ópera, más que una diversión, era un espectáculo que sirvió para muchos fines, no sólo para entretener a las élites. Abarcó, como señalas, lo cultural, no sólo lo musical (y eso me parece, para los que amamos la ópera, de lo más sorprendente del asunto).

La rendición de cuentas es un asunto contemporáneo que no podemos pedirle al siglo XIX mexicano. Ellos concibieron su proyecto cultural de nación basándose, en primer lugar, en la ópera. La creación mexicana —en casi todos los rubros— hubo de esperar décadas, de forma más evidente hasta la segunda mitad del siglo. Hoy hay algunas personas que asisten a la ópera por una cuestión de status; en ese tiempo, también. Hay crónicas que señalan la parafernalia que implicaba ir a la ópera en tiempos de Santa Anna, y contrastes como la sobriedad de la presidencia de Manuel Gómez Pedraza. Me da la impresión de que algunas veces era lo de menos asistir a un título específico: lo importante era asistir. Había que “ser visto”. Era esencial para pertenecer.

Tu tesis tiene la calidad meritoria para transformarse en un libro de próxima publicación, según se anunció en tu examen doctoral. ¿Cuáles son las mayores satisfacciones e inquietudes intelectuales que te ha dejado este trabajo?

La mayor satisfacción es haberla terminado, pues hubo momentos en que me encontraba perdida por la gran cantidad de información que había encontrado. Debía ordenarla y revisar lo que ya se había registrado por la historiografía de la música mexicana y lo que no (que era la mayor parte). Ante mis ojos se revelaba una perspectiva nunca antes abordada y de ahí se deriva ahora una gran inquietud. Me ha dejado un cúmulo de dudas con respecto a la historia de la ópera que poseemos.

Si tan sólo de tres casos de compañías —la llamada Galli (que me niego a que se siga nombrando así, pues el célebre cantante recibía un sueldo por parte del gobierno mexicano, primero como cantante y luego como director de escena) que se organizó y actuó entre 1830 y 1838; la que le siguió, la Roca-Castellán, de 1841 a 1843; y después doy un salto, hasta la Roncari-Vestvali, que actuó entre 1855 y 1857— hubo tantos datos que desconocíamos, es necesario revisar a fondo las otras siete compañías que hay entre 1843 y 1855. Y por supuesto, la segunda mitad del XIX. Es necesario ir hacia una nueva historia de la ópera en México. La visión que tenemos es parcial, a juzgar por los tres casos que he estudiado. Es la ardua pero atrayente tarea que me queda por hacer.

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