Insignias de libertad: Louis van Beethoven

Beethoven en tres tiempos

Al profesor Fernando Hermida Ochoa,
un perfecto beethoveniano

2020 era el año destinado a festejar al compositor Ludwig van Beethoven, por su 250 aniversario. Era. En pasado, pues el mundo entero tuvo que ocuparse, como prioridad, de una emergencia sanitaria cuyos estragos, dos años después, se sortean pero todavía no terminan. Múltiples celebraciones, homenajes o productos culturales fueron cancelados, se pospusieron o pasaron desapercibidos.

Entre esas conmemoraciones al genio de Bonn que no tuvieron tantos reflectores, como los que acaso merecían por su calidad estética, puede encontrarse el estreno de la película Louis van Beethoven del cineasta alemán Niki Stein. 

Se trata de una exquisita biopic que combina en pantalla trazos de tres etapas del compositor: su infancia en Bonn (1779); su adolescencia en Bonn y su primer viaje a Viena (1787); y su último verano, vivido ya completamente sordo en la casa de su hermano menor, Nikolaus Johann (Cornelius Obonya), en Gneixendorf (1826) con su sobrino Karl (Peter Lewis Preston) a su servicio, casi por completo. 

Por fortuna, esta obra —que cuenta también con guion de Stein— en la actualidad puede disfrutarse (compra o renta) en diversos servicios de streaming; o, mejor aún, adquirirse en formato físico (DVD) en tiendas online como Amazon. Originalmente está hablada en alemán, pero es posible encontrarla doblada o con subtítulos en castellano.

El niño prodigio

Una pauta para deleitarse con esta película biográfica sobre uno de los más grandes y famosos compositores de la historia, tal vez consista en asumir lo que no es y descartar esas expectativas. Por ejemplo, entender que Louis van Beethoven no es un compendio de datos, fechas o anécdotas sobre el personaje o sus obras. No es, tampoco, un recuento cronológico exacto de lo que, más o menos, ya se conoce o da por hecho sobre un músico genial, huraño y desaliñado, al cabo sordo, solitario y enfermo, como parte de los múltiples golpes que le infringió el destino, lo que sin discusión impregna su catálogo musical. 

Ni siquiera es, por necesidad, una investigación dirigida a descubrir secretos o pasajes poco alumbrados de su trayectoria ni menos aún se trata de la simple recreación de los momentos estelares de su existencia, musicalizados con sus notas más emblemáticas y arraigadas en el oído del público.

No. Nada de eso, que puede encontrarse en la literatura documental, en abordajes cinematográficos previos o, incluso, en el imaginario colectivo que proyecta a Beethoven como una potencia creativa de primer rango en la cultura occidental. Más bien, lo que distingue a Louis van Beethoven (Louis, como llamaban de pequeño a Ludwig; un intérprete y compositor no sólo en ciernes, sino bajo un contexto musical y socialmente marcado por la influencia francesa) es su capacidad para tejer con detalle escenas significativas para admirar su trasmutación desde los márgenes clásicos hasta un romanticismo pleno y avasallante que destroza los moldes cortesanos de muchos de sus colegas en la historia musical.

Ello significa romper corsés y convenciones, no sólo del ámbito técnico de la composición —lo que habría de alumbrar obras inusitadas en su propuesta armónica, en su disonancia, en su sinceridad emocional—, sino del protocolo y los rituales de una sociedad que relegaba el quehacer musical al mero entretenimiento, al menosprecio laboral o, peor aún, al lacayismo más abyecto.

El joven que compone sonatas y conciertos

Esas estampas que elige Niki Stein para poner en escena resultan fascinantes por el significado interior que cobran en Beethoven. El espectador, por ejemplo, mira en la pantalla al pequeño Louis (Colin Pütz) descubrir estupefacto tres voces en una fuga de Johann Sebastian Bach, músico que le es presentado a través del clavecín por su maestro Christian Gottlob Neefe (Ulrich Noethen). 

O lo observa con el impacto y la admiración en el rostro ante el ácido, irreverente e iconoclasta actor Tobias Pfeiffer (Sabin Tambrea), inquilino efímero de su edificio, que lo mismo le echa en cara a la poderosa nobleza Una declaración de los representantes de los Estados Unidos de América, reunidos en Congreso General, que leautoriza” a Beethoven rasgar los venerables principios armónicos de Jean Philippe Rameau, sin importar si no les gusta o incluso si molesta a sus maestros, a su Alteza Serenísima el Príncipe Elector o al mismísimo Rameau.

Con ese influjo de Pfeiffer, e igual con su propio espíritu humanista sublimado por los aires europeos que derivarían en la Revolución Francesa, Louis fecunda su idealismo libertario, de justicia, de igualdad de derechos entre los hombres.

Es el Ludwig van Beethoven maduro y sordo (Tobias Moretti) quien tiene esos flashbacks a su infancia y adolescencia —también habitada por Magdalena (Tatiana Nekrasov), su enfermiza madre y Johann (Ronald Kukulies), su padre irresponsable y alcohólico—, a partir de una carta recibida con la firma de Eleonore von Breuning (Cloé HeinrichCaroline Hellwig), antigua alumna y enamorada que, si bien no fue la amada inmortal, sí es un personaje que ilustra el desprecio sufrido por Beethoven. 

Helene von Breuning (Silke Bodenbender), la madre de Eleonor, lo apoyaba pero no estaba dispuesta a que rondara a su hija en el terreno amoroso dado su oficio de músico y por tanto su presumible inferioridad socioeconómica. A esa especie de benevolencia combinada con desprecio, Ludwig van Beethoven tenía algo no menor que oponer: su desenfrenado talento.

La película de Stein muestra a ese Beethoven adolescente (Anselm Bresgott) —que no paraba de sufrir pérdidas: hermanos, su madre o las obligaciones de su padre—, en otros tres momentos impactantes para su formación creativa. 

El (supuesto) encuentro con Mozart

El primero, cuando descubre la poesía de Johann Wolfgang von Goethe, en la voz de Susanne Neefe (Gabriela Lindl); el segundo, cuando apunta los versos de Friedrich Schiller (desde ese instante pensó en música para el Himno a la alegría); y, el tercero, su encuentro en mayo de 1787, en Viena, con el ya legendario Wolfgang Amadeus Mozart (Manuel Rubey), en pleno proceso de elaboración de su Don Giovanni.

En este punto, es relevante subrayar que Stein configura un argumento con solidez histórica pero, en su propuesta casi ensayística para abordar las fuerzas interiores de Beethoven, no prescinde de un puñado de licencias que abonan a la construcción de la trama. 

Es posible encontrar alguna suposición exploratoria (el respeto musical o artístico a determinados personajes), cierta consentida imprecisión (en el funeral de la madre de Beethoven, en 1787, Neefe aborda un fragmento de Die Zauberflöte, que no habría de estrenarse hasta 1791), pero no se trata de inconsistencias argumentales o históricas, especulaciones descabelladas, provocaciones ni mucho menos de traiciones a las biografías oficialmente consensuadas del músico o a su entorno, sino justo de la posibilidad de conciliar para un óptimo funcionamiento dramático todos los elementos involucrados en una película que si no es de abierta ficción, tampoco es un documental ni un reportaje histórico.

Es así como ocurre el encuentro de Beethoven con Mozart, del que en la vida real poco puede probarse, más allá de su brevedad, debido a que Ludwig tuvo que regresar pronto a Bonn ante la enfermedad agravada de su madre. En cambio, en Louis van Beethoven, esta reunión entre dos titanes de la música en diferentes momentos de sus trayectorias personales resulta un atractivo agasajo para el espectador melómano.

Lo es por los diálogos técnico-estéticos (¿legato o staccato?), los egos contrastantes, las referencias al entorno creativo de una obra monumental como Don Giovanni, con apariciones del poeta y libretista —desdentado, pero gran Casanova— Lorenzo Da Ponte (Claudio Caiolo) o la mítica Konstanze Mozart (Lisa Fertner). O por las posturas y reflexiones —o genuflexiones— de los oficiantes musicales frente al poder. O, claro, por el punto de gravitación frente a la conquista de la libertad como insignia del oficio artístico de la composición, que las deudas del mundo cotidiano, así como las facturas por pagar, siempre comprometen severamente.

El sordo que compone sinfonías

Las actuaciones del reparto, en general, son muy solventes y bien dirigidas. Todo el engranaje funciona de manera armónica, aun si algunas interpretaciones como las de Pütz, Moretti o Rubey llegan a destacar entre la demás.

En muchos sentidos incomprendido —y no obstante orgulloso y seguro de que príncipes y nobles siempre habrán muchos, pero sólo habría un Beethoven—, el Ludwig de Gneixendorf, que trabaja en la composición de sus últimos cuartetos de cuerda, se pregunta si ahora —en esa madurez próxima a la muerte— los músicos pueden vivir y ser tan bien pagados por componer frivolidades. Se lo cuestiona, mientras uno de sus contactos editoriales le muestra al pianoforte el nuevo y exitoso vals de Johann Strauss.

Eso es algo en lo que también se particulariza Louis van Beethoven entre las biopics musicales. Si bien durante la película pueden resonar obras como la Grosse Fuge, el Himno a la alegría, alguna sonata o un cuarteto de la etapa juvenil, hay mucha más música perteneciente a otros compositores, pues eran obras y autores que hicieron reaccionar el pensamiento y las apuestas estéticas de Beethoven: Johann Sebastian Bach, Christian Gottlob Neefe, Wolfgang Amadeus Mozart, Georg Philipp Telemann, Joseph Haydn o Johann Strauss.

Por lo mencionado, es claro que un espectador melómano y, mejor aún, uno familiarizado con la biografía exterior de Beethoven es el público idóneo para disfrutar de esta película de Niki Stein, director que se aproxima respetuoso y diligente a un personaje todavía fascinante y potente a 250 (+1) años de su nacimiento.

Pero, de todas maneras, el público en general puede encontrar gran interés en esta biografía cinematográfica que enfoca a una figura capital de la cultura en la búsqueda y consolidación de insignias de libertad a través de la música. En esa cúspide sonora es donde ahora ondean sus banderas.

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