
Tríptico mexicano en Acatlán

Alejandro Luévanos (Gonzalo Guerrero) en Marinero
Agosto 24, 2025. En un arte cuyo repertorio principal lo conforman obras decimonónicas y de siglos precedentes, no es común asistir a una función de ópera en la que su compositor y su libretista estén presentes en el teatro. Menos aún si se trata de un estreno mexicano que lleva a la escena lírica tres títulos con personajes cuya relación con nuestro país marca su entraña musical y dramática.
Así ocurrió el domingo 24 de agosto, al mediodía, en el Teatro Javier Barrios Sierra del Centro Cultural Acatlán de la UNAM, en el Estado de México, cuando se presentó el Tríptico mexicano, integrado por las micro óperas Marinero, Café Habana y Nueve estrellas, que cuentan con música de Rodrigo Macías y libreto de Oswaldo Martín del Campo.
Escuchar la travesía sonora del compositor y la ruta de hilvanado literario de viva voz de los autores, antes de la representación, para el público significó la oportunidad de aquilatar de cerca un trabajo creativo que, en este caso, atravesó casi una década de labor conjunta.
Este estreno fue parte de la programación del Primer Festival de Ópera de la Ciudad de México, que se celebra del 7 al 30 de agosto también en sedes como el Centro Cultural del Bosque y el Centro Cultural Ollin Yoliztli.
Y se escribe en las páginas de la historia lírica mexicana como la primera incursión de Macías y Martín del Campo en el género. Como autores, desde luego, pues son conocidas las destacadas trayectorias que tienen dentro de este arte, pero como director de orquesta en el primer caso; y como director de escena, cantante y docente, en el segundo.
Marinero, Café Habana y Nueve Estrellas son estampas de instantes decisivos de las vidas del marino, arcabucero y explorador español Gonzalo Guerrero (1470-1536), el joven abogado y a la postre revolucionario cubano Fidel Castro (1926-2016) y la escritora, periodista y diplomática mexicana Rosario Castellanos (1925-1974).
Por su brevedad relampagueante, estas piezas son casi fotografías con música y canto. Escenas TikTok —desde luego con seriedad y aspiración estética—, que no contextualizan, necesariamente, sino que muestran un momento crítico de sus protagonistas, que no aspiran a la larga vía de los doce rounds, sino al nocaut.
La música de Rodrigo Macías, también titular artístico de la Orquesta Sinfónica del Estado de México (OSEM), permite que el canto fluya, con la poesía y reflexión que emana de las palabras del libreto de Martín del Campo.
Marinero es, de hecho, una introspección cósmica consciente de dos universos y sus respectivas culturas. Pero, sobre todo, es la muestra de que se tiene decidido de qué lado se estará en la batalla.
Gonzalo Guerrero (el tenor Alejandro Luévanos), explorador español que encalla en Yucatán, se ha asimilado a la vida maya y le importa menos de dónde viene, que a dónde quiere llegar y lo que se dispone a defender. Ese instante en que lo prehispánico habrá de convertirse más adelante en lo colonial, es excitado por una sonoridad fragorosa que estimula un canto bélico. El del padre del mestizaje. En el tejido musical —piano (Eduardo Vera), clarinete (Miguel Navarrete), percusión (Iván Manzanilla)— se vislumbra melodía, aunque no asoma todo el tiempo, como sí lo hace la Luna que atestigua la reflexión. Hay pulso vital, cierto ritmo. Más aún cuando se escucha la percusión de la membrana que brinda raíz patria al entorno y al protagonista que luce taparrabo y penacho.

Alejandro Paz Lasso (Fidel Castro) en Café Habana
Café Habana tiene algo de comedia de situación. El joven Fidel Castro (el barítono Alejandro Paz Lasso) se impacienta por el retraso de su compañero Ernesto Che Guevara, con quien hará la Revolución Cubana. La tardanza le irrita tanto como un café que no es de su agrado y que desea devolver al atareado mesero (el figurante David Molina). Dentro de la mítica cafetería, que en la actualidad forma parte de cualquier tour con sazón literario-sociopolítico por el centro de la Ciudad de México, Castro desenrolla parte de sus ideales sobre la mesita en la que le dan servicio, con el pie arriba de la silla que debería ocupar su impuntual camarada. Fuera (a través de proyecciones al fondo de la escena), los automóviles, la gente, transitan, indiferentes al futuro y a los intereses del ambicioso revolucionario. Le agrada la acogida que ha tenido en México. Se siente importante y necesario al visualizar su presente, y lo que le hace falta a Cuba.
Aunque el espectador no lo verá en Café Habana, el tiempo en retrospectiva crea el irónico efecto comedia: el transformador social convertido en aborrecido dictador. O el descoloque de su estatua, y la de su amigo Che, de una plaza pública de la capital mexicana. Pero ese es otro capítulo. Como podría serlo una variación del célebre pasaje de política exterior foxista: vienes, bebes café y te vas. La música de Macías, más comedida que en el primer inciso, explora color y atmósfera en la dotación orquestal. Algo de ritmo y sensaciones resuenan de aquellos centros de reunión nocturna de la ciudad y de su adscripción latinoamericana. La percusión traza lo que quizá fue baile, un ritmo que se intuye jazzístico. Aunque todo es contenido, adecuado a la estampa escénica que también constriñe un mayor drama para que no se extienda.
Nueve estrellas duplica la duración de los dos primeros títulos. Rebasa los veinte minutos. El compositor y el libretista muestran recursos expresivos que despliegan con mayor soltura. Rosario Castellanos (la mezzosoprano Itzeli Jáuregui) se percibe como un personaje más construido y desarrollado que respira, evoca y genera su propio decir poético y su incontenible dolor. La música le permite transitar de una estrella a otra, por sus estados de ánimo. La sonoridad emerge, muta y acompaña a Rosario. Le espera la muerte en el cuarto de baño, sola. Pero están con ella sus recuerdos, su reflejo al Espejo (la soprano Sofía Ramírez), los anhelos íntimos arropados, ahora vacíos como los marcos de fotografías que penden por su estancia.
Son nueve estrellas. Con la novena llegará la oscuridad a la tina de baño. El terror inquietante de lo desconocido, de lo apacible y de la inmovilidad, que ya anuncia la parpadeante luz del foco. Es una cuenta regresiva tensa para Rosario y para el público, que se alarga —lo que permite el lirismo del canto—, como el conteo de la canción Freddy viene por ti. Y sí, algo va por Rosario y así termina el Tríptico mexicano.
Los tres solistas cumplieron con actuaciones comprometidas y solventes no solo en su aspecto músico vocal, sino también en el reto de mantener sus micro óperas con la tensión y credibilidad necesarias. Contaron además con la dirección musical —emocionante y conocedora como correspondía—, de Rodrigo Macías, que como compositor fungió también como un guía.
Alejandro Luévanos aportó un canto robusto y visceral, con un timbre crucial que resonó con la fiereza de su lucha inminente. Alejandro Paz Lasso dotó al joven Fidel Castro de una energía inquieta, y no obstante un acento cubano a pulir, alternó su expresión baritonal entre la ironía juvenil y la vehemencia revolucionaria. Itzeli Jáuregui ofrendó su canto como corazón emotivo del Tríptico mexicano. La calidez y los matices de su voz trazaron emociones y estados de ánimo como conciencia y presagio de su personaje.

Itzeli Jáuregui (Rosario Castellanos) en Nueve estrellas
La dirección de escena y escenografía de los tres títulos correspondió al polifacético doctor Oswaldo Martín del Campo quien, además de su labor en esta producción, una hora antes del estreno presentó en el mismo teatro su novela El sonido en el altar (Libros del Marqués, 2024).
La capacidad de ambientación de Martín del Campo quedó demostrada con pocos —pero contundentes y variados— elementos, tal como lo requerían las situaciones específicas de los personajes. La limpia composición visual, de colores cálidos, acogió un trazo de movimientos apenas necesarios, que no permitió el exceso, y esa propuesta se conjugó con el vestuario, utilería y realización de Frida Chacón, Teresa Cedillo, Dianhe Marín y Alexia Plutón.
La producción general, que contó con la animación digital de Yannic Solís y la operación de proyección de Óscar Tapia, correspondió a Martha Llamas, quien además es alma y organización de este Primer Festival de Ópera de la Ciudad de México, que también ofrece ópera cinema y diversas actividades académicas.
Aun cuando el Tríptico mexicano depurará detalles creativos mínimos, que toda obra solo puede captar y atender a partir de su estreno, o que eventualmente sumará otro título, sería deseable que pronto encuentre la posibilidad de presentar más funciones, en foros distintos. Su formato y aporte estético admiten disfrutables y accesibles encuentros con otros públicos, además del que aplaudió con entusiasmo la función de estreno.
La dupla creativa de Macías y Martín del Campo, audaz y empeñosa, lograron un destello significativo en el quehacer operístico de México. E insuflaron algo de vida a un género por el que ya se verá si vuelven a encaminar sus estrellas. Ojalá que sí reincidan.