?? Puros cuentos de Hoffmann en Bellas Artes
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Diciembre 15, 2019. Una de las obras más emblemáticas del Romanticismo —y que desde luego involucra otras vertientes de ese periodo, como la literaria o la lírica— es sin duda Les contes d’Hoffmann (1881) de Jacques Offenbach (1819-1880), que cuenta con libreto en francés de Jules Barbier (1825-1901) y que retoma para la ficción la vida del poeta Ernst Theodor Amadeus Hoffmann.
Así pues, puede considerarse que se trata de una ópera inconclusa, pero acabada en diversas versiones por manos ajenas, de estreno póstumo, que pone en escena el azote por el amor no correspondido, el consuelo del alcohol, el arte y las musas, y un cierto toque sobrenatural donde la maldad y la rivalidad se personifican para tormento del protagonista. Además, claro, del despliegue vehemente y colorido de su música y canto que transitan por la melancolía y la añoranza, salpimentadas con contrapuntos festivos y fantásticos, de sus personajes.
Para honrar el 200 aniversario del natalicio de Offenbach y como cierre de su Temporada 2019, la Compañía Nacional de Ópera (CNO) programó funciones en el Teatro del Palacio de Bellas Artes los días 8, 10, 15 y 17 de diciembre, suscitando altas expectativas en el público habitual del recinto por presenciarlo, pues, si bien es parte del repertorio infaltable de algunas casas operísticas mundiales, en la mayor casa lírica del país no se presentaba desde hacía décadas.
Para esta oportunidad, la CNO encabezada por Alonso Escalante Mendiola optó por presentar la edición de 2005 revisada por Michael Kaye y Jean Christophe Keck, lo cual fue un buen inicio. No solo porque así representaba el estreno de la versión más reciente de la obra, sino por la congruencia y claridad argumental y dramática que esa edición crítica brinda a las historias y a sus protagonistas.
Sin embargo, cierto halo de decepción se correspondió con esas elevadas expectativas luego de lo presenciado. Al final de la función de estreno, de la que hubo incluso gente que se salió de la sala durante la ejecución de la obra, el director de escena Benjamín Cann recibió algunos abucheos, gritos de insulto y otras muestras de desaprobación a su propuesta. Para el resto de las funciones la irritación y el juicio de escándalo disminuyeron, pero de igual forma lo hicieron el entusiasmo y la apetencia por atestiguar el montaje de este título.
El trazo conceptual de Cann, que previsiblemente generaría polémica como si esta se pretendiera a toda costa para no pasar desapercibida por el público y la prensa, hipersexualizó la mayor parte de las escenas sin una justificación puntual para corresponderla con la trama, el carácter y el ánimo de los personajes, de no por ser la simplista creencia de que todo motor en el ser humano parte de las pulsiones sexuales. Incluso los no humanos, como la autómata Olympia, presentada como una suerte de Frankenstein femenina burdamente ensamblada, con enormes pechos y pezones de silicona al aire, solo se activó al erotizarla o manosearla. ¿Metáfora cortesía del director?
Al margen de atorar la discusión en Sigmund Freud o saltar a la libido como energía psíquica de Carl Gustav Jung, puede decirse que poner a múltiples figurantes a reguetonear una obra en esencia romántica, utilizar la música de Offenbach como pretexto para perreos y arrumacos ordinarios, más que despertar un lado erótico a partir del libreto, centraron su contenido en la lascivia y lo grotesco. Y lo peor es que esas decisiones gratuitas o caprichosas dispersaron el foco de la música, el canto y la escena misma en los momentos más inoportunos: es decir, los líricamente más importantes.
¿Y es que quién puede concentrarse en un discurso dramático, operístico, mientras un poco más abajo, arriba o al lado de los protagonistas, una pareja apetecible, o varias a la vez, se frenetizan sexualmente sin importar si es a ritmo de barcarola o un galope infernal? O sea, el público tratado como voyeur.
Y así, analizar cada escena o la ocurrencia de su trazo (encerrar a Antonia en su rectangular habitación como si hubiese contraído coronavirus mientras su padre, Hoffmann o el Dr. Miracle cantan cómo la miran o la tocan, la sienten desfallecer, un Hoffmann escindido de su musa o con reflejos suicidas) resultó cansado y, en rigor, aburrido. Contrario, por cierto, a lo que convoca Benjamín Cann en su texto del programa de mano, luego de poner la lupa por lo que en su óptica juzga la moralidad y no la legalidad del artista y su obra.
En una mayor variedad visual tampoco contribuyó la escenografía de Jorge Ballina, que, si bien contó con sus acostumbrados movimientos de plataforma para subir y bajar el cuadro escénico, así como con una puntual iluminación de Víctor Zapatero y un logrado vestuario de Mario Marín del Río (aunque una camiseta deportiva rayada utilizada por un figurante creara cierta incógnita sobre su significado), esta vez mostró madera y más madera barnizada, por lo que el delineado de los escenarios o de los muebles incluidos poco cambiaron de principio a fin; uno que no llegaría sino después de pasadas las tres horas de función.
El apartado musical, a cargo del concertador alemán Jonas Alber al frente del Coro (con dirección huésped de Andrea Faidutti) y la Orquesta del Teatro de Bellas Artes, funcionó mejor y, de hecho, concretó uno de los dos puntos más apreciables de las funciones. El volumen, el control del ritmo y los colores sonoros, así como el balance y el cuidado vocal de los solistas quedó como una satisfactoria carta de presentación.
El otro punto en lo alto de esta producción fue la presencia de la mezzosoprano Cassandra Zoé Velasco, quien interpretó a la Musa y a Nicklausse con un canto siempre anclado en la musicalidad, en la expresión cálida, sin sobresalto, conjugando la belleza de su timbre cada día más oscuro y homogéneo y una expresividad conmovedora y admirable. Su presencia, solidaria, empática e inspiradora con Hoffmann, proyectó su solidez con mayor contraste por encontrarse en medio de un elenco apuntalado por tres voces curtidas (los bajos Philip Horst —Lindorf, Coppélius, Dr. Miracle, Dapertutto— y Rosendo Flores —Crespel, Maître Luther—; y la soprano Violeta Dávalos —la Madre de Antonia—), pero en esencia de amalgamado y niveles juveniles. Todavía por madurar.
Los personajes de Les contes d’Hoffmann, al menos los protagónicos, son muy lucidores, y hay casos en que han consagrado cantantes a lo largo de su historia en el repertorio lírico. O todo lo contrario. Porque precisamente son roles a los que se llega con calidad y experiencia de canto, no solo con talento vocal. No son los más propicios para debutar o pulir un estilo, un fraseo, o incluso el gusto canoro. Porque se nota. ¿Y quién quiere notarlo? Es por ello explicable, además del presupuesto para producir una mitología o al menos un puñado de universos fantásticos, la dificultad de montar esta ópera y de integrar un elenco que rebase lo solvente.
En ese sentido, el tenor sonorense Jesús León en el rol de Hoffmann y la soprano rumana Letitia Vitelaru en la atípica —aunque desde luego no inédita— encomienda de interpretar a las cuatro heroínas (Stella, Olympia, Antonia y Giulietta) cumplieron con sus partituras, con sus notas y con su compromiso mismo de canto. Y poco más. El primero, con una voz de interesante y rico timbrado, pero un fraseo que se desdibuja; una voz que aún no mantiene la gallardía durante todas sus intervenciones y que llegó al registro agudo portando, no siempre con la mayor ortodoxia. La segunda, con mayor tino para el lirismo que para la coloratura y el fuego de artificio, herramientas que posee, no hay duda, aunque más como partes armables que se perciben unitarias, y no como una imagen vocal ya embonada. Voces pues con el empaque del gran canto aún por conquistar.
En el elenco destacó el tenor Enrique Guzmán, con una voz en desarrollo pero justa y relumbrante para interpretar los roles de Andrés, Cochenille, Frantz y Pittichinaccio, que además acompañó con actuaciones desenvueltas y simpáticas. Y, muy a la par en ese nivel de lo óptimo, de acuerdo a sus personajes, participó su colega de cuerda Víctor Hernández. Rodrigo Urrutia, Álvaro Anzaldo, Juan Carlos López y Carlos Santos complementaron los nombres solistas.
Por lo expuesto, el género de la ópera involucra esa aspiración de obra de arte total y de una fusión talentosa y técnica de sus ingredientes. A veces se logra al armonizar todos sus elementos. En otras ocasiones, no; y sólo quedan puros cuentos.
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