Adriana Lecouvreur en París

Escena de Adriana Lecouvreur en París © Sébastien Mathé

“—Voilà mon univers, mon espoir et mes dieux.”
Adrienne Lecouvreur, 1730.

Enero 31, 2024. Adriana Lecouvreur, dentro de la temporada 2023-2024 de la Opéra National de Paris y con la puesta en escena de Sir David McVicar fue una experiencia deslumbrante, colmada de belleza de principio a fin. McVicar realizó esta producción para la temporada 2018-2019 del Metropolitan Opera House, teniendo a Anna Netrebko en el papel principal. En París, el rol principal fue interpretado por Anna Pirozzi, alternando fechas también con Netrebko. La puesta en escena, una oda a la ópera romántica y que nos remonta al pasado con sus grandes decorados e iluminaciones naturales dentro del escenario, nos sumerge en una historia que hoy en día sigue cautivando al público amante de la ópera.

Cuando Francesco Cilea estrenó esta obra en 1902, el verismo ya había conquistado al público europeo décadas atrás. Recordemos el año de 1875 y Carmen de Georges Bizet; posteriormente los memorables ejemplos de Cavalleria rusticana de Pietro Mascagni en 1890; Pagliacci de Ruggero Leoncavallo en 1892, y por supuesto algunas obras de Giacomo Puccini como La Bohème en 1896. 

El lenguaje operístico verista estaba ya desarrollado y la música comenzaba a expresarse en nuevos lenguajes. Es por esto que podemos apreciar a Cilea caminar entre la tradición y el amanecer de las vanguardias del siglo XX. Sin embargo, aunque algunos críticos consideran que Adriana Lecouvreur no es una ópera demasiado verista, hemos de aceptar el poder dramático que a lo largo de décadas se ha envuelto en el mito. Ya en 1849 el mismo Eugène Scribe y Ernest Legouvé habían desarrollado por su parte un drama basado en la figura histórica, mismo año en el que Alexandre Dumas agregaría en sus Crónicas de la Regencia la rivalidad entre Adrienne y la princesa de Bouillon, elemento capital para que el drama tomara la fuerza que cautivaría luego a Francesco Cilea y Arturo Colautti. 

Cabe resaltar que desde la misma muerte de la gran actriz Adrienne Lecouvreur en 1730, los rumores de su asesinato por envenenamiento fueron ampliamente dispersados y que, para poca ayuda, la orden de exhumación y posterior robo del cuerpo no ayudó en mucho. Así pues, Adrienne, primera dama del teatro, amiga de grandes personalidades de su tiempo, entre las que figuran Voltaire, falleció en el pináculo de su carrera, precisamente en los brazos del filósofo. Y debido a las leyes de la iglesia en Francia, muere en la ignominia y sin derecho a los santos sacramentos que le son negados con una mano mientras que con la otra aceptan la gran fortuna que la actriz hereda a los pobres, mientras gira su cabeza hacia el busto de Maurice de Saxe y murmura: ‘He aquí mi universo, mi amor asesino… y mis dioses’.

Teniendo en cuenta estos antecedentes, no es de extrañar el refinamiento histórico que McVicar propuso, pues resultó en un contexto apropiado para que la diva de la escena teatral francesa se desenvolviera de manera por demás natural. No es chocante la visión naturalista ni el poder musical que la acompaña. Cuando nos adentramos en este drama que incluye el teatro dentro del teatro desde el primer acto, tras bambalinas y luego en una representación de teatro clásico con danza incluida, por supuesto, estamos en Francia, la música no nos suelta. 

Lamentablemente, el drama que de inicio resulta algo confuso no lo fue menos debido a fallas en el supertitulaje de esa noche, lo que provocó desde el primer acto y hasta el final no pocas muestras de desazón y alguno que otro espectador que no regresó para el último acto. Por supuesto que esta cuestión no afectó el desarrollo interpretativo en lo absoluto, pero sí el seguimiento por buena parte del público.

Sin embargo, esto no fue impedimento para que pudiéramos disfrutar de la musicalidad de Anna Pirozzi, una voz de cualidades maravillosas, un timbre que nos sustrae del tiempo y nos lleva a lugares entre los que las grandes voces de todos los tiempos reverberan. Desde que su voz pronuncia el ‘Ecco: respiro appena… Io son l’umile ancella’, sabemos que estamos frente a una de las grandes voces de todos los tiempos. Su línea de canto, su timbre fascinante y su interpretación tan nítida conmueven. Ya para el momento que actos más tarde el drama nos tiene subyugados su ‘Poveri fiori’ termina por rendirnos con su fiato inagotable y esa mágica capacidad de llevarnos a las grandes grabaciones de antaño.

Por su parte, un personaje que nos resulta despreciable, pues no dejaba de ser un mero gigoló o, como históricamente se nombraba a Maurice de Saxe: “El Gargantúa del amor” a manera de burla. Sin embargo, el personaje es poderosamente interpretado por Giorgio Berrugi. ‘La dolcissima effigie’, por ejemplo, nos revela la potencia de un tenor que domina a la perfección su rango dinámico, llevándonos de los más poderosos fortísimos a pianos realmente cautivadores. Su técnica se traduce en una proyección clara del texto y de el sentido de éste.

El papel antagónico de la Princesa de Bouillon estuvo a cargo de Clémentine Margaine, mezzosoprano, cuya carrera la ha llevado a interpretar un gran número de roles entre los que podríamos recordar a Carmen para el Metropolitan Opera de Nueva York. Aquí la escuchamos en el papel de la princesa perversamente cautivadora, con una interpretación que convence en todo aspecto. Unos graves resonantes que se batían victoriosos con la orquesta. Margaine es brillante y pudimos atestiguarlo desde el inicio del segundo acto con ‘Acerba voluttà’.

Como un Michonnet entrañable pudimos disfrutar de la voz de Ambrogio Maestro una vez más, pues ya en 2019 lo tuvimos en la puesta del Met. Su interpretación transmite una belleza melódica llena de sabiduría con destellos de inocencia incomparables. Su sufrimiento paternal en ‘Ecco il monologo’ nos quita el aliento.

Todas estas interpretaciones fueron concertadas por Jader Bignamini, director de amplia trayectoria que no dejó indiferente al público y se lo ganó desde el primer instante. Aunque en momento las voces rivalizaban con la orquesta, no fue algo relevante en el conjunto del drama, pues otorgaba intensidad a lo que en escena sucedía. Este gran trabajo orquestal, escénico y vocal aunado a la dirección de coros por parte de Alessandro Di Stefano dio como resultado una exitosa y memorable Adriana Lecouvreur.

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